Debe de haber sido una imagen asombrosa cuando el
Tridente
despegó de la cubierta del
Grande Oriente
. Llevaba ya algún tiempo en el cielo, sostenido sobre una estructura para que no chocase con los cabestrantes y mamparos de cubierta. Estoy segura de que se habían cruzado apuestas sobre si caeríamos encima de la ciudad o en el mar.
Pero ascendimos sin dificultades. Era tarde ya y se veía una oscuridad en el extremo del cielo. Puedo imaginarme al
Tridente
, colgado como los dioses saben qué, tan grande como la mayoría de los barcos de la ciudad, nuevo y resplandeciente.
Hemos traído con nosotros la cosa más asombrosa imaginable. Entre los motores hay un corral lleno de vacas y cerdos.
Los animales tienen comida y agua para los dos días de viaje. Seguro que ven el aire por las grietas del suelo. Creí que les entraría el pánico pero lo único que hacen es mirar las nubes que hay debajo de sus cascos con una apacible falta de interés. Son demasiado estúpidos para tener miedo. El vértigo es algo demasiado complejo para ellos.
Me siento aquí, en este pequeño cubículo, el lavabo, entre el ganado y la sala de control, desde donde el capitán y la tripulación gobiernan la nave. En un corredor de la sección principal.
He venido aquí a escribir varias veces desde que despegamos.
Los demás pasan el tiempo sentados, cuchicheando o jugando a las cartas. Supongo que algunos de ellos están en sus literas, situadas en la cubierta que tengo encima, bajo los globos. Puede que les estén diciendo una vez más lo que se espera de ellos. Puede que estén practicando.
Mi tarea es sencilla y me la han dejado muy clara. Después de todas estas semanas y tantos miles de kilómetros, vuelven a decirme que no soy más que un conducto, que debo limitarme a transmitir palabras y que no debo oír lo que diga.
Puedo hacerlo. Y hasta entonces no tengo nada que hacer más que escribir.
En la medida de lo posible, se ha elegido a cactos para la misión. Al menos cinco de ellos ya estuvieron en la isla de los anophelii hace años. Hedrigall, por supuesto, y otros a los que no conozco.
Nadie ignora que existe el riesgo de las deserciones: es raro que se permita a los armadanos no nativos ponerse en contacto con sus antiguos compatriotas, pero debe de haber gente de Samher en la isla. Mi misión depende de ello. Pero según parece, ninguno de los cactos que forma parte de esta misión tiene razones para querer regresar a su casa. Son como Johannes o Hedrigall o el amigo de Shekel, Tanner, leales a su patria de adopción.
Hedrigall, no obstante, me intriga. Conoce a Silas… o por lo menos conoce a un tal Simon Fench.
Si alguien sabe que las autoridades de Anguilagua pueden cometer errores de juicio con las personas soy yo.
Dreem Samher es una nación pragmática. En el mar, un encuentro de sus barcos con los de Perrick o las Islas Mandrágora puede significar una batalla pero las relaciones con Armada son amistosas, por seguridad. Y, además, estarán en un puerto. La paz portuaria funciona como la ley de los mercaderes, lo hace en tierra firme y es un código importante, respetado y defendido por quienes se acogen a él.
Tanner Sack está a bordo de la aeronave y estoy segura de que sabe quién soy. Me observa con algo que podría ser desagrado, timidez o casi cualquier otra emoción. Tintinnabulum también está aquí junto con varios de sus hombres. Johannes no… lo cual me alivia.
Los científicos que nos acompañan forman una extraña mezcla. Los que son capturados, como yo, tienen casi el aspecto que cabría esperar de unos eruditos. Los armadanos parecen piratas. Me han dicho que éste es un matemático, este otro un biólogo y aquél un oceanógrafo; pero todos ellos tienen aspecto de piratas, llenos de cicatrices, agresivos y ataviados con andrajos.
Están los guardias cactos y costrosos. He estado en la santabárbara y llevan arcos huecos, mosquetes y alabardas. También han traído pólvora negra y lo que parecen ser máquinas de guerra. En el caso de que los anophelii decidan no cooperar, parece que hemos traído material de sobra para persuadirlos.
Uther Doul está al mando de todos ellos. Y por encima de él, uno de los gobernantes de Anguilagua, ella sola, la Amante.
Doul pasea entre las salas. Habla con Hedrigall más que con cualquier otro, creo. Parece intranquilo. Hago lo que puedo por no llamar su atención.
Me intriga: su presencia, su voz anómala. Viste el atavío de cuero gris que es su uniforme, lleno de desgarrones y bolsillos pero inmaculadamente limpio. El brazo derecho de su camisa está entretejido con alambres que se extienden hasta su cinturón. Lleva la espada en la cadera izquierda y parece erizado de pistolas.
Se asoma de manera agresiva por las ventanas y luego retrocede, de ordinario para regresar a donde quiera que se encuentre la Amante.
