Me observó en silencio durante algún rato. Yo cada vez estaba más nerviosa aunque mi rostro estaba en calma. Entonces habló. Me había olvidado de lo hermosa que era su voz.
«Las llaman freggios» me dijo. «Las cicatrices: las llaman freggios»; señaló la silla que había frente a la mía e inclinó la cabeza. «¿Puedo sentarme?».
¿Qué podía decirle? ¿Podía decir,
No, prefiero estar sola
, al brazo derecho de los Amantes, a su guardia y asesino, al hombre más peligroso de Armada? Apreté los labios y me encogí de hombros en un gesto educado,
No es de mi incumbencia donde os sentéis, señor mío
.
Entrelazó las manos sobre la mesa. Habló (de forma exquisita) y yo no lo interrumpí ni me fui ni traté de desanimarlo aparentando falta de interés. En parte, claro está, porque sentía mucho miedo por mi vida y mi seguridad. Mi corazón estaba latiendo muy deprisa.
Pero fue también por su voz: habla como si estuviera leyendo un libro, cada frase formada con todo cuidado, escrita por un poeta. Nunca he oído nada semejante. Me miró a los ojos y no pareció pestañear una sola vez.
Lo que me contó me dejó fascinada.
«Los dos fueron capturados», me dijo. «Los Amantes». Supongo que debí de quedarme boquiabierta. «Hace veinticinco o treinta años».
«Él llegó primero. Era pescador. Un siervo que vivía en el extremo norte de los Fragmentos. Toda la vida en una u otra de esas rocas diminutas, arrojando sus redes y anzuelos, sacando las vísceras y limpiando y fileteando y cortando. Ignorante y torpe». Me observaba con unos ojos más oscuros que su armadura.
«Un día se alejó demasiado de la costa y el viento se apoderó de él. Un explorador de Anguilagua lo encontró y le robó el cargamento; su tripulación debatió si debía matar o no a aquel aterrorizado y flacucho pescadorcillo. Al final, decidió llevarlo a la ciudad».
Sus dedos temblaron y empezó a masajearse con suavidad las manos.
«Las circunstancias hacen y rompen y rehacen a las personas», dijo. «Al cabo de tres años, el muchacho era el señor de Anguilagua», sonrió.
«Menos de tres cuartos después de eso, uno de nuestros acorazados interceptó a un navío: un balandro chillón de línea elegante que navegaba entre Perrick y Myrsoch. Una familia noble de Figh Vadiso, según parece, un matrimonio y su hija con sus sirvientes, que se mudaban a la metrópolis. Les robaron el cargamento. Los pasajeros no le interesaban a nadie y no tengo la menor idea de lo que fue de ellos. Puede que los mataran, no lo sé. Lo que sí sé es que cuando los sirvientes fueron llevados a la ciudad y se les dio la bienvenida como ciudadanos, había una doncella entre ellos que atrajo la atención del nuevo señor del paseo».
Miró al cielo.
«Hay algunos que estaban allí, a bordo del
Grande Oriente
en aquel encuentro», dijo con voz calmada. «Dicen que se irguió cuan larga era y miró al señor con una sonrisa ladeada en los labios… no como si tratara de caerle en gracia o estuviera aterrorizada sino como si le gustara lo que veía».
«Los Fragmentos septentrionales no son un buen lugar para vivir si eres mujer», dijo. «Cada isla tiene sus propias costumbres y leyes y algunas de ellas son poco agradables». Entrelazó las manos. «Hay sitios en los que a las mujeres se las cose», dijo y me observó. Aguanté su mirada, no me dejé intimidar. «O se las mutila, les cortan aquello con lo que las ha dotado la naturaleza. O las mantienen encadenadas en las casas para servir a los hombres. La isla en la que nació nuestro jefe no era tan dura pero… exageraba ciertos rasgos que uno podría reconocer en otras culturas. En la de Nueva Crobuzón, por ejemplo. Una cierta sacralización de la mujer. Un desprecio enmascarado como adoración. Ya me entiendes, estoy seguro. Publicabas tus libros como B. Gelvino. Estoy seguro de que me entiendes».
Eso me sorprendió, debo admitirlo. El que supiera tanto sobre mí, el que comprendiera mis razones para esa pequeña e inocente muestra de discreción.
«En la isla de nuestro jefe, los hombres salen al mar y dejan a sus mujeres y viudas en tierra firme y no hay tradición ni costumbre que pueda mantener las piernas cerradas eternamente. Un hombre que ama a una mujer con una pasión lo bastante furiosa —o dice que lo hace, o cree que lo hace— sufre cuando la abandona. Conoce íntimamente lo fuertes, lo poderosos que son sus encantos. Al fin y al cabo él mismo sucumbió a ellos. Así que debe menguarlos».
«En la isla del jefe, un hombre que ama con la fuerza necesaria le
cortará
la
cara
a su mujer…»; nos miramos, inmóviles. «La marcará para hacerla suya, inscribirá su propiedad, la grabará como si fuera madera. La estropeará lo justo para que nadie más la quiera».
«Esas cicatrices se llaman freggios».
