—Vendrán a verte mañana —continuó Silas—. Estarás en el grupo que irá a la isla. El plan prosigue como discutimos. Piensan pasar dos semanas en la isla, así que tienes quince días para hacer llegar la información a un barco de Dreer Samher. Tendrás todo lo que necesites para convencerlos de que la lleven a Nueva Crobuzón. Yo te lo daré.
—¿De verdad crees que puedes convencerlos? —dijo Bellis—. No suelen aventurarse al norte de Shankell… Nueva Crobuzón está casi mil kilómetros alejada de su ruta.
—Por Jabber, Bellis… —Silas seguía hablando en voz baja—. No, no podré convencerlos. Yo no estaré allí.
Tú
tendrás que hacerlo.
Bellis chasqueó la lengua, irritada con él, pero no dijo nada.
—Te daré lo que necesites —le dijo el hombre—. Una carta en sal y en ragamol. Sellos, documentos oficiales y pruebas. Lo necesario para convencer a los mercaderes cactos de que se atrevan a viajar al norte por nosotros. Y lo suficiente para convencer al gobierno de Nueva Crobuzón de lo que está ocurriendo. Lo suficiente para protegerlos.
El parque se balanceaba con las olas. Las esculturas crujían cuando corregían su posición. Silas y Bellis guardaron silencio. Durante un rato no hubo más sonido que el ruido de las olas y los pájaros.
Sabrán que estamos vivos
, pensó Bellis.
Al menos sabrán que él está vivo
.
Frenó ese pensamiento, rápidamente.
—Podemos hacerlo —dijo con voz decidida.
—Tendrás que encontrar el modo —dijo Silas—. ¿Eres consciente de lo que está en juego?
No me trates como a una jodida imbécil
, pensó con furia pero él la miró a los ojos un segundo y no le pareció que estuviera avergonzado.
—¿Te das cuenta —repitió— de lo que tendrás que hacer? Habrá guardias, guardias armadanos. Tendrás que darles esquinazo. Tendrás que escapar de los anophelii, por el amor de Jabber. ¿Puedes hacerlo?
—Lo conseguiré —dijo Bellis con voz fría y él asintió lentamente. Silas empezó a hablar de nuevo y, durante una fracción de segundo, pareció no saber muy bien qué decir.
—No tendré… no tendré ocasión de verte —dijo con voz lenta—. Será mejor que me quite de en medio.
—Por supuesto —dijo Bellis—. Ahora no podemos correr el menor riesgo.
El rostro de Silas reveló por un instante una especie de infelicidad, algo que había quedado sin completar. Bellis apretó los labios.
—Lo siento y también siento… —dijo Silas. Se encogió de hombros y apartó la mirada—. Cuando regreses y todo haya acabado, quizá podamos… —su voz se apagó.
Bellis sintió una leve sorpresa por su tristeza. Ella no sentía nada. Ni siquiera se sentía decepcionada. Habían buscado y encontrado algo el uno en el otro y habían hecho negocios juntos (una forma completamente absurda de describir su proyecto), pero eso era todo. No albergaba ninguna clase de malos sentimientos hacia él. Hasta sentía un residuo de afecto y gratitud, como una película de grasa. Pero nada más que eso. Su tono vacilante, su pena y sus disculpas y el atisbo de unos sentimientos más profundos la sorprendieron.
Descubrió, con floreciente interés, que no estaba del todo convencida. No creía sus insinuaciones. No sabía si él mismo las creía pero supo en aquel instante que ella no.
Eso la calmó. Siguió sentada allí, sin moverse, después de que él se hubiera ido, con las manos juntas, el pálido rostro azotado por el viento.
Vinieron y le dijeron que necesitaban sus habilidades como lingüista, que iba a formar parte de una expedición científica.
En el interior del
Grande Oriente
, desde una de las pequeñas habitaciones que se apiñaban uno o dos pisos por encima de la cubierta, Bellis contemplaba los barcos circundantes de Anguilagua y el bauprés del
Grande Oriente
sobre ellos. Las chimeneas del barco estaban limpias; sus mástiles sobresalían setenta, cien metros, como árboles muertos y denudados cuyos troncos se hundían profundamente entre capa tras capa de salones y entresuelos.
Tendidas a lo largo de la cubierta, como los restos de un fósil roto, se encontraban las entrañas de una enorme aeronave; curvas de metal semejantes a listones de barril o costillas; propelentes con sus respectivos motores; enormes globos fláccidos. Se extendían a lo largo de los centenares de metros de la cubierta del
Grande Oriente
, rodeando la base de los mástiles. Cuadrillas de ingenieros las estaban montando, construyendo la enorme máquina a segmentos. Los ruidos y el resplandor del metal al rojo le llegaban a Bellis a través de las ventanas.
Llegaron los Amantes y la reunión dio comienzo.
Aquella noche, Bellis tuvo insomnio. Al cabo de un rato dejó de tratar de dormir y, con cierta indecisión, se puso de nuevo a escribir su carta.
