—¿Y por qué fuiste allí?
—Porque si logras sobrevivir —dijo él, excitado de repente— merece de veras la pena. En los tratos con los grindilú no existen razones, no tiene sentido regatear ni tratar de averiguar sus verdaderas intenciones. Te piden un cargamento de sal y cuentas de vidrio a partes iguales… estupendo. Nada de preguntas, nada de dudas, se lo llevas. ¿Fruta variada? Aquí la tenéis. Bacalao, serrín, resina, setas, me da igual. Porque, por Jabber, cuando te pagan, cuando están contentos… merece la pena.
—Pero te marchaste.
—Me marché —suspiró Fennec. Se levantó y empezó a revolver la alacena. Ella no dijo nada—. Pasé meses allí, comprando, vendiendo, explorando Las Gengris y sus alrededores… buceando, vamos… y escribiendo un diario —hablaba dándole la espalda, al tiempo que manoseaba una olla—. Entonces me enteré de que… había cometido una transgresión. De que los grindilú estaban enfadados conmigo y de que mi vida no valía nada a menos que me marchase muy deprisa.
—¿Qué habías hecho? —preguntó Bellis lentamente.
—No tengo ni idea —se apresuró a responder—. Ni la menor idea. Puede que los rodamientos que les había llevado fueran del metal equivocado o que la luna estuviera donde no debía o que un mago grindilú hubiera muerto y me culparan de ello. No lo sé. Lo único que sé es que tenía que marcharme. Dejé unas pocas cosas que les proporcionaron un falso rastro. Verás… a esas alturas ya conocía bastante bien la punta meridional del Mar de la Garra Fría. A ellos les gusta mantenerlo en secreto pero yo podía orientarme por la zona mejor de lo que se supone que debía hacer un extranjero. Existen túneles, fisuras en las montañas que comunican el Mar de la Garra Fría con el Océano Hinchado. Utilizándolas llegué hasta la costa.
Se detuvo y miró al cielo. Eran casi las cinco de la mañana.
—Mi idea era dirigirme al sur en cuanto llegase al océano, pero me vi arrastrado hasta los extremos del canal. Que es donde las jaibas me encontraron.
—Y esperaste a que llegara un barco de Nueva Crobuzón para que te llevara a casa —dijo Bellis. Él asintió—. Íbamos en la dirección equivocada, de modo que decidiste hacerte con el mando… con los poderes que te otorgaba tu pequeño documento.
Le estaba mintiendo o le ocultaba una parte importante de la verdad. Eso era tan evidente que resultaba trivial pero Bellis no comentó nada. Si quería variar su historia lo haría. Ella no iba a acosarlo.
Mientras se reclinaba en su silla, con la taza de té a medio beber en el suelo, sintió una súbita oleada de cansancio, tan repentina que hasta le costaba hablar. Vio que las primeras y enfermizas luces de la mañana empezaban a aparecer y supo que era demasiado tarde para acostarse.
Fennec la observaba. Vio que la fatiga la doblegaba. Él no estaba tan dormido. Se preparó una nueva taza de té mientras los embates del sueño la azotaban como pequeñas olas. Flirteaba con los sueños.
Fennec empezó a contarle historias sobre el tiempo que había pasado en el Cromlech Alto.
Le habló de los olores de la ciudad, polvo de pedernal y podredumbre y ozono, mirra y especias de embalsamado. Le habló de la quietud reinante y de los duelos y de la casta enaltecida de hombres con los labios cosidos. Le describió el descenso de la Avenida de los Huesos, grandes casas a cada lado sobre vistosos catafalcos y las Reventadoras al fondo, kilómetros y kilómetros de montañas. Habló durante casi una hora.
Bellis permanecía sentada con los ojos abiertos, dando un respingo de tanto en cuanto al recordar que seguía despierta. Y mientras las historias de Fennec progresaban hacia el este, por encima de más de dos mil kilómetros, y empezaba a hablarle de las capillas de malaquita de Las Gengris, se dio cuenta de que se alzaba desde abajo una cosecha creciente de gritos y voces, de que Armada estaba despertando a su alrededor y en ese momento se puso en pie y se alisó el pelo y la ropa y le dijo que tenía que marcharse.
—Bellis —dijo él desde las escaleras. Antes, cuando había utilizado por primera vez su nombre de pila, había sido en la espuria proximidad de la noche. Escuchar cómo la llamaba
Bellis
, así, con el sol en el cielo y la gente despierta a su alrededor, era diferente. Pero no dijo nada y le dio permiso para continuar—. Bellis, gracias de nuevo. Por… protegerme. Por no decir nada sobre la carta —ella lo miró, impasible, y no dijo nada—. Confío en volver a verte pronto. Espero que todo vaya bien.
Y ella siguió sin decir nada, consciente de la distancia que la luz del día había interpuesto entre ellos y de las muchas cosas que él no le estaba contando. Pero la verdad es que no le importaría volver a verlo. Había pasado mucho tiempo desde que mantuviera una conversación como la de aquella noche.
