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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (59 page)

Encontraba confort en el arnés sumergido. Le daba algo grande y real que contemplar, algo que interrumpía las monótonas profundidades.

Tanner flotaba en las aguas plácidas de la zona muerta.

Había unas pocas figuras en el agua: Tanner, Juan el Bastardo, los tritones contemplando desde abajo.

Todo estaba preparado.

Era casi mediodía. La ciudad seguía tan inmóvil como lo estaba antes del amanecer.

En los barcos vecinos, Bellis podía ver a la gente observando desde los tejados, o desde detrás de las barandillas o desde los parques de la ciudad. Pero no eran muchos. Casi no se oía nada. No había dirigibles en el cielo.

—La mitad de la ciudad está dentro de sus casas —le susurró a Uther Doul. Le había encontrado en la cubierta del
Grande Oriente
, reunida junto con los pocos armadanos que, como ella, se sentían compelidos a asistir al intento desde el propio buque insignia.

Están aterrados
, pensó, mientras observaba las vacías calles de las embarcaciones que se desplegaban debajo de ellos.
Han comprendido lo que nos estamos jugando. Como náufragos en una balsa tratando de capturar una ballena
. Estuvo a punto de reír.
Y le tienen miedo a la tormenta
.

Los ciudadanos de Armada le temían a las tormentas violentas. La ciudad no podía escapar de ellas ni evitarlas y las peores podían separar los barcos o arrojar unos contra otros, por muy fuertes que fueran las amarras. La historia de Armada era rica en episodios dramáticos provocados por tormentas terribles y mortales.

Nadie hasta aquel día había provocado una tormenta
deliberadamente
.

Para atravesar la membrana que separaba las realidades, siquiera en un punto débil, para atraer la criatura a este mundo, era necesaria una descarga colosal de energía. Algo así no requería una tormenta eléctrica normal, sino una viviente. Una orgía, un frenesí de elementales eléctricos.

Y dado que las tormentas vivientes eran —por ventura— casi tan raras como las Torsiones, Anguilagua tendría que crear una.

Los seis mástiles del
Grande Oriente
, en especial el colosal mástil principal, fueron envueltos en cable de cobre. Estos cables desaparecían en el interior del propio barco, aislados con un revestimiento de goma, atravesaban pasillos y escaleras, custodiados celosamente por los alguaciles, serpenteaban por el interior del barco hasta llegar al esotérico motor nuevo que acababa de construirse en la base del
Grande Oriente
, alimentado con leche de roca y preparado para enviar descargas extraordinarias a los extremos inferiores de la colosal cadena, a través del metal hasta el arnés y luego a las profundidades del océano.

En otro lugar, los eruditos y taumaturgos de Libreros y Sombras y Anguilagua se habían reunido. Meteoromantes y elementalistas. Con motores de irrealidad, hornos, ungüentos y ofrendas. Puede que celebraran un sacrificio. Bellis podía imaginarlos, frenéticos, tratando de evaluar las corrientes etéreas, atizando los hornos mientras conjuraban.

Durante largo rato no se oyeron más que susurros y el sonido tenue de las gaviotas y las olas. Todos los que se encontraban allí, al calor sofocante, se estiraron para tratar de escuchar cualquier cosa que no hubieran oído antes: pero no tenían la menor idea de lo que debían esperar. Cuando finalmente apareció, fue un sonido tan monolítico que lo sintieron debajo de ellos, a gran profundidad, resonando por entre los barcos.

Bellis oyó que Uther Doul exhalaba, la voz densa de emociones que ella no reconocía y susurraba, «Ahora».

La cubierta del
Grande Oriente
se movió de repente bajo sus pies con una percusión crujiente.

Armada empezó a vibrar con violencia.

—El arnés, las cadenas —dijo Doul en voz baja—. Las están bajando. A la fosa.

Bellis se sujetó a la barandilla.

Bajo el agua, Tanner jadeó de sorpresa y, mientras el agua pasaba a borbotones por sus agallas, las vastas poleas giraron y los pernos de soporte del arnés fueron volados con cargas explosivas en una secuencia cuidadosamente cartografiada y, desplazando grandes mareas de agua marina, el anillo de metal de casi medio kilómetro de anchura, tachonado de afilados garfios y collares, empezó a descender.

Fue deslizándose por partes hacia las profundidades: cuando se alcanzaba el límite de cada sección de eslabones del tamaño de barcos, otra carga era detonada y unos enormes engranajes giraban y unas cuantas decenas más de metros de metal se hundían.

Y cuando cada una de estas secciones de cadena alcanzaba su límite de descenso, sobre ellas la ciudad se movía, reconfiguraba ligeramente su posición al tiempo que sus dimensiones cambiaban a causa de la tensión. Las cadenas eran tan gigantescas, operaban a una escala tan geográfica, que cada poderoso tirón era como un trauma sísmico. Pero Armada se mantenía a flote por obra y gracia de un cuidadoso ingenio, el gas y la taumaturgia y aunque las bruscas sacudidas la zarandeaban como si estuviera en medio de una terrible tormenta y tironeaban de las pocas plataformas y puentes de cuerda que no se habían desenganchado y los partían, no podían doblegar la ciudad.

