Había una ingeniera alojada en la casa de Tanner, dormía en la habitación contigua. Tanner permaneció despierto algún tiempo.
—Va a venir alguien más —dijo desde el exterior una voz de cacto que lo sobresaltó—. No cerréis con llave.
Tanner apagó la vela y se durmió. Pero cuando, mucho más tarde, un guardia cacto escoltó a Bellis Gelvino hasta el vestíbulo y ésta entró y cerró la puerta por dentro y pasó arrastrando los pies, más cansada de lo que había estado en toda su vida, por la habitación a oscuras de Tanner hasta la que había más allá, él se despertó y la vio.
Incluso en un lugar tan caluroso y extraño como aquél, en medio de toda la sangre y la amenaza de violencia, incluso tan lejos del hogar, la rutina era poderosa.
Pasó un día, nada más, antes de que los armadanos tuvieran su rutina. Los guardias cactos recogían vegetales, pescaban y escoltaban a sus camaradas de tripulación y se llevaban los desechos de los armadanos, al igual que hacían los anophelii, hasta la grieta situada en la parte trasera de la aldea, desde donde los arrojaban al mar.
Cada mañana, Aum y la cambiante cuadrilla de anophelii que siempre lo acompañaba debatían con los científicos armadanos y cada tarde hacían lo mismo con los ingenieros. Era agotador: trabajo incesante en medio de un calor sofocante. Bellis estaba aletargada. Se convirtió en una máquina de escribir sintáctica, que existía sólo para transmitir y traducir y garabatear preguntas y leer respuestas.
En su mayor parte, el significado de cuanto leía y decía le resultaba incomprensible. En raras ocasiones consultaba el glosario de su propia monografía sobre el Kettai Alto. Se lo ocultaba a los anophelii: no quería ser responsable de que aprendieran otro idioma que los ayudase a escapar de su prisión.
La biblioteca de la isla no era sistemática ni coherente. La mayoría de las obras disponibles versaba sobre la más abstracta teoría. Las autoridades de Kohnid y Dreer Samher le negaban a sus súbditos cualquier obra que considerasen peligrosa. No había prácticamente nada que relacionase a los anophelii con el mundo exterior. Lo poco que tenían lo habían encontrado registrando las ruinas de la morada de sus ancestros al otro lado de la isla.
Y algunas veces encontraban fábulas, como la historia del hombre que había llamado a un avanc.
Las historias se generaban a sí mismas. Pequeñas referencias en abstrusas obras de filosofía. Los anophelii sólo parecían sentir interés por las cuestiones más abstractas. Pero en el propio Krüach Aum parecía entreverse el atisbo de un interés más fiero y terrenal.
Hay corrientes en el agua
, escribía,
que podemos medir y que no pueden nacer en nuestros mares
.
Aum había comenzado en el más elevado nivel conceptual y había logrado demostrar la existencia del avanc. Los científicos de Armada se sentaban frente a él, embelesados, mientras Bellis traducía su historia. A partir de tres o cuatro ecuaciones que pasaron a ser una página de proposiciones lógicas, extrayendo cuanto podía extraerse de las pocas obras de biología, oceanología y filosofía dimensional que pudo encontrar. Una hipótesis. Poniendo a prueba sus resultados, verificando los detalles de la historia de la primera invocación.
Los científicos quedaron boquiabiertos y asintieron con excitación al ver las ecuaciones y notaciones que ella copiaba al sal.
Y después de comer, Bellis reunió de nuevo sus escasas fuerzas y se sentó con los ingenieros.
Tanner Sack fue el primero en hablar.
—¿Qué clase de bestia es? —dijo—. ¿Qué necesitaremos para atraparla?
Muchos de los ingenieros habían sido apresados y varios eran Rehechos. Estaba rodeada de criminales, se percató Bellis, muchos de ellos de Nueva Crobuzón. Hablaban el sal con acento de la Perrera y Malado, salpimentado con una jerga que levaba meses sin escuchar, lo que le hizo parpadear de sorpresa. Sus conocimientos le resultaban tan ajenos como los de los científicos. Preguntaban sobre la fuerza del hierro, el acero y otras aleaciones y la estructura en panal de cadenas que había por debajo de Armada y la fuerza del avanc. Enseguida empezaron a hablar sobre motores de vapor y turbinas de gas y leche de roca y sobre los engranajes de un arnés y sobre unos arreos del tamaño de barcos.
Sabía que le hubiera convenido entender lo que se estaba diciendo allí, pero no era capaz de hacerlo y dejó de intentarlo.
Aquella noche, mientras uno de los hombres era llevado a sus aposentos, una hembra anophelii se le aproximó, chillando y farfullando quién sabe qué, con las manos extendidas y un guardia cacto le voló la cabeza con su arco hueco.
Bellis escuchó el chasquido del arma y se asomó por una ventana. Los machos anophelii profirieron ululantes gemidos por sus bocas-esfínter y se arrodillaron junto a ella y la tocaron. Tenía la boca abierta y la probóscide sobresalía de ella como una enorme lengua rígida. Se había alimentado recientemente. El cuerpo todavía palpitante había sido partido casi en dos por la enorme chakri giratoria del arco y la sangre manaba a borbotones y empapaba la tierra y formaba charcos polvorientos.