Se sentía como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otra persona. Cada día la llevaban hasta el
Grande Oriente
. Unos treinta y cinco hombres y mujeres se reunían en aquella sala. Algunos de ellos eran Rehechos. Uno o dos, de eso estaba segura, provenían del
Terpsícore
. Reconoció al compañero de Shekel, Tanner Sack, y vio que también él la reconocía.
El calor había llegado muy deprisa. La ciudad había entrado, a paso de tortuga, en una nueva franja de los mares del mundo. El aire era seco y la temperatura superaba a diario la de los veranos más calurosos de Nueva Crobuzón. Ella contemplaba aquel cielo nuevo y duro y sentía que menguaba bajo su influencia. Sudaba, fumaba menos y llevaba ropa más liviana.
En las calles, la gente caminaba desnuda de cintura para arriba y el cielo estaba lleno de ruidosas aves estivales. El agua que rodeaba a la ciudad era más clara y se veían bancos de peces de colores nadando en la superficie. Las plataformas de Anguilagua empezaron a oler.
Los informes se los daban Hedrigall y otros como él: cactos capturados que habían trabajado antiguamente como mercaderes para Dreer Samher. Hedrigall era un orador brillante y su aprendizaje como narrador de fábulas hacía que sus descripciones y explicaciones sonaran como historias salvajemente excitantes. Aquél era un rasgo peligroso.
Le habló a Bellis y a sus nuevos compañeros sobre la isla de los anophelii. Y, mientras escuchaba sus historias, Bellis empezó a preguntarse si no habría aceptado una tarea que le sería imposible completar.
Tintinnabulum participaba algunas veces en las reuniones. Al menos uno de los Amantes estaba siempre presente. Y algunas veces, cosa que hacía que Bellis se sintiera inquieta, Uther Doul esperaba en segundo plano, reclinado contra la pared, con la mano apoyada en la espada.
No podía evitar mirarlo.
En el exterior, la aeronave empezaba a tomar una forma parecida a la de una ballena de contornos imprecisos. Bellis vio que se disponían escalerillas en su interior. Estaban construyendo camarotes de aspecto poco sólido. El cuero, empapado de alquitrán o de savia, comenzaba a colocarse en su lugar.
Había sido un montón de partes y luego un cuerpo segmentado y más tarde un trabajo en marcha y ahora estaba empezando a convertirse en una vasta aeronave. Estaba inclinado sobre la cubierta. Era como un insecto recién salido de su crisálida: demasiado débil para volar, pero cuya forma era ya claramente discernible.
Bellis pasaba las calientes noches a solas, sentada en su cama, sudando y fumando, terriblemente asustada por lo que tenía que hacer pero casi temblando de excitación. Algunas veces se levantaba y paseaba sólo para oír el ruido de sus pasos sobre el suelo, disfrutando del hecho de que era la única cosa en la habitación que hacía ruido.
Días cortos, incómodamente calurosos y noches sudorosas e interminables. La luz diurna iba durando más conforme pasaban las semanas pero a pesar de ello, las prolongadas y pegajosas noches de verano le absorbían a la ciudad su fuerza.
En las intersecciones entre paseos se producían peleas poco entusiastas. Un grupo de matones de Anguilagua que había salido a emborracharse podía terminar en el mismo bar que unos cuantos habitantes de Otoño Seco. Al principio no habría más que unos pocos murmullos malhumorados: los de Anguilagua farfullarían algo sobre amantes de sanguijuelas o chaperos de demonios. Los de Otoño Seco contarían en voz alta uno o dos chistes sobre pervertidos al timón y se reirían de más haciendo bromas sobre gente con cicatrices.
Una pocas copas o rayas o caladas más tarde empezarían los puñetazos, pero por alguna razón, las energías de los camorristas no solían parecer empeñadas del todo en la pelea. Hacían lo que se esperaba de ellos, poco más.
A medianoche las calles empezaban a vaciarse y hacia las dos o las tres estaban vacías casi por completo.
El zumbido de los barcos circundantes no cesaba nunca. Había fábricas y talleres en diversos distritos industriales, apestosas factorías humeantes situadas en la parte trasera de viejos barcos, que nunca paraban. Las patrullas nocturnas, cada paseo con sus propios colores, se movían entre las sombras de la ciudad.
Armada no era como Nueva Crobuzón. No existía una economía alternativa de basura, miseria y supervivencia: los bajos de los edificios vacíos no albergaban una masa de mendigos y pobres de solemnidad. No había basureros que saquear: los desperdicios de la ciudad eran reciclados hasta que no se podía sacar nada más de ellos y el resto era arrojado al mar junto con los cadáveres, como un rastro que se iba disolviendo a medida que se hundía.
