Cuando llevaba el traje de buzo, había sido un intruso. Había desafiado al mar, embutido en una armadura. Sujeto a los escalones y a los cables, la vida pendiendo de un hilo, y sabiendo que ese espacio interminable que tenía debajo y que se abría como unas fauces era exactamente eso. Una boca del tamaño del mundo, que se abría para devorarlo.
Ahora nadaba con libertad, descendiendo hacia una oscuridad que ya no parecía hambrienta. Tanner nadaba cada vez más bajo. Al principio le parecía que estaba tan cerca de la superficie que con sólo alargar la mano podría tocar los pies de los nadadores que tenía encima. Ver cómo chapoteaban sus cuerpos frenéticos le proporcionaba un placer indecente. Pero cuando volvía el rostro hacia la oscuridad de las aguas que se abría a sus pies se le hacía un nudo en el estómago ante su implacable vastedad y se volvía rápidamente y regresaba a la luz.
Cada día bajaba un poco más.
Cruzó el nivel de las quillas y los timones y las tuberías de Armada. Los alargados centinelas de las algas que los jalonaban, que delimitaban los puntos más bajos de la ciudad se extendían hacia él pero pasó entre ellos como un ladrón. Contempló la oscuridad.
Pasó junto a una nube de pececillos que nadaba entre los desperdicios arrojados por la ciudad y llegó por fin a aguas claras y ya no hubo nada de Armada a su alrededor. Se encontraba debajo de la ciudad, completamente debajo de ella.
Se quedó inmóvil en el agua. No era difícil.
La presión lo protegía, lo mecía, como si estuviera abrazándolo.
Los barcos de Armada cubrían casi tres kilómetros cuadrados de mar que le tapaban la luz. Sobre él, Juan el Bastardo revoloteaba entre los cascos como un abejorro. Bajo la luz crepuscular que reinaba en las aguas, Tanner vio una espesa suspensión de partículas, vida sobre vida diminuta. Y más allá del plancton y del krill entrevió apenas las sierpes de mar de Armada y sus sumergibles, un puñado de formas oscuras alrededor de la base de la ciudad.
Luchó por controlar su vértigo, lo convirtió en otra cosa. No menos asombro, pero sí menos miedo. Tomó el miedo de su interior y lo convirtió en humildad.
Soy minúsculo
, pensó, suspendido como una mota de polvo en el aire inmóvil,
en un mar colosal. Pero está bien. Puedo hacerlo
.
Con respecto a Angevine sentía timidez y cierto resentimiento, pero se esforzaba en superarlos por el bien de Shekel.
Ella vino a comer a su casa y Tanner trató de conversar pero la mujer se mostró distante y fría. Permanecieron algún rato sentados, masticando el pan de quelpo sin hacer ningún ruido. Al cabo de una hora, Angevine le hizo una señal a Shekel y éste, con la desenvoltura de un verdadero experto, sacó varios trozos de coque del contenedor que ella llevaba a la espalda y los introdujo en el horno.
Angevine miró a Tanner sin dar señales de incomodidad.
—¿Atizando los motores? —dijo éste al cabo de un rato.
—No son los más eficientes —replicó ella lentamente (en sal, desdeñando el ragamol que él había empleado, a pesar de que era su idioma nativo).
Tanner asintió. Recordaba al viejo de la bodega del
Terpsícore
. Tardó un rato en volver a hablar. Aquella severa mujer Rehecha hacía que se sintiera avergonzado.
—¿De qué modelo es tu motor? —dijo al fin, en sal. Ella lo miró, consternada, y él se dio cuenta con asombro de que ignoraba la mecánica de su propio cuerpo Rehecho.
—Lo más seguro es que sea un modelo antiguo —continuó con lentitud—. Con un solo juego de pistones y sin cámara de recombinación. Nunca fueron demasiado buenos —se detuvo durante unos instantes. Vamos, pensó.
Puede que diga que sí y eso le gustará al muchacho
—. Si quieres, podría echarle un vistazo. He trabajado con motores toda mi vida. Podría… podría incluso… —vaciló, incomodado por un verbo que sonaba algo obsceno cuando se aplicaba a una persona— podría incluso repararte.
Se alejó de la mesa, en teoría para servirse más estofado pero en realidad para no tener que escuchar el embarazoso monólogo de Shekel: gratitud para Tanner y solicitud para tratar de convencer a Angevine. Por encima del coro de
Vamos Ange amigo Tanner eres mi mejor amigo
, Tanner se percató de que ella estaba indecisa y sorprendida. No estaba acostumbrada a ofertas como aquella, a menos que acarreasen una deuda.
No lo hago por ti
, pensó Tanner fervientemente, deseando que ella pudiera escucharlo.
Lo hago por el chico
.
Se apartó un poco más mientras Shekel y ella cuchicheaban. Les dio la espalda de forma discreta, se quitó los bombachos y se metió en una bañera de latón llena de agua de mar. Lo alivió. Se empapó de ella con la misma sensación exuberante que le hubiera proporcionado antaño un baño de agua caliente y confió en que Angevine comprendiera sus motivaciones.