—Por Jabber,
coño
—exclamo Bellis—. ¡Tenemos que refugiarnos abajo!

Doul la sujetó del brazo con fuerza y la obligó a permanecer allí.

—No me perdería esto por nada del mundo —dijo—. Y no creo que tú debas hacerlo.

La ciudad se combó entonces, de forma preocupante y repentina.

El descenso del arnés empezó a ganar velocidad. Tanner Sack se dio cuenta de que estaba gritando sin voz, sin aire, de que sus mandíbulas estaban escupiéndole obscenidades a la visión, hipnotizado por la escala de lo que veía, la rápida desaparición del inmenso arnés en la oscuridad absoluta del mar, mientras pasaban los segundos y los minutos. La ciudad se estabilizó un poco y sólo quedó el despliegue imparable de las grandes cadenas, cinco líneas de eslabones que descendían hacia las profundidades ocultas.

Colonias enteras de mejillones y lapas se habían formado sobre ellas con el paso de las generaciones y ahora, mientras los eslabones se soltaban del vientre de la ciudad, arrojaron nubes de moluscos agonizantes al abismo.

Al cabo de varios minutos. Armada volvía a estar casi inmóvil, ondulando levemente con las últimas reverberaciones de las cadenas. En lo alto, ajenos a todo lo ocurrido, los pájaros iban de un lado a otro. El enorme peso del metal se acomodó. Se extendió una tensa expectación.

Y todo el mundo contuvo la respiración, pero nada ocurrió.

El arnés se balanceaba ahora al otro extremo de kilómetros de cadena. Sobre ellos, la ciudad se movía con el oleaje, apacible.

Los armadanos estaban esperando. Pero el agua de la zona muerta permaneció en calma y el cielo, despejado. Poco a poco, más y más gente empezó a emerger a las cubiertas. Al principio parecían nerviosos e inseguros, como si todavía esperasen algún suceso cuyos parámetros no podían siquiera imaginar. Pero no ocurrió nada.

Bellis no sabía con exactitud qué clase de crisis habían sufrido los científicos y taumaturgos. La prometida tormenta no apareció. Los motores de leche de roca no arrancaron.

No era ninguna sorpresa, pensó. Las técnicas eran nuevas y experimentales, no habían sido puestas a prueba. No era ninguna sorpresa que no funcionasen desde el principio.

Sin embargo, la decepción era abrumadora. Al cabo de apenas dos horas, la ciudad volvía a estar como antes. El silencio antinatural se esfumó.

Los decepcionados piratas discutían y hacían bromas sobre el fracaso. Ningún representante de Anguilagua, ningún científico o burócrata hizo anuncio alguno sobre lo ocurrido. Armada reposaba en las aguas apacibles y el calor, y las horas de silencio oficial se convirtieron en medio día y siguieron aumentando.

Bellis no podía encontrar a Doul, quien se había ido para averiguar lo que había ocurrido. Pasó la tarde sola. Debería sentirse encantada con el fracaso de Armada, pero la sensación reinante de decepción la había infectado hasta a ella. La curiosidad.

Pasaron dos días.

En las aguas inmóviles de la zona muerta, parte de los desperdicios de la ciudad se acumuló alrededor de la ciudad, al sol. Armada empezó a oler. En una ocasión, Bellis y Carrianne habían ido a pasear al Parque Crum pero el escándalo de los animales, tanto los salvajes como los de los barcos granja, volvía desagradable la atmósfera. No se estaba mejor al aire libre. Bellis se confinó en sus habitaciones, en compañía de su humo.

Aparte de aquel breve encuentro con Carrianne, pasaba todo el tiempo sola. Doul no reapareció. Se inquietaba en el calor, fumaba y esperaba, mientras la ciudad reemprendía su tumultuosa rutina con testaruda rapidez. Eso la enfurecía.
¿Cómo podéis fingir que no está ocurriendo nada?
, pensó mientras observaba a los vendedores del Mercado de Invercaña.
¿Como si éste fuera un lugar como cualquier otro, como si éste fuera un momento normal?

Siguió sin haber noticias mientras los grupos de ingenieros y cazadores, Krüach Aum y sus ayudantes volvían a realizar sus cálculos, tomaban medidas, trajinaban con sus motores, sin que nadie los viera, tal como Bellis sospechaba que debían estar haciendo.

Pasaron dos días.

Tanner yacía bajo la ciudad, flotando inmóvil, mirando hacia abajo. Era como si se encontrase en la entrada de un oscuro túnel pentangular formado por cadenas. Alineadas con su cabeza, sus dos brazos y sus dos piernas, las cinco grandes estructuras de metal se sumergían, convergían en perspectiva y desaparecían.

Estaba exhausto. Las frenéticas reparaciones que habían llevado a cabo desde el primer intento le habían robado muchas horas de sueño.