«El amor, la lujuria o algo, una combinación de ambos, se apoderó de nuestro jefe. Cortejó a la recién llegada y enseguida la reclamó para sí con todo el masculino vigor en que había sido educado. Y, según parece, ella aceptó de buen grado sus atenciones y se las devolvió y se convirtió en su concubina. Hasta él día en que él decidió que era suya por completo y, con una especie de torpe bravuconería, desenvainó el cuchillo después del coito y le cortó la cara». Doul se detuvo y a continuación esbozó una sonrisa de genuino placer.
«Ella se quedó quieta, le dejó hacer… y a continuación cogió el cuchillo y lo cortó a él».
«Así fue como nacieron los dos», dijo con voz suave.
«Ya ves qué falsedad. Él debía de ser un muchacho muy notable para haber logrado llegar tan alto en tan poco tiempo pero seguía siendo un plebeyo jugando a juegos de plebeyo. No dudo que lo
creyera
cuando le dijo que la cortaba por amor, que no confiaba en que otros hombres se resistieran a sus encantos pero, lo hiciera o no, era una mentira. Estaba marcando su territorio, como hacen los perros con la orina. Diciéndole a los demás dónde empezaban sus posesiones. Y a pesar de todo ella le devolvió los cortes».
Doul me estaba sonriendo de nuevo.
«Aquello fue algo inesperado. La propiedad no marca a su dueño. Ella no se resistió; mientras él la estaba marcando, le tomó la palabra. La sangre, la piel cortada, el dolor, las costras y las cicatrices eran por
amor
así que a ella le correspondía darlas tanto como recibirlas».
«Al fingir que las freggios eran lo que él aseguraba, ella las cambió y las convirtió en algo mucho más grande. Al cambiarlas, lo cambió también a él. Desgarró su cultura al igual que su carne. Entonces cada uno de ellos encontró solaz en el otro. Encontraron una intensidad y una conexión en aquellas heridas, unas heridas que de pronto se habían convertido en algo puro».
«No sé cómo reaccionó él aquella primera vez. Pero esa noche ella dejó de ser su cortesana y se convirtió en su igual. Esa noche perdieron sus nombres y se convirtieron en los Amantes. Y así fue como tuvimos dos señores en Anguilagua: dos, que gobernaban con mayor resolución y claridad de las que uno solo hubiera tenido jamás. Esa noche ella le enseñó cómo cambiar las reglas, cómo dar siempre un paso más. Lo hizo como ella. Estaba ávida de transformaciones».
«Sigue estándolo. Yo lo sé mejor que muchos: la ansiedad con la que me recibió a mí y a mi trabajo la primera vez que vine». Hablaba con mucha suavidad, con un aire meditabundo. «Ella coge los jirones de conocimiento que traen consigo los recién llegados y los vuelve… los rehace, con una resolución y un celo que resultan imposibles de resistir. Por mucho que uno lo desee».
«Los dos juntos reafirman su compromiso cada día. Constantemente aparecen nuevas freggios. Sus rostros y sus cuerpos se han convertido en mapas de su amor. Es una geografía que cambia, que se torna más manifiesta a medida que pasan los años. Una tras otra, siempre: marcas de respeto e igualdad».
No dije nada —llevaba varios minutos sin decir nada— pero el monólogo de Doul había concluido y esperaba que yo respondiera.
«¿Entonces no estaba usted aquí?», pregunté al fin.
«Vine más tarde», dijo.
«¿Fue capturado?», pregunté, asombrada, pero él sacudió la cabeza de nuevo.
«Vine por propia voluntad», dijo. «Salí en busca de Armada, hace poco más de diez años».
«¿Por qué», pregunté con lentitud, «me está contando todo esto?».
Se encogió ligeramente de hombros.
«Es importante», dijo. «Es importante que lo comprendas. Te vi… Te dan miedo las cicatrices. Debías saber qué era lo que veías. Quiénes nos gobiernan, sus motivaciones y pasiones. Impulso. Intensidad. Son las cicatrices», dijo, «las que le otorgan a Anguilagua su fuerza».
Asintió entonces y se marchó, de repente. Esperé varios minutos, pero no reapareció.
Estoy profundamente perturbada. No comprendo lo que ha ocurrido, por qué me ha hablado. ¿Lo envió la Amante? ¿Le dijo que me contara la historia o estaba actuando por propia voluntad?
¿Cree todo lo que me contó?
Las cicatrices le otorgan a Anguilagua su fuerza
, me dice y yo me quedo preguntándome si estará ciego a otra posibilidad. ¿Es que no se ha percatado, me pregunto? ¿Acaso es coincidencia que las tres personas más poderosas de Anguilagua y por ende de Armada y por ende de los mares, sean extranjeros? ¿Que no hayan nacido en sus confines? ¿Que se hayan educado y formado sin estar constreñidos por los límites de lo que es, sigue siendo y nunca podría ser más que una colección de barcos viejos —aunque sea la más extraordinaria de toda la historia de Bas-Lag— y que por tanto han podido contemplar un mundo situado más allá de sus mezquinas depredaciones y su claustrofóbico orgullo?
