—No tenemos más que un par de horas de luz —dijo Chion con voz impaciente.
El sumergible se elevó por encima de un par de aquellos pelos del tamaño de campanarios y descendió de nuevo entre dos extrusiones, acaso los extremos de agallas, cicatrices o aletas. La piel subía y bajaba y era recorrida por movimientos subcutáneos. Sus contornos estaban cambiando lentamente, la llanura se inclinaba arriba y abajo, se convertía en una ladera.
—Estamos llegando a los flancos —dijo Johannes.
De improviso, la ladera se tornó un precipicio, un acantilado de piel que se sumergía en una densa oscuridad. La respiración de Johannes se volvió convulsa mientras la forma del avanc se alejaba y el
Ctenophore
descendía por su costado. La luz pasaba sobre estratos de células y vida parasitaria que de repente resultaban diáfanas a su lado, un precipicio orgánico.
La geografía de su paciente resultaba abrumadora.
Empezaron a aparecer arrugas, docenas de grandes pliegues como bordes de placas tectónicas, allí donde la piel del avanc se arrollaba sobre sí misma adoptando la forma de enormes losas, curvándose en lo que podía ser una joroba, una aleta o una cola.
—Creo… —dijo Johannes mientras señalaba a los demás lo que estaban viendo—, creo que estamos llegando a una extremidad.
El agua sufría una sacudida y quedaba inmóvil, una vez tras otra. Las ondulaciones de la piel se volvían más tensas. Aquí, con cada latido del corazón del avanc, aparecían grandes redes de las enormes venas, intrincadas como cristales hechos añicos, trazando las formas de músculos que eran como montañas. Los cangrejos huían de la luz y se escabullían en sus madrigueras de la piel del avanc.
Había impurezas en el agua. La lámpara se posó sobre una nube de líquido opaco que parecía tinta.
—¿Qué es eso? —susurró Johannes y Krüach Aum escribió algo para él.
Sangre
.
El corazón volvió a latir y el agua se llenó de la oscura materia. Se disipó enseguida, plegándose en todas direcciones. La luz de la lámpara irrumpió entre los tentáculos de la sangre y entrevieron algo más allá. Una superficie dura y regular.
Los batinautas reprimieron un jadeo. Era el colosal extremo de hierro del arnés de Armada. Cubierto por una costra de mejillones muertos mucho tiempo atrás a causa de la presión y de la tosca vida nativa de aquellas profundidades. Una esquina, un cierre, plegándose alrededor del cuerpo del avanc.
—Dioses —susurró Chion—, puede que sólo sea eso. Puede que sean los grilletes, la brida… puede que le estén lastimando la carne.
El
Ctenophore
se mecía entre corrientes de sangre desplazada, de regreso al cuerpo del avanc. La sangre se alzaba tras él, formando volutas sobre las colinas de la piel.
—¡Miren allí! —gritó Johannes de repente—. ¡Allí!
A unos siete metros de distancia por debajo de ellos, la piel del avanc estaba desgarrada y sangraba. Era como una excavación: una trinchera ancha y rugosa de diez metros de profundidad y muchos más de longitud que desaparecía serpenteando en la oscuridad. Los muros interiores eran una masa arruinada de células destrozadas, manchada con el residuo de aquel pus oleoso. Mientras observaban. manchas de aquel semi-líquido se separaron y empezaron a elevarse, al tiempo que tras ellas, se extendían y se partían cadenas de materia.
En la parte más profunda de la herida, en su base, el fósforo iluminó el húmedo rojo de la carne.
—Jabber —siseó Johannes—. No me extraña que se haya frenado.
Krüach Aum escribió algo de forma frenética y colocó el papel bajo la luz de la linterna.
Eso no es nada
, leyó Johannes.
Piensa en el tamaño del avanc. Debe de haber algo más
.
—Miren —siseó Chion—, los borde de ese corte… no coinciden con la brida. El metal no es el causante —un silencio siguió a sus palabras—. Debemos de haber pasado algo por alto.
La epidermis lacerada del avanc se alzaba a ambos lados mientras descendían a la trinchera.
Como exploradores en algún río perdido, seguían la herida hasta su fuente.
La «V» de carne desgarrada desaparecía frente a ellos en una aguda perspectiva pero la oscuridad se la tragaba mucho antes de que apareciera nada parecido a un final. A cada latido, una oleada de sangre se arremolinaba a su alrededor, cegándolos durante varios segundos antes de desvanecerse.
Había pequeños movimientos a su alrededor y los carroñeros devoraban la carne expuesta.
El sumergible se movía entre las sombras de este barranco de carne. Y todos los que se encontraban dentro de aquella pequeña burbuja de metal y aire pensaban sin atreverse a decirlo,
¿Qué ha hecho esto?
Giraron mientras lo hacía la herida, mientras las esquinas duras de la piel destrozada retrocedían delante de ellos. El
Ctenophore
dio la vuelta en el agua.
—¿Han visto moverse a algo?
El rostro de Chion estaba blanco.