No era ninguna tonta. Al cabo de un rato dijo con dignidad algo así como
Gracias, Tanner, sí, podría estar bien
. Dijo que sí y Tanner descubrió, con cierta sorpresa, que eso lo complacía.
Shekel seguía excitado por el clamor de sonidos mudos que el aprender a leer le había proporcionado, pero con la costumbre vino también el control. Dejó de detenerse en mitad de los corredores, sobresaltado, mientras la palabra
mamparo
o
cabezales
le gritaba desde la señal de algún barco.
Durante la primera semana, más o menos, las pintadas lo habían intoxicado. Se paraba delante de las paredes y los costados de los navíos y dejaba que sus ojos reptaran sobre la maraña de mensajes garabateados o dibujados o pintados en los flancos de la ciudad. La diversidad de estilos resultaba pasmosa: las mismas letras podían escribirse de docenas de maneras diferentes sin perder un único significado. Esto no dejaba de sorprenderlo y complacerlo.
La mayoría de lo que se leía allí era insultante o político o escatológico.
A la mierda Otoño Seco
, leía. Nombres a docenas. Alguien ama a alguien, repetido una y otra vez. Acusaciones, sexuales o de otros tipos.
Barsum
o
Peter
u
Oliver es un Capullo
o una
Zorra o
un
Putón
o cualquier otra cosa. La escritura dotaba a cada declaración de una voz diferente.
En la biblioteca, sus depredaciones de las estanterías se habían vuelto menos furiosas, menos ebrias de impaciencia y júbilo, pero seguía sacando gran cantidad de libros y los leía despacio y escribía las palabras que no entendía.
Algunas veces abría un libro y encontraba palabras que lo habían derrotado la primera vez que las leyera y que había puesto por escrito y se había aprendido. Se sentía como un zorro que las hubiera atrapado tras haberles seguido el rastro. Así era con
concienzudo
o
alpinista
o
khepri
. Cuando las encontraba una segunda vez se le rendían y las leía sin pausa.
En las estanterías de volúmenes extranjeros, encontraba una especie de liberación. Lo fascinaban sus crípticos alfabetos y ortografías, sus extrañas ilustraciones para niños de otras tierras. Cuando necesitaba quietud en su cabeza, iba allí y los hojeaba. Podía estar seguro de que guardarían silencio.
Hasta el día en que cogió uno de ellos y le dio la vuelta entre las manos, y el libro le habló.
Al anochecer, algo avanzaba morosamente desde mar abierto hacia Armada.
Se aproximó al último turno de ingenieros que quedaba bajo el agua. Estaban ascendiendo lentamente, trepando por las escalerillas y las superficies agujereadas de la ciudad sumergida, estornudando en el interior de sus cascos, sin mirar abajo, sin ver lo que se acercaba.
Tanner Sack se encontraba con Hedrigall en el extremo de Puerto Basilio. Se sentaban como dos niños, con las piernas colgando por la borda de una pequeña coca, observando cómo trasladaban las mercancías las jaibas.
Hedrigall estaba tratando de decir algo. Hablaba de forma oblicua. Sugería e insinuaba, y Tanner comprendió que aquello tenía que ver con el proyecto secreto, aquello que tantos compañeros suyos conocían. Sin el menor jirón de aquel conocimiento, Tanner no podía ni imaginar de qué estaba hablando Hedrigall. Sólo se daba cuenta de que su amigo estaba disgustado y tenía miedo de algo.
A cierta distancia de ellos, los ingenieros emergían por grupos de las aguas y subían por las escalerillas a las plataformas y destartalados vapores desde los que aparatosos motores y algunos colegas y constructos bombeaban el aire que ellos respiraban.
De repente, el agua de aquel pequeño rincón del puerto empezó a burbujear como si estuviera hirviendo. Tanner dio una palmadita a Hedrigall en el antebrazo para que se callara, se puso en pie y alargó el cuello.
Hubo una conmoción en la orilla. Varios trabajadores acudieron corriendo y empezaron a sacar a los nadadores tirando de sus tubos. Más hombres salieron a la superficie en pequeñas oleadas que rompieron la quietud de las aguas. Con aspecto desesperado, se llevaban las manos a los cascos y a las escalerillas, luchando por salir de allí. El agua se hinchó y estalló al emerger Juan el Bastardo. Aleteó violentamente con la cola hasta que pareció como si se mantuviera de pie con dificultades sobre la superficie del mar y entonces chilló como un mono.
Un hombre subido a una de las escalerillas salió de las verdes aguas, logró quitarse el casco y gritó pidiendo ayuda.
—¡Un ictihueso! —chilló—. ¡Hay hombres ahí abajo!