Había pocas nubes aquella mañana. El cielo estaba duro y vacío.
Tanner Sack no iba a los muelles. Sólo estaba paseando entre las moles industriales que rodeaban su casa. Tomó una ruta que llevaba a la pequeña maraña de embarcaciones amarradas junto a los muelles, salpicadas de pubs y docenas de callejones. Sus extremidades marinas, sus tentáculos, se movían de forma inconsciente mientras el pavimento se mecía al ritmo del mar.
Estaba rodeado por ladrillos y vigas embreadas. Los sonidos de los barcos factoría y de la plataforma
Sorghum
decaían a su espalda mientras se perdía por los laberintos de la ciudad. Sus tentáculos se agitaban y se movían con mucha suavidad. Estaban envueltos en sedantes vendajes empapados en agua de mar.
La última noche, por tercera vez consecutiva, Shekel no había ido a dormir a casa.
De nuevo estaba con Angevine.
Tanner pensaba en Shekel y la mujer, un poco avergonzado por sus propios celos. Celos de Shekel o de Angevine… era un nudo demasiado enmarañado como para desatarlo. Trataba de no sentirse abandonado. Sabía que no hubiera sido justo. Decidió que seguiría ocupándose del muchacho pasase lo que pasase, conservaría un hogar para cuando quisiera regresar y lo dejaría marchar con tanta elegancia como fuese capaz de fingir.
Sólo le daba pena que hubiese pasado tan deprisa.
Tanner podía ver los mástiles del
Grande Oriente
, dominando los cielos a estribor. Los aeróstatos navegaban como sumergibles entre los aparejos de la ciudad. Descendió hasta el Mercado de Invercaña y recorrió sus pequeños barcos acosado por vendedores madrugadores.
En aquel lugar el agua estaba muy próxima, justo por debajo de sus pies. Se desbordaba, inundada de porquería, entre los botes que formaban el bazar. Su olor y su sonido eran intensos.
Cerró los ojos un momento y se imaginó a sí mismo deslizándose por las frías y saladas aguas. Descendiendo, sintiendo el incremento de la presión mientras el mar lo abrazaba. Acariciando los peces al pasar con los tentáculos. Desvelando los secretos del vientre sumergido de la ciudad: las formas siniestras en la lejanía; los jardines de pulpa y algas.
Tanner sintió que su determinación flaqueaba y empezó a caminar más aprisa.
En la Espuela del Reloj estuvo a punto de perderse. Revisó cuidadosamente el mapa garabateado que llevaba consigo y a continuación marchó por serpenteantes paseos tendidos sobre botes bajos y a lo largo de carabelas vistosamente reconstruidas hasta llegar al
Señor de las Dunas
, una antigua y voluminosa cañonera. Una torre de aspecto inestable, sujeta con cables a los aparejos, se tambaleaba en la parte trasera del barco.
Aquél era un barrio tranquilo. Incluso el agua que discurría entre las embarcaciones parecía más apacible. Era un barrio de taumaturgos y boticarios, los científicos de Libreros.
Desde la oficina situada en lo alto de la torre, Tanner se asomó por una ventana de trazo imperfecto. Por encima del inestable paisaje de navíos podía ver el horizonte, que se inclinaba suavemente de un lado a otro de la ventana conforme el
Señor de las Dunas
se escoraba con las aguas.
En sal no existía una palabra para los Rehechos. Ni las mejoras ni las transformaciones importantes eran habituales. Las operaciones de más envergadura a las que se sometían quienes habían pasado por las factorías de castigo de Nueva Crobuzón o, en raras ocasiones, quienes querían algún cambio, estaban en manos de un puñado de individuos. Biotaumaturgos autodidactos, médicos y cirujanos especialistas y —así lo aseguraban los rumores— unos pocos exiliados de Nueva Crobuzón, cuya destreza había sido afinada por los años pasados al servicio de la maquinaria punitiva del estado.
Para designar estos cambios serios, se había adoptado la palabra del ragamol. Era esa palabra ragamol la que llenaba la boca de Tanner.
Volvió los ojos hacia el hombre que esperaba pacientemente tras el escritorio.
—Necesito su ayuda —le dijo, titubeando—. Quiero ser Rehecho.
Tanner llevaba mucho tiempo pensándolo.
Aquella comunión con el mar parecía algo innato en él. Cada día pasaba más tiempo sumergido y se encontraba más cómodo en el agua. Sus nuevas extremidades se habían adaptado por completo y ya eran tan fuertes y casi tan prensiles como sus brazos y sus manos.
Había espiado con envidia a Juan el Bastardo, el delfín, mientras hacía la ronda, cruzando las aguas con un movimiento inimitable (mientras se lanzaba sobre algún trabajador vago para castigarlo con una brutal acometida), a las jaibas en sus barcos medio hundidos (sumergidos hasta que estaban a punto de perderse y salvados justo a tiempo) o a los extraños tritones de Soleado cuando se tiraban al agua sin el estorbo de los trajes de buzo o las cadenas.