Los machos sacudían las cabezas. Uno de los que se encontraba junto a ella le dio un tirón en el brazo y escribió algo en su tablilla.
No era necesario. No quería alimentarse
.
Y entonces se lo explicó y Bellis sintió que la cabeza le daba vueltas ante aquella monstruosidad.
Bellis estaba hambrienta de soledad. Pasaba cada minuto del día con alguien y eso la dejaba exhausta. De modo que, cuando terminó de trabajar y los científicos estaban hablando entre sí, tratando de ponerse de acuerdo sobre la dirección de las investigaciones del día siguiente, se introdujo discretamente en la pequeña cámara lateral, creyendo que estaría vacía. No lo estaba.
Emitió un sonido de disculpa y se volvió pero Uther Doul se apresuró a hablar.
—No te marches, por favor —dijo.
Ella se volvió de nuevo, con su bolso entre las manos, dolorosamente consciente del peso de la caja que Silas le había dado y que ahora se encontraba en el fondo. Se quedó junto a la puerta, esperando, con el rostro inmóvil.
Doul había estado practicando. Se encontraba en el centro de la habitación relajado, con la espada en la mano. Era una hoja recta, fina, con filo en los dos lados, de unos setenta centímetros de longitud. No era grande ni hermosa ni impresionante, ni mostraba símbolos de poder.
La hoja era blanca. Se movió de improviso, fluyendo como el agua, sin hacer sonido alguno e imposible de seguir con la vista. Y de repente, volvía a envainarla.
—Yo ya he terminado aquí, señorita Gelvino —dijo—. La habitación es tuya —pero no se marchó.
Bellis asintió para darle las gracias, se sentó y esperó.
—Esperemos que esa desgraciada muerte no estropee nuestras buenas relaciones con los hombres mosquito —dijo él.
—No lo hará —contestó ella—. No consideran una ofensa la muerte de sus hembras. Recuerdan lo bastante para saber que es necesario —
ya lo sabe
, pensó de repente, incrédula.
Está dándome conversación otra vez
.
Pero, por muchas sospechas que albergara, los detalles de lo que le acababan de contar eran tan horripilantes y fascinantes que deseaba compartirlos, deseaba que alguien más los conociera.
—Los anophelii no saben mucho de historia pero saben que los cactos… los hombres de savia como ellos los llaman, no son los únicos que navegan por los mares. Nos conocen a nosotros, los hombres de sangre y saben también por qué los de nuestra especie no los visitan nunca. Han olvidado los detalles de las Guerras Malariales, pero parecen conservar la idea de que sus hembras… hicieron algo malo… hace siglos —se detuvo para dejar que el otro asimilara sus palabras—. Las tratan sin… afecto o desagrado.
Era un pragmatismo melancólico. No le deseaban mal alguno a sus hembras, se apareaban con ellas una vez al año pero las ignoraban siempre que era posible y las mataban cuando era necesario.
—Ésa no estaba tratando de alimentarse, ¿sabe?—continuó Bellis. Mantuvo una voz neutra—. Estaba saciada. Son… son inteligentes. No es que carezcan de mente. Es el hambre, según me contó el macho. Tardan mucho en morir de inanición. Pueden pasar un año entero sin alimentarse y no dejan de lanzar chillidos voraces durante todo ese tiempo: es lo único en lo que pueden pensar. Pero cuando se han alimentado, cuando están saciadas… realmente saciadas… hay un día o dos, puede que una semana, en la que su hambre se apaga. Y es entonces cuando intentan comunicarse. Las describe saliendo de los pantanos, bajando a la plaza y aullando a los machos, tratando de formar palabras. Pero nunca han podido aprender a hablar, ¿sabe? Siempre estuvieron demasiado hambrientas. Saben lo que son.
Lo miró a los ojos. Se daba cuenta, de repente, de que él la respetaba.
—Lo
saben
. Cada cierto tiempo pueden detenerse por algún tiempo, cuando tienen el vientre lleno y su mente se aclara durante unos pocos días u horas, y entonces saben lo que son, saben cómo viven. Son tan inteligentes como usted o como yo pero crecen demasiado pendientes del hambre como para aprender a hablar. Sin embargo, una vez cada pocos meses, durante un puñado de días, pueden concentrarse y entonces tratan de aprender. Pero carecen de las bocas de los machos, evidentemente, así que no pueden hacer los mismos sonidos. Sólo las más inexpertas, las más jóvenes, tratan de imitar a los machos anophelii. Cuando retraen las probóscides, sus bocas son muy semejantes a las nuestras. —Vio que él comprendía.
—Sus voces suenan como las nuestras —continuó con suavidad—. Nunca han oído una lengua que pudieran imitar hasta ahora. Saciada como estaba, sin saber hablar pero consciente de que no sabía hacerlo, debe de haber perdido la cabeza al escucharnos conversando con unos sonidos que ella misma sería capaz de proferir. Por eso se acercó a aquel hombre. Estaba intentando hablar con él.
