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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (43 page)

BOOK: La cicatriz
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La forma y naturaleza de la ribera era cambiante. Las agujas y colmillos de piedra estaban dando paso a una geografía más baja y menos antagónica. Se veían cortas playas de esquisto negro, laderas de tierra dura y helechos, árboles enanos. En una o dos ocasiones, Bellis avistó animales de granja que vagaban en libertad: cerdos, cabras, vacas. Sólo unos pocos, aquí y allá.

Dos o tres kilómetros tierra adentro, había hebras de agua gris, ríos espesos que descendían lentamente desde las colinas y que intersecaban y dividían la isla. Las aguas se frenaban al atravesar mesetas de tierras llanas y se desbordaban, formando estanques y marismas que alimentaban mangos blancos, viñas, una vegetación tan espesa y untuosa como el vómito. En la distancia, al otro lado de la isla, Bellis avistó unas formas severas que supuso serían ruinas.

Por debajo de ella se movía algo.

Trató de enfocarlo con la vista pero era demasiado rápido, demasiado errático. No le quedó más que una impresión fugaz que cruzaba sus ojos. Algo había emergido de algún oscuro agujero de las rocas y se había ocultado en otro tras un corto vuelo.

—¿Con qué comercian? —dijo Tanner Sack sin apartar los ojos de la isla—. Venís con cabras y cerdos y otras cosas que traéis de Dreer Samher para los Kettai. ¿Y qué os dan ellos? ¿Con qué comercian los anophelii?

Hedrigall se apartó de la ventana y soltó una brusca carcajada.

—Libros e inteligencia, Tanner —dijo—. Y restos de naufragios y echazones, maderos que traen las corrientes, cosas que encuentran en la playa.

Había más movimiento en el aire bajo el dirigible pero, sencillamente, Bellis no podía enfocar la vista en lo que quiera que se estuviese moviendo. Se mordió el labio, frustrada y nerviosa. Sabía que no se lo estaba imaginando. Sólo había una cosa que esas formas pudieran ser. La perturbaba que nadie lo hubiera mencionada aún.
¿Es que no lo ven?
, pensó
¿Por qué nadie dice nada? ¿Por qué no lo hago yo?

El dirigible frenó su avance al encontrarse con un viento tenue.

Tras remontar un risco rocoso se zarandeó de un lado a otro. Hubo una explosión de exhalaciones y susurros de incrédula excitación. Debajo de ellos, a la sombra de unas colinas pintadas de tierra y vegetación en patrones fortuitos, había una bahía rocosa. Y tres barcos anclados en ella.

—Allí estamos —susurró Hedrigall—. Son barcos de Dreer Samher. Eso es Playa Maquinaria.

Los barcos eran galeones, engalanados de oro, rodeados, encajonados en un corsé de rocas que sobresalía de las aguas y se enroscaba alrededor del puerto natural. Bellis se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

La arena y el esquisto de la cala eran de un profundo y sucio color rojo, como sangre vieja. Por todas partes se veían bloques de extrañas formas del tamaño de torsos y casas. Los ojos de Bellis se deslizaron sobre la oscura superficie y vio caminos, veredas labradas en la materia del litoral. Más allá de los límites del intricado follaje que jalonaba la playa, las sendas se volvían más definidas. Se internaban en las elevaciones rocosas que se alzaban lentamente desde la tierra y dominaban el mar. Las ondas de calor distorsionaban el aire allí donde el sol calentaba las rocas y las laderas estaban salpicadas de árboles parecidos a olivos y especies enanas propias de la jungla.

Bellis siguió los enrevesados caminos por las resecas laderas de las colinas hasta que (y de nuevo contuvo la respiración) sus ojos fueron a posarse sobre un conjunto de casas decoloradas, viviendas que brotaban de las rocas como floraciones orgánicas: el pueblo de los anophelii.

No soplaba viento en la bahía. Alrededor del sol había un grupo minúsculo de nubes parecidas a manchas de pintura, pero el calor las atravesaba sin dificultad y reverberaba en torno a las murallas de roca.

No se escuchaban los sonidos de la vida. La tediosa repetición del mar parecía subrayar el silencio más que interrumpirlo. El dirigible estaba allí suspendido, con los motores a mínima potencia. Los barcos Samheri crujían y se balanceaban a corta distancia. Estaban vacíos. Nadie había acudido a dar la bienvenida a la aeronave.

Los cactos y los costrados, con sus armaduras de sangre endurecida, montaron guardia mientras los pasajeros descendían. Bellis tocó tierra, se agachó junto a la escalerilla y hundió las manos en la arena. Escuchaba con toda claridad su respiración entrecortada.

Al principio no fue consciente más que de la novedad de encontrarse en un suelo que no se balanceaba. Paladeó con deleite la sensación de caminar por tierra firme pero al instante se dio cuenta de que se había olvidado de cómo hacerlo. Entonces volvió a cobrar conciencia de cuanto la rodeaba y sintió con claridad la playa y por vez primera reparó en su extrañeza.