El rostro lleno de cicatrices de la Amante me resulta repulsivo en cierta forma. He conocido a personas —incluso he estado con ellas— para quienes el dolor era una forma de liberación o que lo convertían en parte del sexo y aunque la predilección me parece un poco absurda, tampoco me preocupa ni me perturba. No es eso lo que me molesta de los Amantes. Tengo la sensación de que los cortes son algo contingente. Lo que me pone la piel de gallina es algo más profundo que discurre entre ellos.
Trato de evitar la mirada de la Amante pero no logro evitar que mis ojos se vean atraídos hacia sus cicatrices. Es como si conformasen una especie de patrón hipnótico.
Pero, al mirarlas subrepticiamente desde detrás de mis dedos, no encuentro nada romántico o secreto o revelador, nada salvo la evidencia de viejas heridas. Nada salvo cicatrices.
Más tarde, el mismo día.
Silas logró hacerme llegar todo lo necesario en el último momento. Como si fuera una obra de teatro.
No tengo más remedio que admirar sus métodos.
Después de la concisa conversación que mantuvimos en los Jardines de Sombras me había estado preguntando cómo se las arreglaría para entregarme las cosas necesarias para enviar el mensaje.
Mis habitaciones están vigiladas y a mí me observan. ¿Qué puedo hacer?
En la mañana del 26 de Lunario, encontré un paquete suyo en el suelo de mi habitación.
Era casi una obra de prestidigitación ostentosa. No pude sino echarme a reír cuando levanté la mirada y vi un pedazo de hierro en el techo de mi cuarto, recién soldado sobre un agujero de quince centímetros.
Silas había trepado hasta lo alto de las chimeneas del
Cromolito
, hasta ese techo de metal delgado que resuena como el tambor de una orquesta cuando llueve y había abierto un agujero en él. Tras dejar caer el paquete, había soldado concienzudamente la pieza para taparlo. Todo ello sin hacer el menor ruido: sin despertarme ni alertar a quienes debían de estar vigilando.
Cuando una lo ve realizar trucos como ése en condiciones precarias, para protegerse a sí mismo, no resulta difícil imaginárselo trabajando para el gobierno. Supongo que tengo suerte por tenerlo de mi lado. Y también Nueva Crobuzón.
Me alegré de no verlo. Ahora me siento muy distante de él. No le deseo nada malo: tomé de él algo que necesitaba y espero habérselo devuelto, pero eso debe ser todo. Somos camaradas circunstanciales, nada más.
Dentro de la pequeña bolsa de cuero, Silas había puesto varias cosas.
Había una carta en la que me lo explicaba todo. La leí cuidadosamente antes de examinar los demás contenidos de la bolsa.
Había otras cartas. Le había escrito al capitán pirata que confiaba en que encontráramos dos copias, en ragamol y sal.
A quienquiera que acceda a llevar esta misiva a Nueva Crobuzón
, empezaba.
Es formal y directa. Promete al lector que recibirá una comisión por llevarla sin abrir hasta su destino. Que por los poderes de que ha sido investido a perpetuidad el Procurador Fennec (número de licencia tal y cual) por parte del Alcalde Bentham Rudgutter y la Alcaldía de la Ciudad, los portadores de esa carta serán tratados como huéspedes de honor de Nueva Crobuzón, su barco será reparado por completo de acuerdo a sus especificaciones y recibirán un estipendio de tres mil guineas. Y, lo más importante de todo, se les entregará un salvoconducto exento de impuestos expedido por las autoridades de Nueva Crobuzón por el cual su barco estará a salvo, durante todo un año, de ataques y persecuciones realizados al amparo de la ley marítima de Nueva Crobuzón por cualquier razón que no sea la defensa de un barco de la propia Nueva Crobuzón.
El dinero es muy tentador pero es la promesa de esta exención lo que esperamos que convenza a los cactos. Silas les está ofreciendo el estatus de corsarios
sin tarifas
. Podrán atacar a quien quieran sin pagar un solo estíver y la marina de Nueva Crobuzón no los molestará… los protegerá, de hecho, durante el tiempo que dure el contrato.
Es un poderoso incentivo.
Al final de las cartas, viene la firma de Silas y, junto a unas contraseñas apenas visibles, el sello en cera del Parlamento de Nueva Crobuzón.
No sabía que tuviera un sello así. Resulta extraño verlo aquí, tan lejos de casa. Es un trabajo de una calidad asombrosa, la pared estilizada, la silla y la parafernalia de oficina y por debajo de ellas un número diminuto que lo identifica. Ese sello es un símbolo extraordinariamente poderoso.
Y lo que es más, me lo ha entregado.
Pero me estoy desviando. Ya llegaremos al anillo.
La otra carta es mucho más larga. Se extiende durante cuatro caras, en una letra intrincada y densa. La he leído detenidamente y me ha asustado.
Está dirigida al Alcalde Rudgutter y es una descripción a grandes rasgos del plan de ataque de los grindilú.
