La superficie parecía tan lejana…
Sólo había una palabra en la mente de Tanner.
No no no no
no
no
no
no
no
no no no
.
Aulló sin sonido, al tiempo que las ventosas de sus miembros de pólipo aferraban la piel de Shekel y lo llevaban de regreso al aire y unas formas indistintas abandonaban las sombras y pasaban como un rayo a su alrededor, funestas y predatorias como barracudas, coleando y retorciéndose, apareciendo y desapareciendo, moviéndose con una elegancia marina que le hacía sentirse torpe y pesado mientras huía del mar llevando consigo a su chico. Era un intruso, aterrorizado, a la fuga, acobardado por los verdaderos moradores del mar. Su cuerpo Rehecho era de pronto un terrible chiste, mientras lloraba y avanzaba torpemente con su carga, luchando con un agua que de pronto le era por completo ajena.
Cuando salió a la superficie estaba gritando. El rostro de Shekel apareció frente al suyo, convulso, echando sangre y agua marina por la boca mientras emitía pequeños sonidos.
—
¡Que alguien me ayude!
—gritó Tanner Sack—.
¡Que alguien me ayude!
—pero nadie podía oírlo y pegó sus ridículos apéndices al costado del
Montonero
y trató de salir del agua.
—
¡Que alguien me ayude!
—¡Algo va mal! ¡Algo va
mal!
Durante horas, los trabajadores de la cubierta del
Montonero
habían estado haciendo funcionar las grandes bombas de aire que mantenían con vida a los ocupantes del
Ctenophore
y esperando para traerlo de regreso. Uno tras otro, todos ellos se habían sumido en una especie de sopor. Ninguno de ellos se había dado cuenta de nada hasta que la mujer cacto que se encargaba de engrasar el cable había empezado a gritar.
—
¡Algo va mal, joder!
—gritó y todos acudieron corriendo, asustados por su tono de voz.
Observaron el cable con los corazones alborotados. La gran grúa —la rueda del cable estaba casi vacía, lo había largado casi por completo— estaba sacudiéndose violentamente, chocaba contra la cubierta y los tornillos que la fijaban en su lugar temblaban. El cable empezó a gemir y a correr a pesar del cierre.
—Subidlos —gritó alguien y los hombres corrieron hacia la enorme grúa. Hubo un chasquido y el ruido de unos engranajes que saltaban. Los pistones entrechocaron como boxeadores y las muelas del motor mordieron y trataron de girar pero el cable las combatió Estaba tan tenso como una cuerda tiple.
—¡Sacadlos, sacadlos! —gritó alguien y entonces, con un horripilante crujido, la enorme grúa se inclinó violentamente hacia delante. El motor empezó a humear y a soltar vapor y a lloriquear como un niño mientras sus entrañas giraban. Su complejo interior de trinquetes y volantes mecánicos se volvió borroso como una tenue aparición de tan deprisa como se movía.
—¡Se ha soltado! —informó la mujer cacto con una risa histérica—. Está subiendo.
Pero el batiscafo no había sido diseñado para ascender tan deprisa.
La rueda aceleraba con ridícula premura y recuperaba el cable a velocidad vertiginosa. Los engranajes despedían el olor seco del metal quemado y se volvían rojos mientras zumbaban.
Habían tardado tres horas en bajar el
Ctenophore
hasta el fondo. El disco de cable se incrementaba a tal velocidad que crecía a ojos vista y todo el mundo supo que en cuestión de minutos lo habrían recuperado por completo.
—¡Está ascendiendo demasiado deprisa! ¡Apartaos!
En el lugar por el que el grueso y tenso cable sobresalía del agua se había formado una neblina de vapor de agua. La grúa se estremecía sobre el mar. Golpeó el costado del
Montonero
y abrió un profundo surco en su superficie al tiempo que levantaba un monzón de chispas.
Los ingenieros y trabajadores huyeron a esconderse de la maquinaria, que luchaba con los tornillos restantes como un hombre aterrorizado.
Tanner Sack subió a la cubierta del
Montonero
, arrastrando consigo el húmedo y cada vez más frío cuerpo de Shekel.
—
¡Que alguien me ayude!
—volvió a gritar, pero nadie oyó una sola palabra.
(En la frontera de Otoño Seco, el Brucolaco estaba inclinado sobre la borda del
Uroc
, contemplando detenidamente el agua. Una cabeza curva y llena de dientes apareció frente a él, envuelta en ondas, asintió una vez y desapareció. El Brucolaco se volvió hacia sus seguidores, en la cubierta.
—Es la hora —dijo).
Acompañado de una inmensa cascada de agua, el extremo del cable salió del agua, sobrevoló la grúa, que aún seguía dando vueltas. El grueso y pesado cable de metal se convulsionaba dando latigazos en dirección a la cubierta. En el lugar en el que debiera haber estado el submarino había ahora un extremo desgarrado.
Los trabajadores del
Montonero
observaban, aterrados.