Cuando Tanner salía del mar, los tentáculos le parecían pesados e incómodos. Pero cuando estaba dentro, con su traje de cuero y latón, se sentía maniatado, disminuido. Quería nadar libremente, hacia un lado y hacia arriba, hacia la luz, y sí, incluso hacia abajo, hacia la fría y silenciosa oscuridad.
Sólo podía hacer una cosa. Había considerado la posibilidad de pedirle a la dirección del puerto que lo subvencionara. Y seguramente lo harían, pues de aquel modo obtendrían un trabajador infinitamente más eficiente. Pero conforme pasaban los días y su resolución iba en aumento, había abandonado ese plan y había empezado a ahorrar sus ojos y banderas.
Aquella mañana, sin Shekel en casa y mientras el claro cielo lo bañaba con una brisa salada, se dio cuenta de que aquello era lo que de verdad quería hacer, completamente y sin la menor sombra de duda. Y con gran alegría comprendió que si no iba a pedir el dinero no era porque se avergonzase ni porque fuera demasiado orgulloso, sino sólo porque quería que la decisión y el proceso fueran, completa y únicamente y sin la menor confusión, suyos.
Cuando no estaba con Angevine (momentos que permanecían en su cabeza, como sueños), Shekel se encontraba en la biblioteca, moviéndose entre las montañas de libros infantiles.
Ya había conseguido superar
El Huevo Valiente
. La primera vez le había llevado horas. Había vuelto a empezar una y otra vez, lo más deprisa que le era posible, copiando las palabras que al principio no comprendía y deletreando los sonidos lentamente hasta que el significado se abría camino a la fuerza entre aquellas formas separadas.
Al principio era difícil y antinatural, pero poco a poco el proceso empezó a resultarle más sencillo. Releía el libro constantemente, cada vez más deprisa, no interesado por la historia sino pasto de una voracidad por la sensación insólita del significado que acudía a él desde la página, desde detrás de las letras, como un preso fugado. Era tan intenso e inquietante que casi le daba nauseas, casi le hacía sentir como si estuviera vomitando. Utilizó la técnica con más palabras.
Estaba rodeado por ellas: señales visibles en los comercios de la calle que se veía al otro lado de su ventana, carteles en la biblioteca y por toda la ciudad y placas de latón en su cuidad natal, en Nueva Crobuzón, un clamor silencioso. Y supo que de ningún modo volverían todas aquellas palabras a ensordecerlo.
Cuando Shekel terminó
El Huevo Valiente
, estaba lleno de rabia.
¿Cómo es que nadie me lo dijo?
, pensó, enardecido.
¿Por qué coño me robaron esto?
Cuando fue a buscar a Bellis a su pequeña oficina de la Sala de Lectura, sus modales la sorprendieron.
Estaba muy cansada a causa de la visita de Fennec pero hizo un esfuerzo para concentrarse en el muchacho y le preguntó cómo le iba con la lectura. Para su sorpresa, encontró conmovedor el fervor con el que respondió.
—¿Cómo está Angevine? —le preguntó y Shekel trató de decir algo pero no pudo. Bellis lo miró a los ojos.
Había esperado la jactancia y desmesura propias de un adolescente, pero Shekel estaba visiblemente paralizado por emociones que aún no había aprendido a sentir. Experimentó una inesperada oleada de afecto hacia él.
—Estoy un poco preocupado por Tanner —le dijo lentamente—. Es mi mejor amigo y creo que se siente un poco… abandonado. No quiero que se harte y se marche, ¿sabe? Es mi mejor amigo —y empezó a hablarle sobre su amigo Tanner Sack y, al hacerlo, le dejó saber, no sin timidez, cómo le iban las cosas con Angevine.
Ella esbozó una sonrisa para sus adentros: una táctica de adulto y la había utilizado a la perfección.
Le habló de su casa en el barco factoría. De las grandes formas que Tanner había entrevisto en el agua. Empezó a recitar palabras de las cajas y libros que había en la habitación. Las dijo en voz alta y las escribió en trozos de papel, las dividió en sílabas, tratando cada palabra con idéntico y analítico desinterés, ya fueran participios, verbos, sustantivos o nombres de pila.
Mientras cambiaban de sitio una caja de panfletos botánicos, se abrió la puerta de la oficina y pasó un hombre entrado en años de la mano de una mujer Rehecha. Shekel se sobresaltó y fue hacia ellos.
—Ange… —empezó a decir, pero la mujer (al tiempo que avanzaba impulsada por un convulso armatoste de peltre que ocupaba el lugar de sus piernas) sacudió la cabeza rápidamente y cruzó los brazos. El hombre del pelo cano esperó a que concluyera la muda interacción de Angevine y Shekel. Mientras lo observaba con cautela, Bellis se dio cuenta de que era el mismo que había dado la bienvenida a Johannes a la ciudad, Tintinnabulum.
Era bastante fornido y se mantenía erguido a pesar de la edad. El barbudo rostro de anciano, enmarcado en una cabellera blanca que le crecía hasta los hombros, parecía haber sido trasplantado a un cuerpo más joven. Volvió los ojos hacia Bellis.