Gran parte de ella me resulta incomprensible. Silas la ha escrito en una letra concisa que casi llega a ser un código: hay abreviaciones que no comprendo y referencias a cosas de las que nunca he oído hablar. Pero su significado está muy claro.
Estatus Siete
, leo en la parte superior de la primera página,
Código: Punta de Flecha
y aunque no entiendo las palabras, me aterrorizan.
Silas ha estado ahorrándome los detalles, me doy cuenta de ello (el favor más dudoso que podría haberme hecho). Conoce bien los planes de la invasión y los describe en términos fríos y precisos. Advierte sobre unidades y escuadrones con números específicos y de armas cuyos nombres me son desconocidos y que describe con una letra o sílaba, lo que no las hace menos perturbadoras.
Semi-regimiento Marfil Magos/Groac'h avanzará hacia el sur por el Cancro, equipado con E.Y.D. y capacidad P-T, Tercer Cuarto de Lima
, leo y la escala de lo que se cierne sobre la ciudad me aterroriza. Nuestra anterior ansiedad por escapar, los esfuerzos que hicimos para concentrarnos en ello me horrorizan ahora por insignificantes y diminutos.
Hay información suficiente en la carta para garantizar la defensa de la ciudad. Silas se ha descargado de la responsabilidad.
De nuevo, al final de la carta está el sello de la ciudad, justificándola, convirtiéndola, a pesar de su lenguaje impersonal y banal, en algo horriblemente real.
Con las cartas hay una caja.
Es un joyero, sencillo, hecho de una madera sólida y muy pesada. Y en su interior, apoyados sobre el rechoncho forro acolchado, hay un collar y un anillo.
El anillo es para mí. Su cara es un bajorrelieve de plata y jade: es el sello. Es de factura tan hermosa que quita el aliento. En su interior, Silas ha colocado un pedazo de lacre rojo.
Esto es mío. Cuando le haya mostrado a nuestro capitán las cartas y el collar, las guardaré en el joyero y lo cerraré con llave, lo meteré dentro de la bolsa de cuero, la lacraré y sellaré el lacre con el anillo, que conservaré. De ese modo el capitán sabrá lo que hay dentro, sabrá que no lo estamos traicionando pero no podrá tocar el contenido si quiere que los destinatarios lo crean y le den la recompensa.
(Cuando pienso en esta cadena de sucesos, tiendo a descorazonarme, debo confesarlo. Me parece tan frágil… Estoy suspirando mientras escribo. Mejor será que lo deje).
El collar va a cruzar el mar. A diferencia del anillo, es una pieza sencilla y tosca. En un extremo tiene un pedazo de metal, feo y plano, adornado sólo con un número de serie, un símbolo estampado (dos lechuzas bajo una luna creciente) y tres palabras: SILAS FENNEC, PROCURADOR.
Es
mi identificación
, me dice Silas en su carta.
Es la prueba de que las cartas son genuinas. De que no puedo llegar a Nueva Crobuzón y de que su portador habla en mi nombre
.
Más tarde aún. Está oscureciendo.
Estoy turbada.
Uther Doul me ha hablado.
Me encontraba en la cubierta de los camastros, sobre la góndola y acababa de salir del retrete. Me divierte vagamente la idea de nuestros excrementos cayendo en cascada desde los cielos.
Mientras caminaba por el pasillo escuché un sonido arrastrado y vi que había luz tras una de las puertas. Me asomé.
La Amante se estaba cambiando. Me sobresalté.
Tenía la espalda tan llena de cicatrices como la cara. La mayoría de ellas parecía antigua y la piel desgarrada empezaba ya a ponerse pálida. Sin embargo, una o dos estaban lívidas. Las cicatrices recorrían su espalda y atravesaban sus nalgas. Parecía un animal marcado.
Sin quererlo, se me escapó un jadeo entrecortado.
La Amante se volvió al escucharlo, sin premura. Vi sus senos y su esternón cuando lo hizo. Me miró mientras cogía una camisa. Su rostro, a pesar de aquella telaraña de cortes, seguía impasible.
Balbucí una disculpa, me volví bruscamente y caminé hacia las escaleras. Pero con horror vi que Uther Doul salía de la misma habitación y me miraba con la mano sobre la puta espada.
Esta misma carta que te estoy escribiendo me quemaba en el bolsillo. Llevaba encima pruebas más que de sobra para que nos ejecutaran a Silas y a mí por crímenes contra Anguilagua… lo que significaría, además, la ruina de Nueva Crobuzón. Estaba muy asustada.
Fingiendo no haber visto a Doul, bajé a la góndola principal, me coloqué junto a una ventana y me dediqué a contemplar los cirros con frenético interés. Confiaba en que Doul me dejaría tranquila.
No lo hizo. Se me acercó.
Sentí su presencia, de pie junto a mi mesa y esperé algún tiempo a que me dejara en paz, a que se marchara sin hablarme tras haberse asegurado de que había logrado intimidarme, pero no lo hizo. Al cabo de algún rato, contra mi voluntad, se diría, acabé por volver la cabeza y lo miré.