—¡Allí! ¡Allí! ¿Y ahora? ¿Lo han visto?
Silencio. El latido de la sangre. Silencio.
Johannes trataba de ver lo que Chion había visto.
El barranco se está ensanchando. Se encuentran en el extremo de un profundo abismo. Su base es toda sangre y pus. Se extiende a lo largo de varias decenas de metros de anchura. Ésta es la herida del avanc.
Algo se mueve. Johannes lo ve y grita y los demás responden.
Hay movimiento en la sangre, debajo de ellos.
—Oh, dioses —susurra y su voz muere y se convierte en un pensamiento.
¡Oh!, dioses
. Algo inevitable y muy malo está ocurriendo.
El
Ctenophore
se balancea y hay más gritos. Algo lo golpea.
Una parte de la mente de Johannes está paralizada y piensa:
Debemos encontrarlo y curarlo, encontrar lo que anda mal y curarlo, cortar por lo sano, curarlo
, pero por encima de esto, asfixiándolo, una sacudida de miedo desciende mientras penetran en el abismo, el corazón de la enfermedad.
(Ha estado en mí desde que las olas se cerraron sobre mi cabeza)
.
La sangre podrida está latiendo con extrañas corrientes. El sumergible vuelve a estremecerse al ser golpeado por algo pesado e invisible. Chion empieza a agitarse.
Moviendo la cabeza lentamente, en medio de un tiempo congelado de repente, Johannes observa cómo se mueven las manos de la costrada sobre los controles, torpes y lentas como muñones, tirando hacia atrás, tratando de sacar la nave de allí, pero de nuevo los golpean y la nave se estremece, inestable.
Johannes escucha su propia voz, gritando:
vámonos, vámonos
.
Algo está golpeando la escotilla del
Ctenophore
desde fuera.
Johannes lanza un grito mientras contempla la llanura de sangre que hay debajo.
Una oscura cosecha, una espesura de flores negras ha brotado de allí y se precipita sobre el brillo oscilante de la lámpara, capullos que ascienden hacia el falso y frío sol sobre gruesos tallos llenos de músculos y venas; tallos que no son tallos sino brazos; flores que no son flores sino manos, garras, nudosas y extendidas, predatorias y ahora, de repente, se alzan pechos y cabezas y cuerpos, irrumpiendo desde el estanque de sangre en el que han estado mordiendo y vertiendo veneno.
Como espíritus que se alzan de una tumba, los cuerpos ascienden, disipando la sangre con el movimiento de sus colas, mirando a los recién llegados con ojos colosales que Johannes contempla con asombro y terror. Sobre sus rostros se dibujan unas sonrisas inconscientes que se burlan de él, dientes mayores que sus dedos entre los que se ven trozos de carne.
Nadan con la elegancia de anguilas hacia la nave, que gira a causa de su peso, es arrastrada hacia abajo por sus manos extendidas cuyas portillas se balancean y se elevan de repente, arrojando unos contra otros a los tres tripulantes, que se quedan en el suelo, gritando, mirando hacia arriba y gritando, a la mortecina luz de la lámpara, a los rostros que hay al otro lado de las ventanas, a las garras que arañan el cristal.
Johannes siente que la boca se le abre por completo pero no puede oír nada. Sus brazos chocan contra los cuerpos de los demás tripulantes y estos lo golpean a su vez, aterrados, y no siente nada.
La luz del
Ctenophore
se inclina hacia arriba y el abismo se lo traga. Johannes observa a las criaturas mientras se agolpan alrededor de la portilla y los pensamientos vuelan por su cabeza.
Ésta es la enfermedad
, no deja de pensar, histérico,
ésta es la enfermedad
.
La enfermedad se arremolina alrededor del sumergible. Destrozan la lámpara de fósforo, que se extingue en una bocanada de burbujas y ahora todo lo que ilumina sus rostros hinchados es el tenue resplandor amarillo de la linterna del interior.
Johannes está mirando un par de ojos que hay en el exterior, a más de seis mil metros de profundidad. Durante una diminuta fracción de segundo percibe, con absoluta viveza y claridad, cómo deben de verlo aquellos ojos, su propio rostro cubierto de sangre a causa de la caída y severo por las líneas y la luz de la linterna, su expresión helada, condenada.
Observa cómo se rayan las portillas. Observa cómo reptan las grietas como cosas laboriosas por encima y alrededor las unas de las otras, trazando sendas, recorriendo el cristal, hasta que éste se rompe y el sumergible sufre una sacudida. Se aleja a rastras de la ventana destrozada como si unos pocos centímetros de más pudieran salvarlo.
Mientras el
Ctenophore
se estremece durante sus últimos segundos, mientras las criaturas manchadas de sangre del exterior y el mar se arremolinan con ávida expectación, la linterna se apaga y, en medio del calor y del caos y de las tres voces y los tres cuerpos que se acurrucan allí dentro, Johannes está completamente solo.
