Ahora hay diez o doce mujeres mosquito
(tantas tan deprisa)
y cuando ven huir al ganado se precipitan sobre estas presas nuevas y más fáciles. Se elevan impulsadas por sus finas alas, con las cabezas agachadas y las caderas y extremidades colgando debajo de ellas, como marionetas suspendidas de sus alargados omóplatos, las negras probóscides aún húmedas y extendidas y caen sobre los petrificados animales. Los atrapan con facilidad, descienden con aquellos movimientos que parecen caóticos a medias para bloquearles el paso y los interceptan con los brazos extendidos y las manos muy abiertas, entonces las agarran del pelo y la piel. Bellis observa
(recuerda estar moviéndose hacia atrás con torpeza, constantemente, pisándoles los pies a los que la rodean, pero sin dejar de mirar a pesar de todo por la fuerza del horror puro)
, horrorizada e hipnotizada, mientras la primera de las hembras mosquito se adelanta para alimentarse.
La cosa se monta a horcajadas sobre un gran cerdo, cae sobre él desde el aire y lo abraza con brazos y piernas como si fuera un juguete muy querido. La cabeza retrocede un poco y el aguijón que brota de su boca se extiende unos centímetros más, tan resbaladizo como un virote de ballesta. Entonces, con una sacudida, la cabeza de la mujer mosquito se precipita hacia delante mientras la boca abierta se retuerce y el monstruo le clava la probóscide al animal en el cuerpo.
El cerdo chilla y chilla. Bellis sigue mirando
(sus piernas quieren llevársela de allí pero sus ojos se aferran desesperadamente a la visión)
. Las piernas del animal ceden con una sacudida brusca mientras su piel es perforada, mientras diez, quince, veinte centímetros de quitina se hincan con facilidad venciendo la resistencia de la piel y el músculo y se infiltran en las partes más profundas de la corriente sanguínea. La mujer mosquito se aferra al animal caído y aprieta la boca contra la perforación y hunde aún más su probóscide y su cuerpo se tensa (cada músculo y cada tendón resultan visibles a través de la piel marchita) y empieza a beber.
El cerdo sigue chillando unos pocos segundos. Y entonces su voz se apaga.
Está menguando.
Bellis puede ver cómo se encoge.
Su piel se agita y empieza a marchitarse. Gotas diminutas de sangre se escurren por el imperfecto sello formado por la boca de la anophelius alrededor de la herida. Bellis observa con incredulidad pero no es cosa de su imaginación: el cerdo se está
encogiendo
. Sacude las piernas con espasmos de terror y luego a causa del estremecimiento de los nervios agonizantes cuando también le es absorbida la sangre de los miembros. Sus gruesas patas se están comprimiendo mientras las entrañas se encogen y se secan. Ahora la piel está llena de arrugas que forman olas y cordilleras sobre un cuerpo cada vez más pequeño. Está perdiendo el color.
Y, conforme la sangre y la vida abandonan el cuerpo del cerdo, van entrando en el de la mujer mosquito.
Se le hincha el vientre. Cuando se lanzó sobre el cerdo era una cáscara, descarnada y desnutrida. Mientras el cerdo decrece, ella crece, volviéndose más gorda a un ritmo asombroso, y el color empieza a fluir desde su estómago distendido al resto del cuerpo. Se mueve perezosamente sobre el animal agonizante, cada vez más pesada y repleta.
Bellis observa con enfermiza fascinación cómo pasan los litros de sangre por aquella excrecencia ósea y abandonan un cuerpo para inundar otro.
El cerdo ya está muerto, la sangre fláccida se hunde en valles nuevos abiertos entre los músculos drenados y los huesos. El cuerpo de la anophelius se ha vuelto gordo y sonrosado. Sus brazos y piernas son casi el doble de gruesos y la piel está tensa a su alrededor. La hinchazón se concentra sobre todo en los pechos, el vientre y las nalgas, que ahora han adquirido un aspecto obeso, pero no suave como la grasa humana. Tienen un aspecto canceroso: excrecencias tensas, hinchadas de sangre y pendulares.
Por todo el claro los demás animales están sufriendo el mismo destino. Algunos de ellos tienen una sola mujer pegada, otros dos. Todos se están marchitando, como si el sol los estuviera desecando y las anophelii están engordando con su sangre.
La primera mujer mosquito ha tardado un minuto y medio en chuparle al cerdo hasta la última gota de sangre
(Bellis nunca podría librarse del recuerdo de esa visión ni del de los pequeños sonidos de satisfacción proferidos por la mujer)
. Suelta la carcasa seca, con los ojos soñolientos y un poco de sangre resbala por sus labios mientras su probóscide se retrae. Retrocede dejando tras de sí un saco de huesos y venas que antes era un cerdo.
En el aire que rodea a Bellis flota ahora el denso aroma de los vómitos. Sus compañeros han perdido el control al presenciar la alimentación de la anophelius. A ella no le ha ocurrido pero su boca se retuerce violentamente y siente que su brazo levanta la pistola impelido por algo que no es cólera ni miedo sino repugnancia.