El enorme corredor formado por cadenas que se extendía debajo de él tenía más de seis kilómetros de longitud. Al fondo, completamente inmóvil en la oscuridad, se encontraba el arnés, mayor que cualquier barco. Investigado quizá por los peces abisales y las anguilas de enormes bocas que frecuentaban esas profundidades, suspendido sobre la fosa.

Mientras leía sentada bajo la ventana, Bellis se dio cuenta lentamente de que reinaba una extraña quietud, un silencio, un cambio en la calidad de la luz. Una pausa neurótica, como si el aire y el sol ardiente estuvieran esperando. Supo con un sobresalto de miedo y asombro lo que estaba ocurriendo.

Al fin
, pensó.
Que los Dioses me ayuden, lo han hecho
.

Desde la entrada de sus habitaciones, en lo alto de la chimenea del
Cromolito
, su mirada buscó, por encima de los suavemente mecidos navíos de Armada los mástiles del
Grande Oriente
. Contempló la ciudad bulliciosa. No habían anunciado que se llevaría a cabo otro intento, había gente por todas partes. Seguían en los mercados y las calles, mirando hacia el cielo mientras trataban de averiguar qué era eso que habían sentido.

El cielo empezó a cambiar.

—Jabber misericordioso —susurró Bellis—. Oh, dioses míos.

En medio del azul iluminado por el sol que cubría Armada se estaba desplegando una mota de oscuridad. A miles de metros de altura, el cielo despejado sufrió un brusco espasmo y escupió de la nada un diminuto jirón de nube, una mota, un átomo de impureza que se abrió como una flor, como el resorte de una caja de broma, el aparato de un prestidigitador que se abrió y se abrió, multiplicándose con su propia sustancia.

Se extendió a toda velocidad, como tinta de calamar, se desenrolló, manchó el firmamento, se desplegó formando un círculo, un disco de sombra en expansión. Emitía sonidos ominosos.

Se alzó un viento, de repente, que empezó a azotar las torres y chimeneas de Armada y a zarandear los aparejos de la ciudad. Algo estaba descendiendo lentamente alrededor de Bellis, partículas minúsculas de una cosa que parecía niebla, un tufo arcano que caía desde las chimeneas de los barcos y se extendía, el efluvio de las fuerzas que estaban desgarrando el cielo para sacar nubes de la nada. Bellis reconoció el olor: leche de roca. Un motor aeromórfico había empezado a funcionar.

El sol se ocultó por completo. Bellis se estremecía en el frío y la oscuridad repentinos. Más allá de los límites de la ciudad, el mar había empezado a picarse y parecía cubierto por una puntilla de espuma. El ruido proveniente del cielo iba en aumento: la sorda vibración se convirtió en un ronroneo y luego en una exclamación apagada y por fin en un estallido de trueno, y con ese sonido de percusión, las nubes vomitaron la tormenta.

El viento se volvió loco. El mar parecía enfurecido. Un nuevo trueno, y con él la oleosa oscuridad que recubría la ciudad se hizo un millón de añicos y a través de cada grieta estalló un relámpago incandescente. La lluvia caía a oleadas enfebrecidas. Bellis estuvo calada en cuestión de segundos.

Por todos los paseos de la ciudad, los armadanos corrían a refugiarse en sus casas. Las cubiertas se vaciaron a toda prisa. Hombres y mujeres se esforzaban por desenganchar los puentes mientras los barcos que conectaban empezaban a corcovear. Aquí y allá podían verse personas como Bellis, transfiguradas por el miedo o la fascinación, contemplando la tormenta con los ojos muy abiertos.

—¡Esputo divino! —gritó Bellis—. ¡Que el buen Jabber nos proteja! —no podía oír su propia voz.

A salvo como estaba bajo el agua de la zona muerta, para Tanner la tormenta era un suceso amortiguado. Sobre su cabeza, la superficie del mar perdía su integridad a causa de la lluvia. La ciudad subía y bajaba como si el océano estuviera tratando de sacudírsela de encima. Las enormes cadenas se movían debajo de ella.

A pesar de las toneladas de agua que se interponían, Tanner se dio cuenta de que el ruido de los truenos y los movimientos del mar estaban aumentando. Nadó agitado, esperando a que la tormenta alcanzara su cenit, cada vez más nervioso al ver que la violencia, no sólo no se disipaba, sino que continuaba incrementándose.

Joder
, pensó, asombrado y asustado.
Esta vez sí que lo han conseguido, ¿no? ¿Que clase de jodida tormenta es ésta? ¿Qué coño han hecho?

Bellis se aferraba a la barandilla, temiendo que el viento se la llevase y la aplastase entre los barcos.

El aire estaba lleno de sombras, una oscuridad desgarrada por relámpagos como fogonazos del flash de una cámara.

A pesar de que la tormenta renovaba constantemente la atmósfera, el extraño hedor del vapor de leche de roca seguía siendo intenso e iba en aumento. Bellis veía ondas que distorsionaban el aire. Los rayos caían una vez tras otra sobre los mástiles de la ciudad y eran atrapados por las enormes columnas envueltas en cobre del
Grande Oriente
.

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