El sol se había puesto pero el agua seguía estando caliente. Reinaba una enorme calma. Bajo la superficie, la constelación de los globos de luz de las jaibas delineaba el vientre de Armada.
Tanner y Shekel nadaban entre el
Montonero
y la
Dover
, la ballena osificada, en un canal de quince metros de longitud. Allí estaban a salvo de los sonidos de la ciudad, de la cual sólo los restos flotaban hasta sus cabezas, mecidas por el oleaje como si fueran las de unas focas.
—No nos acercaremos demasiado —dijo Tanner—. Podría ser peligroso. Nos quedaremos a este lado del barco.
Shekel quería sumergirse hasta donde se atrevía y observar con sus gafas el cable que descendía hacia el batiscafo. Las descripciones de Tanner de las cadenas del avanc lo habían dejado siempre boquiabierto pero para él eran invisibles salvo como formas oscuras aun cuando reunía el coraje necesario y nadaba por debajo de los barcos de más calado de la ciudad. Quería ver el cable que se extendía desde el aire a la oscuridad. Quería afrontar su escala.
—Dudo que lo veas —dijo Tanner mientras observaba las entusiastas e ineficientes brazadas del muchacho—. Pero trataremos de acercarnos todo lo posible, ¿de acuerdo?
El mar lo lamía. Se liberó en él, extendió sus extremidades adicionales. Se zambulló en las aguas, cuya oscuridad se enseñoreaba rápidamente de todo y se sintió enmarcado por las frías luces de las jaibas.
Tanner respiraba agua y nadaba unos pocos metros por debajo de Shekel, observando sus progresos. Le parecía sentir algo vibrante en el agua. Se había vuelto muy sensible a las pequeñas trepidaciones del mar.
Debe de ser el cable
, pensó,
que sigue bajando al submarino. Eso es lo que debe de ser
.
A cien metros de ellos, las voluminosas patas metálicas de la
Sorghum
emergían de las aguas. El sol se había puesto tras la plataforma y el metal trenzado de sus puntales y su grúa eran oscuras punzadas en el cielo.
—No nos acercaremos demasiado —volvió a advertirle Tanner, pero Shekel no le estaba prestando atención.
—¡Mira! —graznó y señaló para que Tanner lo viera, perdió impulso, se hundió momentáneamente, emergió riendo y volvió a señalar hacia el otro extremo del
Montonero
. Los dos pudieron ver el grueso cable, tenso y rígido, que se sumergía en el agua.
—Mantente a distancia, Shek —dijo Tanner—. Ahora no te acerques.
El cable penetraba en el agua como una aguja.
—
Shekel
—dijo Tanner con tono autoritario y el muchacho se volvió chapoteando—. Con eso basta. Veamos lo que podamos mientras quede un ápice de luz.
Llegó a su lado y se hundió por debajo de él, levantó la mirada mientras el muchacho se ponía las gafas, aspiraba profundamente y se sumergía de su mano
Los contornos de la ciudad se alzaban ominosos como nubes de tormenta. Tanner estaba contando en su cabeza los veinte segundos que le permitiría permanecer sumergido.
Cuando se elevó y sacó al muchacho al aire, Shekel estaba sonriendo.
—Joder, es
brillante
, Tanner —dijo, tragó agua y tosió—. ¡Vuelve a hacerlo!
Tanner lo llevó más abajo. Los segundos pasaron con lentitud y Shekel no mostró ninguna inquietud.
Se encontraban a tres metros de profundidad, junto al costado del
Montonero
. Un rayo de luz de luna brilló dentro del agua y Shekel señaló. A unos quince o veinte metros de distancia, el cable del sumergible fue visible durante un instante.
Tanner asintió pero volvió la cabeza hacia la negrura que se coagulaba bajo el barco factoría. Escuchó un sonido.
Es hora de subir
, pensó y se volvió hacia Shekel. Lo tocó y señaló hacia arriba con las manos. Shekel sonrió, separó los labios y mostró los dientes, a pesar de que el aire se le escapaba por la boca.
De pronto pasó junto a ellos una brusca corriente de agua y algo sinuoso y muy rápido cruzó por un breve instante el campo de visión de Tanner. Desapareció, apareció y volvió a desaparecer como un pez abalanzándose sobre su presa. Tanner parpadeó, aturdido. Shekel seguía mirándolo, mientras se le llenaba el rostro de perplejidad. El muchacho frunció el ceño y abrió la boca como si se dispusiera a hablar y entonces, en un gran bramido, soltó todo el aire.
Tanner se estremeció de sorpresa, alargó los brazos hacia él y vio que algo oscuro y arremolinado abandonaba la boca de Shekel en pos de las burbujas de aire. Por un momento, Tanner pensó que era vomito, pero era sangre.
Aún con una expresión confusa en el rostro, Shekel empezó a hundirse. Tanner lo sujetó y lo arrastró con los tentáculos hacia la superficie mientras su mente se llenaba con el sonido de algo que se hacía pedazos y la sangre brotaba ferozmente no sólo por la boca de Shekel sino también por la enorme herida que tenía en la espalda.