No están en deuda con la realidad de Armada. ¿Cuáles son sus prioridades?
Quiero conocer los nombres de los Amantes.
Excepto cuando lucha (lo recuerdo y me aterroriza), el rostro de Uther Doul permanece casi inmóvil. Es conmovedor y un poco trágico y resulta del todo imposible saber lo que piensa o cree. A pesar de lo que me ha dicho, he visto las cicatrices de los Amantes y son feas y desagradables. Y el hecho de que sean testimonio de un sórdido ritual, un juego para incapaces emocionales, no cambia eso.
Son feas y desagradables.
Treinta y seis horas después de que el aeróstato hubiera abandonado Armada en dirección suroeste, empezó a aparecer tierra por debajo de ellos.
Bellis había dormido poco. No estaba cansada, no obstante se levantó antes de las cinco de la mañana para ver el amanecer desde la sala de gobierno.
Cuando entró, había otros ya despiertos y mirando por las ventanas: parte de la tripulación, Tintinnabulum y sus compañeros y Uther Doul. El corazón le dio un vuelco al verlo. Su comportamiento —más reservado y comedido que el de ella— le resultaba inquietante y no comprendía su interés por ella.
La vio y señaló las ventanas sin decir palabra.
Bajo la luz sin sol del amanecer temprano, se veían rocas emergiendo de las aguas allá abajo. Era difícil estimar el tamaño de las formaciones rocosas o la distancia a la que se encontraban. Una colección dispersa de rocas parecidas a lomos de ballena, ninguna de más de un kilómetro de ancho y unas pocas más grandes que la propia Armada. No se veían pájaros ni animales… nada aparte del austero pardo de la roca y el verde de los líquenes.
—Llegaremos a la isla en una hora —dijo alguien.
El aeróstato zumbaba con el sonido de una industria vaga, unos preparativos que Bellis no trataba siquiera de comprender. Regresó a su litera e hizo el equipaje con rapidez y a continuación, vestida con su muda de repuesto, se sentó a esperar en la sala de gobierno con la bolsa de gruesa arpillera a los pies. En el fondo de ésta, escondida entre los pliegues de sus faldas, se encontraba la bolsita de cuero que Silas Fennec le había dado, junto con la carta que estaba escribiendo.
La tripulación iba de un lado a otro, a toda prisa, ladrando órdenes incomprensibles. Los que no estaban trabajando se congregaban junto a las ventanas.
El aeróstato había descendido considerablemente. Se encontraban tan sólo unos trescientos metros por encima del agua y la cara del mar se había vuelto más intrincada. Las arrugas que se veían desde lo alto se habían convertido en olas, espuma y corrientes y la oscuridad y los colores de los arrecifes de coral y los bosques de algas —¿aquello era el resto de un naufragio?— por debajo de ellas.
La isla se encontraba delante. Bellis se estremeció al verla, tan severa en medio del cálido mar. Debía de tener unos cuarenta y cinco kilómetros de longitud y casi treinta de anchura. Estaba erizada de picos de color tierra y pequeñas montañas.
—¡Mierda solar, no creí que tuviera que ver de nuevo este lugar! —dijo Hedrigall en un Sol con acento Sunglari. Señaló hacia la costa más alejada de la isla—. Hay casi doscientos cincuenta kilómetros entre aquel punto y Gnurr Kett —continuó—. Los anophelii no vuelan bien. No aguantan más de cien kilómetros. Por eso los Kettai los dejan vivir y comercian con ellos por medio de gente como mis antiguos camaradas y yo. Saben que nunca llegarán al continente. Eso… —agitó su grueso y verde pulgar— es un
guetto
.
El dirigible se estaba escorando para rodear el litoral. Bellis miraba fijamente la isla. No había nada que ver, ninguna forma de vida aparte de las plantas. Con un súbito escalofrío, se dio cuenta de que los cielos estaban vacíos. No había pájaros. Cada una de las demás islas por las que habían pasado había sido una masa de cambiantes cuerpos emplumados y las rocas que las rodeaban habían estado cubiertas de guano. Las gaviotas habían rodeado cada una de ellas formando una pequeña corona sacudida por los vientos, que se precipitaba sobre las cálidas aguas para pescar y se remontaba en brazos de las corrientes termales.
Sobre los volcánicos acantilados de la isla de los anophelii, el aire estaba tan muerto como el hueso.
El aeróstato sobrevoló unas silenciosas colinas color ocre. El interior de la isla estaba oculto tras una pared de roca, una espina dorsal que corría paralela a la costa. Hubo un largo silencio interrumpido tan sólo por los motores y el viento y cuando alguien se decidió finalmente a hablar —para gritar «¡Mirad!»— el sonido pareció ajeno, impropio y asustado.
Era Tanner Sack y señalaba hacia una pequeña pradera que se erguía entre las rocas, protegida por ellas de las olas. El verde estaba salpicado de pequeñas motas blancas que se movían.
—Ganado —dijo Hedrigall al cabo de un momento—. Nos estamos aproximando a la bahía. Debe de haber llegado un envío recientemente. Habrá algunos rebaños durante algún tiempo.