El extremo arrancado del cable golpeó la cubierta con un sonido de cataclismo, dejando en ella un largo rastro de astillas de madera y virutas metálicas y la grúa siguió dando vueltas y el extremo del cable siguió pasando por debajo de ella y azotando al barco una vez tras otra.
—¡Apagadla! —gritó el capataz pero nadie podía escucharlo en medio de aquel estrépito y nadie se atrevía a acercarlo. El motor mantenía girando la gran rueda, que siguió flagelando al
Montonero
hasta que la caldera explotó.
Cuando lo hizo y el barco factoría se cubrió de detritos fundidos, hubo un momento de parálisis y asombro. Y entonces el
Montonero
volvió a sacudirse, esta vez a causa de nuevos incendios y explosiones que se producían en su interior.
Se estaba dando la alarma por toda la ciudad.
Los alguaciles y los guardias cactos de Anguilagua y Jhour estaban tomando posiciones en las embarcaciones que rodeaban al
Montonero
, que resplandecía y bramaba mientras el gran incendio de su cubierta se extendía. La tripulación corría, frenética, tratando de escapar sobre los puentes de cuerda que lo unían a la ciudad. Era un barco enorme y una riada constante de hombres y mujeres estaba emergiendo de sus entrañas, atravesando el humo y huyendo de sus ruinas.
Recortada en negro contra las llamas, podía verse una figura que caminaba arrastrando los pies hacia uno de los puentes, encorvada a causa del peso de un cuerpo mojado. Tenía la boca muy abierta pero no podía oírse lo que estaba diciendo.
—¿Sabéis todos lo que tenéis que hacer? —susurró el Brucolaco con voz tensa—. Id, pues.
Moviéndose con demasiada velocidad para que el ojo pudiera seguirlo con facilidad, un enjambre de figuras se dispersó desde el
Uroc
.
Se movían como monos, saltando con facilidad y rapidez sobre los tejados y aparejos, pero su paso era completamente silencioso. La imprecisa guarnición se fracturó en grupos más pequeños.
—Soleado y Raleas no nos ayudarán pero tampoco se opondrán —les había dicho el Brucolaco—. Dynich es joven y está nervioso… esperará hasta ver en qué dirección sopla el viento. Sombras es el único de los demás paseos que debe preocuparnos. Y hay un modo rápido de sacarlos de la ecuación.
Un pequeño grupo de vampiros se dirigió hacia Sombras, hacia el
Theriantropus
y el Palacio del Carro, hacia la corte del General. El grupo principal se encaminó a popa, extendiendo los miembros, febriles y excitados, en dirección a Anguilagua.
Tras ellos, con andar enérgico pero sin hacer esfuerzo alguno por apresurarse o esconderse, venía el Brucolaco.
Había algo en el
Montonero
. Los hombres y mujeres que escapaban y se desplomaban en los navíos circundantes farfullaban advertencias mientras trataban de recobrar el aliento.
Algo había irrumpido a través del casco del barco, en alguna parte de la cubierta inferior y había abierto un agujero en el metal. Mientras el motor daba vueltas y azotaba la cubierta con el muñón del cable del
Ctenophore
, habían emergido cosas desde las cubiertas inferiores, habían atacado a quienes se encontraban en el puente, las calderas y la sala de máquinas y habían hecho pedazos el barco.
Las cosas eran difíciles de describir: corrían rumores sobre dientes como navajas y vastos ojos de cadáver.
La cubierta del
Grande Oriente
estaba casi vacía y sólo algún sirviente o burócrata ocasional la cruzaba a la carrera. Los alguaciles custodiaban todos los puntos de entrada, donde los puentes se alzaban desde debajo: no podía permitirse que el caos se extendiera a los buques insignia. Las multitudes se reunían todo lo cerca que podían de la violencia, en los tejados y balcones, en las torres de pisos, se agolpaban en todos los navíos que rodeaban al
Montonero
. Se precipitaban hacia delante como olas. Los aeróstatos pasaban cerca de las ondas de calor que ascendían desde las llamas.
Olvidada en su habitación de la parte trasera del
Grande Oriente
, Bellis contemplaba horrorizada cómo iba cobrando forma la crisis.
Johannes ha desaparecido
, pensó mientras miraba los destrozados restos del motor de la grúa.
Había desaparecido… y ella no tenía palabras para describir la extraña, muda perplejidad y la congoja que sentía.
Bajó la mirada hacia las traveseras que sobresalían del
Montonero
. Sus cubiertas eran un hervidero de hombres y mujeres heridos y aterrorizados que trataban de ponerse a salvo de las llamas.
En una de ellas, vio a Uther Doul. Gritaba y se movía mientras su mirada recorría infatigable el lugar.
El incendio del
Montonero
estaba calmándose, aunque los armadanos no lo habían apagado.
Bellis se agarró al alféizar de la ventana. Podía ver sombras que se movían al otro lado de las ventanas del barco factoría. Podía ver cosas en su interior.