Pero no dispara
(Y qué hubiera ocurrido si alguien inexperto como ella hubiera apretado el gatillo, se preguntó Bellis mucho más tarde al recordar la escena)
. El peligro parece haber pasado. Los armadanos prosiguen su marcha colina arriba, dejan atrás el pequeño claro y el olor del estiércol y la sangre caliente, atraviesan más rocas y más aguas pestilentes, en dirección a la aldea que han visto desde el aire.
La secuencia de los acontecimientos se volvió menos confusa, menos apelotonada por el calor, el miedo y la incredulidad. Pero entonces, en ese punto, mientras Bellis se alejaba de aquella carnicería de sangre de cerdo y oveja y restos drenados, del repulsivo frenesí de las anophelii y
(mucho peor)
su hinchado sopor, una mujer mosquito levantó la mirada de la oveja seca que había llegado demasiado tarde para drenar y vio que se alejaban. Agachó los hombros y voló hacia ellos, la boca muy abierta y la probóscide húmeda, el estómago apenas hinchado un poco con las sobras dejadas por sus hermanas, ávida de carne fresca, esquivó a los guardias cactos y costrados y se precipitó sobre los aterrorizados humanos con las alas desplegadas, Bellis sintió que el miedo la arrastraba de nuevo hacia la mezcolanza confusa de imágenes deslavazadas y vio que Uther Doul se interponía con calma en el camino de la mujer mosquito, levantaba las manos
(que ahora empuñaban sendas pistolas)
, esperó hasta que estuvo casi sobre él, hasta que la boca monstruosa estuvo casi frente a su rostro y disparó.
Calor, ruido y negro plomo explotaron desde el cañón de sus armas y reventaron el estómago y la cara de la mujer mosquito.
A pesar de que estaba medio vacía, el vientre de la mujer se abrió con un desgarrón audible en un gran borbotón de sangre. Se desplomó sobre la tierra, el rostro destrozado sobre el polvo, la probóscide todavía extendida, una protuberancia grasienta y roja que se empapó rápidamente de tierra. El cuerpo fue a detenerse frente a Doul.
Bellis regresó al tiempo lineal. Se sentía aturdida, pero al mismo tiempo alejada de lo que acababa de presenciar. A pocos metros de distancia, las anophelii atracadas no habían reparado en lo ocurrido a su hermana. Mientras el grupo reanudaba la marcha ladera arriba, las mujeres mosquito estaban empezando a arrastrar sus cuerpos ahora hinchados para alejarse de la carnicería desangrada que abandonaban a la podredumbre. Colgadas como uvas hinchadas de sus malévolas alas, regresaron volando con lentitud a la espesura de su jungla.
Esperaron, en silencio: la Amante, Doul, Tintinnabulum, Hedrigall y Bellis. Y de pie frente a sus visitantes, los rostros envueltos en lo que parecía una confusión educada, dos anophelii.
Bellis estaba estupefacta por los dos hombres mosquito. Había esperado algo dramático, piel decolorada por la quitina, pequeñas alas rígidas como las de sus hembras.
Pero no parecían ni más ni menos que hombres pequeños, un poco encorvados por la edad. Las camisas ocres que vestían estaban descoloridas por el polvo y las manchas de las plantas. El de mayor edad estaba calvo y los brazos que asomaban de sus mangas eran extraordinariamente flacos. No tenían labios, ni mandíbulas ni dientes. Sus bocas eran esfínteres, pequeños anillos de músculos tensos que tenían exactamente el aspecto de anos. La piel de todos los lados de sus caras se retraía hacia aquellos agujeros.
—Bellis —dijo la Amante con voz dura—, vuelve a probar.
Habían entrado en la aldea entre las miradas y el asombro de los hombres mosquito.
Despeinados, sudorosos y medio ciegos a causa del polvo, los armadanos habían recorrido penosamente los últimos metros hasta llegar a la repentina sombra de las casas talladas y construidas en los costados de aquella grieta que hendía la roca. Aparentemente, no había demasiada planificación tras la disposición de la aldea: pequeñas casas cuadradas desparramadas sobre las laderas, en la solana, y sobre los bordes empinados de la fisura, como si hubiesen sido derramadas, unidas por escalones y senderos cortados a pico.
La aldea estaba llena de motores. Algunos se movían, otros estaban parados. Traídos desde Playa Maquinaria, cada pieza limpia de herrumbre. Con centenares de formas extrañas. Los que se encontraban bajo la luz del sol brillaban. Ninguno de ellos utilizaba los ruidosos pistones a vapor de Nueva Crobuzón y Armada; no había humo grasiento en el aire. Eran motores heliotrópicos, supuso Bellis, cuyas palas y hojas zumbaban bajo la severa luz del sol mientras los cascados revestimientos de cristal la absorbían y enviaban energías arcanas por los cables que unían algunas de las casas. Los cables más largos estaban formados por la unión de trozos cortos rescatados de entre los desechos.
Desde lo alto de sus tejados planos, desde las laderas de las colinas, desde la sombra de la estrecha grieta y desde el dosel de los nudosos árboles que rodeaban la aldea, desde las puertas y las ventanas, los hombres mosquito se volvieron hacia ellos. Nadie hizo el menor ruido, no hubo vítores ni gritos ni jadeos de asombro. Nada salvo la mirada perpleja de aquellos ojos.