Recordó las toscas piezas de madera que había visto en el libro de Aum. El estilizado dibujo monocromo del hombre de perfil en la playa, rodeado de mecanismos rotos.

Playa Maquinaria
, pensó y contempló la tierra y gravilla rojas que la rodeaban.

A cierta distancia de ella se encontraban las formas que había tomado por bloques, cosas enormes del tamaño de habitaciones que interrumpían la línea del litoral. Eran motores. Gruesos, enormes y cubiertos de herrumbre y líquenes, aparatos de propósito desconocido, olvidados mucho tiempo atrás y cuyos pistones habían sido invadidos por la edad y la sal.

Había también rocas más pequeñas y Bellis vio que se trataba de fragmentos de las máquinas de mayor tamaño, pernos y junturas de tuberías; o piezas más delicadas y complejas, indicadores y piezas de cristal y compactos motores de vapor. Los guijarros eran engranajes, dientes, ruedas, clavos y tornillos.

Bellis bajó la mirada hacia sus manos. Estaban llenas de diminutos trinquetes y ruedas y muelles osificados, como las tripas de relojes inconcebiblemente minúsculos. Cada partícula, endurecida y calentada por el sol, tenía el tamaño de un grano de arena, era más pequeña que una miga de pan. Bellis dejó que se le escurrieran entre los dedos y vio que los dedos se le habían teñido del oscuro color sangre de la playa: el color de la herrumbre.

La playa era una falsificación, una escultura casual que imitaba a la naturaleza con los materiales de un depósito de chatarra. Cada átomo provenía de alguna máquina hecha pedazos.

¿De dónde proviene todo esto? ¿Qué edad tiene? ¿Qué ocurrió aquí?
, pensó Bellis. Estaba demasiado estupefacta para sentir otra cosa que el asombro más exhausto que uno pueda imaginar.
¿Qué desastre, qué violencia?
Se imaginó el lecho marino alrededor de la playa: un arrecife de industria en descomposición, los contenidos de las fábricas de una ciudad entera abandonados a su suerte, deshaciéndose poco a poco en sus partes y luego en fragmentos más pequeños, arrojados por la marea a este extremo de la isla y convirtiéndose en aquella costa inaudita.

Recogió otro puñado de arena maquinal, dejó que se escurriera. Podía oler el metal.

Estos son los restos a los que Hedrigall se refería
, comprendió.
Es un cementerio de máquinas muertas. Debe de haber millones de secretos enmoheciéndose aquí, convirtiéndose en polvo oxidado. Deben de revolverlo, sacar lo que encuentran y ofrecer las piezas más prometedoras a los comerciantes, dos o tres de ellas obtenidas de un puzzle de mil piezas. Opacas e impenetrables, sí, pero si uno pudiera reunirías, si alcanzara a comprenderlas, ¿qué es lo que tendría?

Se alejó con paso incierto de la escalerilla de cuerda, escuchando el crujido de sus pies sobre los ancestrales motores.

El último de los pasajeros descendió pero los guardias no dejaron de vigilar con toda atención el horizonte, musitando entre sí. A cierta distancia de Bellis, habían bajado a tierra el corral del ganado. Olía como una granja y sus habitantes olisqueaban ruidosa y estúpidamente el aire inmóvil.

—Acercaos y prestadme atención —dijo la Amante con severidad y al instante todos se reunieron a su alrededor. Los ingenieros y científicos habían estado paseando por la playa y pasando sus dedos por la arena metálica. Unos pocos, como Tanner Sack, se habían acercado al mar (él se había sumergido unos breves instante, con un suspiro de placer). Por un momento, no hubo más sonido que el de las pequeñas rompientes que levantaban una película de espuma al chocar contra la costa de óxido.

—Ahora escuchadme si queréis conservar vuestras vidas —prosiguió la Amante. La gente se agitaba, incómoda—. Hay entre dos y tres kilómetros hasta la aldea. Está sobre esas rocas que dominan la zona —todas las miradas se volvieron allí; las laderas de las colinas estaban desiertas—. No os separéis. Llevad las armas que se os han asignado pero no las utilicéis a menos que vuestra vida esté en peligro. Somos muchos y la mayoría de nosotros carece de instrucción militar y no queremos empezar a dispararnos unos a otros a causa del pánico. Avanzaremos flanqueados por guardias costrados y cactos y ellos saben cómo utilizar las armas que llevan, de modo que no disparéis a menos que sea necesario. Los anophelii son rápidos… —dijo—. Están hambrientos y son peligrosos. Confío en que todos recordaréis los informes, así que sabéis a lo que nos enfrentamos. Los machos viven en esa aldea, en alguna parte, y tenemos que encontrarlos. Un poco más allá están los pantanos y las aguas. Donde viven las hembras. Y si nos oyen o nos huelen, acudirán. Así que moveos deprisa. ¿Está todo el mundo preparado?

Hizo una señal con los brazos y los guardias cactos los rodearon. Soltaron el corral de los animales, que seguía unido por cadenas al
Tridente
, como si fuera un ancla. Bellis enarcó una ceja al ver que los cerdos y ovejas llevaban collarines y tiraban de sus correas. Los musculosos cactos los llevaban.