Había barrios de chabolas que cubrían por completo balandros y fragatas, casuchas ocupadas que enmohecían en el aire salado y caliente mientras sudaban materia sobre sus habitantes. Los trabajadores cactos de Jhour dormían apelotonados en caserones baratos. Pero los que provenían de Nueva Crobuzón podían ver la diferencia. Aquí la pobreza mataba menos. Las peleas se debían más a la bebida que a la desesperación. Aquí era más fácil encontrar un techo, aunque fuese uno del que lloviese yeso. No había vagabundos acurrucados en los ángulos de la arquitectura observando a los paseantes nocturnos.
De modo que a altas horas de la noche, nadie se percató de la presencia de un hombre que se dirigía al
Grande Oriente
.
Caminaba sin prisas por las callejuelas menos salubres de Anguilagua. La calle Aguja y la calle Blodmead y el laberinto Wattlandaub, en el
Insurgente
; el
Trama de Hebra
, una barcaza que empezaba a adquirir una decoración de camuflaje gracias a la acción de los hongos; y luego el sumergible
Pleno
. Atravesó las trampillas abiertas en su parte superior, cuidándose de permanecer en todo momento bajo la sombra que proyectaba la torre del periscopio cubierta de ampollas.
A su espalda podía ver la plataforma
Sorghum
, su torre iluminada entre las agujas y los mástiles.
El costado del
Grande Oriente
se elevaba desde la cubierta del
Pleno
como la pared de un cañón. Desde sus profundidades, más allá de la piel de metal, llegaban las vibraciones de una industria incansable. Había árboles en la superficie del sumergible, cuyas raíces se aferraban al hierro como dedos nudosos. El hombre caminaba entre sus sombras y escuchaba el sonido rasposo y acelerado de los murciélagos sobre su cabeza.
Había diez o quince metros de mar entre el submarino y el acantilado metálico que era el costado del vapor. El hombre veía las luces y sombras de los dirigibles que recorrían el cielo a altas horas de la noche y los débiles y temblorosos rayos de luz que proyectaban sobre el pretil las antorchas de los alguaciles que patrullaban por la cubierta.
Frente a él se encontraba la enorme y acusada curva de la rueda de estribor del
Grande Oriente
, la protección de las palas. Desde el fondo de la cubierta en forma de campana emergían como los pliegues de una falda los listones del gran mecanismo.
El hombre abandonó las sombras de los raquíticos árboles. Se quitó los zapatos y se los ató al cinturón. Al ver que no venía nadie y que no se oía nada, caminó hasta el extremo curvo del
Pleno
y se zambulló en la fría agua con apenas un sonido casi inaudible. Sólo mediaba un corto trecho a nado hasta el flanco del
Grande Oriente
y la sombra de la rueda.
Allí, empapado y tenaz, el hombre se encaramó a las palas de aquella rueda de veinte metros de anchura y se sumergió en las sombras. Se movía tan silenciosamente como era posible en aquel lugar. Trepó hasta el extremo del enorme cigüeñal de la rueda y desde allí alcanzó una escotilla de servicio, olvidada tiempo atrás, cuyo emplazamiento él conocía.
Fueron necesarios varios minutos de esfuerzo para arrancar la costra con que el tiempo había cubierto la escotilla pero finalmente el hombre logró abrirla e introducirse a rastras en un estrecho pasillo hasta llegar a una enorme y silenciosa sala de máquinas abandonada al polvo mucho tiempo atrás.
Se arrastró entre cilindros de treinta toneladas y enormes motores olvidados. La cámara era un laberinto de plataformas y pistones monolíticos, una espesura de ruedas y engranajes tan enmarañada como una selva.
No había luces ni se levantaba polvo. Era como si el tiempo lo hubiese secado y abandonado. El hombre forzó la cerradura y a continuación esperó sin hacer movimiento alguno, con la mano en la manija. Recordaba el mapa del barco. Sabía adonde se dirigía: más allá de los guardias.
Por su profesión conocía algunos hechizos: pases que hacían dormir a los perros; palabras que lograban que se pegara a las sombras; pequeños trucos y brujerías. Pero dudaba mucho que pudieran protegerlo en aquel lugar.
Con un suspiro, alargó la mano hacia el fardo envuelto en trapos que llevaba atado al cinturón. Tuvo un presentimiento.
Y sintió una oleada de excitación temblorosa.
Mientras desenvolvía la pesada
cosa
, pensó con nerviosismo que si de verdad comprendiera su funcionamiento, abrir la escotilla exterior o ahorrarse el desagradable baño nocturno hubiera sido cosa de niños. Seguía siendo un torpe ignorante.
Quitó el último de los trapos y levantó la estatuilla.
Era más grande que su puño y estaba hecha de una piedra resbaladiza que parecía negra, gris o verde. Era fea. Se enroscaba alrededor de sí misma como un feto, cubierta de líneas y volutas que sugerían aletas o tentáculos o pliegues de piel. La factura era diestra pero resultaba desagradable a la vista y parecía concebida para hacer que las miradas se apartaran. La estatua observaba al hombre con su ojo abierto, media esfera perfecta de color negro sobre una boca redonda jalonada de dientes de pequeño tamaño, como la de una lamprea. Estaba entreabierta y en su interior sólo se veía oscuridad.