En una ocasión, Bellis (con un horrible espasmo de miedo) creyó haber visto la forma deslizante y vagabunda de una mujer anophelii en vuelo sobre algunos de los edificios más altos. Pero los machos más próximos se volvieron y empezaron a arrojarle piedras a la figura y la espantaron antes de que hubiera visto a los armadanos o hubiera entrado en alguna de las casas.
Llegaron a una especie de plaza, rodeada por las mismas casas de color tierra y los mismos y esqueléticos motores solares, donde la fisura se ensanchaba y dejaba pasar algo de la luz que descendía desde el plomizo cielo azul. Al otro extremo de la misma, Bellis vio una abertura en las rocas y un precipicio que caía hasta el mismo mar. Y allí, por fin, apareció alguien para darles la bienvenida. Una pequeña delegación de nerviosos machos anophelii, que se deshacían en reverencias mientras los invitaban a pasar a un gran salón construido con la piedra de las colinas.
En una sala interior, iluminada por columnas agujereadas de increíble longitud que recogían con espejos interiores la luz del día y la reciclaban en la montaña, dos anophelii se habían presentado frente a ellos, se habían inclinado respetuosamente y Bellis (que recordaba aquel día en Ciudad Salkrikaltor, un idioma diferente pero el mismo trabajo) se había adelantado y los había saludado en su mejor Alto Kettai.
Los anophelii se habían quedado quietos, con expresión de perplejidad, como si no hubieran entendido una sola palabra.
Bellis trató una vez tras otra de hacerse entender en la afectada elocuencia del Alto Kettai. Los anophelii se habían mirado entre sí y habían emitido unos sonidos siseantes semejantes a ventosidades.
Por fin, al ver cómo se fruncían y dilataban sus bocas-esfínter, Bellis se había dado cuenta de lo que pasaba y había empezado a escribir en Alto Kettai, en vez de hablar.
Me llamo Bellis
, escribió.
Venimos desde muy, muy lejos para hablar con vuestro pueblo. ¿Me entendéis?
Cuando les tendió el papel a los anophelii, éstos abrieron mucho los ojos y se miraron y emitieron zumbidos de entusiasmo. El de mayor edad tomó el lápiz de Bellis.
Yo soy Mauril Crahn
, escribió.
Han pasado docenas de años desde la última vez que tuvimos visitantes como vosotros
. Levantó la mirada hacia ella, con los ojos arrugados.
Bienvenidos a nuestro hogar
.
La ululante lengua de los anophelii carecía de forma escrita. Para ellos, el Alto Kettai era
la
escritura pero nunca lo habían oído. Podían expresarse a las mil maravillas con una elegante letra pero no tenían la menor idea de cómo debía de sonar. El mismo concepto de un Alto Kettai «hablado» les resultaba ajeno. Para ellos sólo existía como escritura.
A lo largo de centenares de años, se había producido una simbiosis entre los marineros y las autoridades de Gnurr Kett en Kohnid. Los cactos visitaban la isla con ganado y unas pocas mercancías y se llevaban un porcentaje de las ganancias por hacer de intermediarios. Kohnid les compraba lo que les vendían los anophelii. Entre ellos controlaban el flujo de información que recibían los hombres mosquito. Kohnid estaba jugando a un juego: mantenía controladas a las brillantes mentes de los anophelii sin darles nada que pudiera convertirlos en poderosos ni les permitiera escapar —no se arriesgaría a permitir que el azote de las hembras anophelii se abatiera de nuevo sobre el mundo— pero si lo suficiente para mantener en funcionamiento sus intelectos. Los Kettai no permitían que accedieran a información alguna que no estuviera sometida a su estricto control: el mantenimiento a lo largo de los siglos del Alto Kettai como lengua escrita de la isla aseguraba que esto siguiera siendo así. Y, de este modo, la filosofía y la ciencia de los anopheliis quedaba en manos de la élite de Kohnid, cuyos miembros eran casi los únicos seres del mundo capacitados para leerla.
Los restos de antiquísima tecnología que poseían los anophelii y los escritos de sus filósofos debían de ser asombrosos, pensó Bellis, para permitir que aquella farsa de sistema se perpetuara. Cada viaje de los marineros Samheri desde Kohnid a la isla debía de llevar algunos libros cuidadosamente elegidos y en algunas ocasiones, algún encargo.
En estas condiciones
, podía solicitar algún científico teórico de Kohnid,
y teniendo en cuenta la paradoja puesta de manifiesto en el ensayo anterior, ¿cuál es la respuesta al siguiente problema?
Y los trabajos redactados por la mano de algún anophelius, bajo el nombre Kettai que hubieran elegido, hacían el viaje de vuelta con la respuesta a tales problemas o a otros propuestos por los propios anophelii para ser publicados por los editores de Kohnid… sin tener que pagarles. Sin duda, en ocasiones eran reclamados como propios por algún erudito Kettai, para mayor gloria de la tradición del saber de Kohnid.