—Es una espada muy extraña —dijo un rato después.
Él titubeó un instante muy breve (era la primera vez, se dio cuenta Bellis, de que lo veía inseguro) y a continuación la desenvainó con la mano derecha y la sostuvo frente a ella para que la viera.
Tres pequeñas yemas de metal parecían clavadas al final de su mano derecha, conectadas a la masa de alambres semejantes a venas que corrían bajo su manga hasta un pequeño compartimiento de su cinturón. La empuñadura de la espada estaba envuelta en cuero o piel pero una parte de ella era metal desnudo, que los nodos de su carne tocaban cuando la blandía.
La hoja no estaba hecha de metal pintado, como Bellis había supuesto.
—¿Puedo tocarla?
Doul asintió. Ella le dio un golpecito a la hoja con una uña. Sonó apagada y poco vibrante.
—Es cerámica —dijo él—. Se parece más a la porcelana que al hierro.
Los filos de la espada no tenían el brillo mate de un arma de metal. Eran del mismo blanco indefinido que el cuerpo plano (un blanco con un leve toque de amarillo, como el diente o el marfil).
—Corta más que el hueso —dijo Doul con su voz melodiosa—. No es como las demás cerámicas que has visto o usado antes. No se dobla ni cede. No es flexible pero tampoco frágil. Y es fuerte.
—¿Mucho?
Uther la miró y ella volvió a sentir su respeto. Algo en su interior respondió.
—Como el diamante —dijo. Volvió a envainar la hoja (con otro movimiento exquisito, instantáneo).
—¿De dónde procede? —preguntó Bellis pero él no contestó—. ¿Es del mismo lugar que usted? —estaba sorprendida por su propia persistencia y… ¿el qué? ¿Valentía?
No se sentía valiente. En realidad, se sentía como si Doul y ella se entendieran mutuamente. Él se volvió desde la puerta e inclinó la cabeza a modo de despedida.
—No —dijo—. Sería… difícil ser menos preciso. —Por primera vez, ella vio que lo ganaba una sonrisa, muy deprisa.
—Buenas noches —dijo Doul.
Bellis se sumergió en los momentos de soledad que había anhelado, se empapó en su propia compañía. Inhaló profundamente. Y finalmente, se permitió hacerse preguntas sobre Uther Doul. Se preguntó por qué hablaba con ella, por qué toleraba su compañía y hasta la respetaba, se hubiera dicho.
No podía entenderlo pero se dio cuenta de que sentía una tenue conexión con él; algo tejido de cinismo, desapego, fuerza y entendimiento compartidos y… atracción. No sabía cuándo o por qué había dejado de temerlo. No tenía la menor idea de lo que aquel hombre estaba haciendo.
Los dos días se hicieron tres y cuatro y luego pasó una semana, un día tras otro bajo la luz inexacta de aquella pequeña sala. Bellis se sentía como si se le estuvieran atrofiando los ojos, capaz sólo de ver sombras en el interior de la montaña y rodeada por tinieblas descorazonadas y carentes de límites precisos.
De noche, tenía que hacer las mismas carreras cortas para cruzar los espacios abiertos (con la mirada puesta en lo alto, anhelando ver las luces y los colores del exterior, incluso los colores chamuscados de aquel cielo). Algunas veces llegaban hasta ella los zumbidos de mosquito de las mujeres, y sentía un terror abyecto; otras veces no, pero siempre se acurrucaba cerca de los cactos o los costrosos que la protegían.
En ocasiones oía los sonidos y murmuraciones de las anophelii en el exterior de las grandes ventanas-tubo. Las mujeres mosquito eran horribles y fuertes y su hambre era un impulso de una potencia casi elemental. Matarían a cualquier ser de sangre caliente que desembarcara en su isla, podrían beberse un barco entero y luego tumbarse hinchadas a descansar en la playa. Por todo ello, había algo indeleblemente patético en las mujeres de aquella isla gueto.
Bellis ignoraba qué cadena de acontecimientos había permitido la existencia del Reino Malarial. Pero le resultaban inconcebibles. Resultaba imposible imaginarse aquellas criaturas chillonas en otras costas, asolando medio continente con su mezquino terrorismo.
La comida era tan monótona como el lugar. A Bellis se le había entumecido la lengua por el sabor del pescado y la hierba y masticaba con resignación los seres marinos con sabor a herrumbre que los cactos cogían en la bahía y las raíces comestibles que les traían.
Los oficiales de Dreer Samher los toleraban pero no confiaban en ellos. El capitán Sengka seguía maldiciendo en Sunglari a los cactos de Armada, llamándolos traidores y renegados.
Conforme iban progresando febrilmente en las matemáticas, la excitación de los científicos iba en aumento. La montaña que formaban sus notas y cálculos empezaba a ser gigantesca. La llama que distinguía a Krüach Aum de sus compatriotas —y que Bellis consideraba verdadera curiosidad— iba en aumento.