Piratas armados estaban llegando desde todos los puntos de la ciudad. Tomaron posiciones y comprobaron el estado de sus armas alrededor de los puentes que conducían al
Montonero
.
Algo brotó del puente cubierto de humo del barco: un chorro de perturbación que combaba el aire mientras lo atravesaba. Acertó el mástil de madera de una goleta situada junto al
Montonero
.
Unas partículas agitadas envolvieron el mástil y fueron absorbidas por éste y entonces Bellis dejó escapar un jadeo de asombro. El mástil se
estaba fundiendo
, como si estuviera hecho de cera. El gran pilar de madera se enroscaba como una serpiente y su sustancia rezumaba sobre sí misma y se vertía sobre la cubierta, entrando y saliendo de la existencia, dejando una efervescencia en el aire, una realidad ampollada a través de la cual Bellis creyó atisbar un vacío. Los pliegues de madera desnaturalizada se deslizaban como residuos tóxicos sobre la cubierta abarrotada.
Uther Doul estaba señalando con la espada para ordenar a un grupo de cactos que disparase con sus arcos huecos a las ventanas del
Montonero
, cuando un coro de gritos se alzó desde
otro lugar
, fuera del campo de visión de Bellis. Vio que la atención de los hombres y mujeres que tenía debajo se trasladaba y entonces una expresión de horror y asombro empezó a recorrerlos como si fuera un virus.
Algo se estaba acercando a los piratas desde la proa de la ciudad, algo que Bellis no podía ver aún. Los grupos armados se dividieron: algunos se volvieron para afrontar la nueva amenaza, llenos de terror. Bellis salió corriendo de la habitación y se dirigió a la cubierta para ver.
A bordo del
Grande Oriente
reinaba una confusión completa. Los puentes seguían custodiados por patrullas nerviosas, cuyas órdenes no estaban demasiado claras y que observaban con aire desesperado la tormenta de flechas y proyectiles que asaltaba al
Montonero
. Los piratas abandonaban el barco y corrían a reunirse con sus camaradas.
Bellis llegó hasta el final de la cubierta, más allá del puente y se escondió bajo la oscuridad que se extendía tras sus aposentos. Se encontraba a la altura de los tejados de Armada. Trató de averiguar lo que estaba ocurriendo en la ciudad.
El
Montonero
y lo que quiera que contuviera estaba recibiendo un verdadero diluvio de fuego. El enemigo oculto respondía con aquellos extraños y asesinos rayos de taumaturgia, parecidos a fuegos artificiales, que disolvían la sustancia de los navíos próximos y los armadanos atacantes. Pero, más allá de los barcos próximos, Bellis podía ver un segundo frente, indistinto, que se desperdigaba por toda la ciudad, podía ver ataques caóticos, indisciplinados. Podía escuchar el irregular
staccato
de los disparos.
Los nuevos atacantes se estaban acercando a la densa maraña de barcos que la rodeaban, donde la mayor parte de los alguaciles de Anguilagua habían estado esperando para recuperar el
Montonero
. De repente pudo ver quién había lanzado el segundo ataque desde el interior de la ciudad. Las fuerzas de Anguilagua estaban siendo cercadas y atacadas por los vampiros de Otoño Seco.
Miró a su alrededor, con una mano sobre la boca y la respiración entrecortada. No entendía lo que estaba viendo: ¿un colapso de la confianza, una venganza? Un motín instigado por el Brucolaco.
No lograba fijar la vista sobre los vampiros. Se movían como pesadillas. Congregándose y disolviéndose y reuniéndose, avanzando con velocidad animal.
Caían con aterradora gracia sobre algún callejón estrecho en que sólo cinco o seis guerreros armados podían atacarlos a un tiempo y acababan con ellos a velocidad pasmosa, les atravesaban la garganta con uñas duras como cuernos, los destrozaban con los dientes predadores hasta que tenían las barbillas llenas de sangre, salivando y gruñendo, llenos de sanguinaria lujuria y a continuación desaparecían antes de que los cuerpos hubiesen terminado de desplomarse y se precipitaban sobre algún otro bloque de cemento o puente o torre artillera o ruina. A hurtadillas, como lagartos, desaparecían de la vista.
Bellis no podía decir cuántos había. Allá donde mirara, parecían estar luchando pero sólo lograba ver con claridad a las tropas de Anguilagua.
Uther Doul, se percató, había vuelto su atención a los vampiros. Lo vio mientras apartaba gente de su camino y corría de regreso a las cubiertas del
Grande Oriente
para poder evaluar el curso de la batalla. Se volvió y gritó una orden, dirigió los refuerzos hacia los diferentes combates. A continuación salió corriendo hacia la popa de un antiguo trimarán situado en un costado del
Grande Oriente
, ocupado por completo por casas de ladrillos, donde, al otro lado de una espesura de ropa tendida hecha jirones, Bellis pudo ver que se estaba librando una batalla brutal.