—Entonces vámonos.

El viaje entre Playa Maquinaria y la aldea de la colina fue una auténtica pesadilla. Cuando hubo terminado y Bellis pudo recordarlo, días o semanas más tarde, le resultaba imposible rememorar los acontecimientos en una sucesión coherente. No había sensación de tiempo en sus recuerdos, nada salvo retazos de imágenes unidas en algo parecido a un sueño.

Está el calor, que coagula el aire a su alrededor y le acogota los poros, los ojos y las orejas, y está el untuoso aroma de la podredumbre y la savia; una ingente profusión de insectos que la pican y la lamen. Le han dado un mosquete y
(lo recordaba)
lo mantiene apartado de ella como si apestara.

La llevan casi de la mano con el resto de los pasajeros (las espinas del solitario hotchi se erizan y se relajan en nerviosa sucesión, las escarapiernas de la khepri se agitan), como un rebaño, rodeados por aquellos cuya fisiología los pone a salvo: los cactos y los costrados (arrastrando al ganado tras de sí), uno de los grupos sin sangre, el otro tan lleno de ella que hay que protegerlo. Están armados con mosquetes y arcos huecos. Uther Doul es el único guardia humano. Lleva un arma en cada mano y Bellis juraría que cada vez que lo mira son diferentes: cuchillo y cuchillo, pistola y cuchillo; pistola y pistola.

Mira por encima de las rocas cubiertas de enredaderas, ve los claros, tierra dentro, sobre las laderas de denso follaje y lagos que parecen tan espesos como mocos. Oye ruidos. Movimientos bruscos entre las hojas, al principio nada más ofensivo, pero entonces comienza un horrible chillido como si el mismo aire estuviese sufriendo una terrible agonía.

La proliferación de ese sonido a su alrededor, por todas partes.

Bellis y sus compañeros se agolpan unos contra otros, torpes a causa del terror, el cansancio y el húmedo calor, tratando de mirar en todas direcciones al mismo tiempo y entonces ven las primeras señales de movimiento, formas que zigzaguean entre los árboles como motas de polvo zarandeadas, cada vez más próximas, una mezcla inestable de movimiento sin objeto y maligno propósito.

Y entonces la primera de las hembras anophelii irrumpe entre los árboles, corriendo.

Como una mujer doblada sobre sí misma y vuelta a doblar en desafío a la línea de los huesos, una cosa nudosa y tortuosa que adopta una postura antinatural. El cuello demasiado largo y retorcido. Los largos y huesudos hombros echados hacia atrás, la carne pálida como la de un gusano y los enormes ojos muy, muy abiertos, por completo demacrados, los senos sendos jirones de piel vacíos, los brazos alargados como alambres. Las piernas se convulsionan a una velocidad de locos cuando da un salto hacia ellos pero no cae al suelo sino que sigue adelante, a escasos centímetros del suelo, los brazos y piernas colgando de forma desgarbada y predatoria, cuando
(Dioses y Jabber, joder joder)
despliega sendas alas en la espalda, alas que la sostienen en el aire, alas gigantescas de mosquito, unas palas nacaradas que se ponen en movimiento con aquel zumbido vibrante y brusco, moviéndose tan deprisa que resultan imposibles de ver y la terrible hembra parece lanzarse sobre ellos a lomos de una bocanada de aire sucio.

Lo que ocurre entonces vuelve a presentarse una vez tras otra en los sueños y los recuerdos de Bellis.

Con una mirada famélica, la mujer mosquito abre mucho la boca, de la que rezuma saliva, y retrae los labios para mostrar unas encías carentes de dientes. Su cuerpo se convulsiona con una arcada y, con una sacudida, un aguijón emerge de su boca. Una probóscide húmeda de saliva que sobresale treinta centímetros de sus labios.

Brota de su cuerpo con un movimiento orgánico, algo semejante a un vómito pero al mismo tiempo inconfundible y perturbadoramente sexual. No parece salir de ninguna parte: su garganta y su cabeza no parecen lo bastante grandes como para contenerla. Vira en dirección a ellos impulsada por sus alas cantarinas y de la espesura surgen otras como ella.

Los recuerdos se volvían confusos. Bellis estaba segura del calor y de lo que había visto pero la inmediatez de las imágenes la golpeaba como una bofetada cada vez que las recordaba. El grupo está a punto de salir en desbandada, presa de un repentino terror y hay disparos dispersos, en direcciones peligrosas, caóticas (mientras Doul aúlla, enfurecido,
¡Alto el fuego!)
. Bellis ve que las primeras mujeres mosquito esquivan a los cactos, no están interesadas en ellos. Se lanzan en cambio sobre los guardias costrados, caen sobre ellos (y los musculosos hombres apenas se mueven bajo el peso de las famélicas mujeres aladas) y empiezan de forma frenética a atacarlos con sus aguijones bucales, que no pueden atravesar sus armaduras de costra. Bellis escucha el chasquido de las correas cortadas y los aterrorizados cerdos y ovejas se dispersan levantando rastros de mierda y polvo.

BOOK: La cicatriz
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