Por todas partes la gente se asomó a las ventanas, alarmada, dejó su trabajo y corrió hasta la orilla. Miraba desde los pequeños pesqueros que se balanceaban en mitad del puerto, señalando al agua y gritando a quienes se encontraban en los extremos de los embarcaderos.
El corazón se le heló a Tanner en el pecho mientras el agua ascendía a la superficie en rojizas volutas.
—¡Tu cuchillo! —le gritó a Hedrigall—. ¡Dame tu puto cuchillo! —se quitó la camisa y salió corriendo sin vacilar.
Dio un salto, mientras sus tentáculos se extendían y, tras él, Hedrigall gritaba algo que no pudo entender. Entonces los largos dedos de sus pies atravesaron la superficie y, con una oleada de frío, se encontró en el agua y luego debajo de ella.
Pestañeó de forma frenética y sus párpados interiores descendieron. A cierta distancia, medio ocultos por el mar, las sombras de los sumergibles navegaban con torpeza por debajo de la ciudad.
Vio los últimos hombres que ascendían desesperadamente hacia la luz, con una lentitud y torpeza tales que resultaban aterradoras. En algunos lugares, grandes manchones de sangre decoloraban las aguas. Un pedazo de cartílago estaba descendiendo lentamente en medio de una neblina de carne, en el lugar en que uno de los tiburones centinela de Armada había sido hecho pedazos.
Tanner descendió a toda velocidad. A cierta distancia, junto a la base de una enorme tubería sumergida, casi veinte metros más abajo, vio a un hombre paralizado por el miedo. Y por debajo de él, en las sombrías aguas, parpadeando de un lado a otro como una llama, una oscura forma.
Tanner se detuvo, boquiabierto. Era colosal.
Por encima, escuchó el chapoteo apagado de cuerpos que se zambullían. Varios hombres armados estaban descendiendo, envueltos en arneses sostenidos por grúas, erizados de arpones y lanzas. Pero se movían muy despacio, centímetro a centímetro, a merced de los motores que los controlaban.
John el Bastardo lo sobresaltó al pasar como una exhalación a su lado y Tanner vio cómo emergían desde los extremos de la ciudad sumergida, los silenciosos tritones de Soleado y se lanzaban hacia el depredador.
Envalentonado, reanudó su descenso.
Su mente volaba. Sabía que de tanto en cuanto se producían ataques de grandes depredadores: tiburones rojos, peces lobo, calamares gigantes y otras cosas, que atravesaban las jaulas de los peces y atacaban a los trabajadores, pero nunca se había enfrentado a uno de ellos. Nunca había visto un dinichtys, un ictihueso.
Apretó con fuerza el cuchillo de Hedrigall.
Con súbita repugnancia se dio cuenta de que estaba pasando por una nube de agua manchada de sangre y pudo saborearla en la boca y las branquias. El estómago se le encogió al ver cómo se hundían lentamente a su lado los restos destrozados de un traje de buceo mezclados con restos indistintos.
Y entonces llegó al extremo de la tubería, a escasos metros de distancia del cuerpo sangrante e inmóvil del buceador y la criatura de las profundidades ascendió para salirle al paso.
Escuchó el latido de las aguas y sintió un incremento súbito de la presión y miró abajo y profirió un grito mudo al mar.
Un enorme pez de cara plana se precipitaba hacia él. Tenía la cabeza cubierta por un exoesqueleto, suave y redondeado como una bala de cañón, interrumpida por unas mandíbulas enormes en las que Tanner no vio dientes sino dos extrusiones óseas afiladas como navajas que lanzaban destelladas al agua y entre las que flotaban jirones de carne. Su cuerpo era alargado y puntiagudo pero carecía de contornos y de cola; su aleta dorsal era baja y esbelta y se fundía con el hueso de la columna, como si fuera una especie de anguila hinchada.
Tenía más de diez metros de longitud. Volaba hacia él, con la boca lo bastante abierta como para partirlo por la mitad de una sola dentellada y los diminutos ojos brillando con estupidez y malevolencia bajo el caparazón protector.
Tanner aulló con bravura insensata mientras preparaba su pequeño cuchillo.
Juan el Bastardo pasó como un rayo frente a los ojos de Tanner, se precipitó sobre el costado del dinichtys y lo golpeó con fuerza en un ojo. El enorme depredador desvió su trayectoria con aterradora elegancia y velocidad y trató de capturar al delfín. Los dos huesos de su boca se cerraron con un crujido y chirriaron.
Tanner se alejó dando violentas brazadas y con movimientos espasmódicos se lanzó hacia el nadador abandonado. Mientras nadaba miró a su alrededor y vio, horrorizado, que el enorme pez blindado había vuelto a sumergirse, a pesar de los intentos de Juan el Bastardo por atraerlo y tras girar debajo de él, volvía a atacar desde abajo.
Con una última patada, Tanner alcanzó el tosco metal de la tubería y alargó el brazo hacia el buceador. No podía apartar la mirada del dinichtys y su corazón latía como un martillo neumático mientras aquella cosa monstruosa se abalanzaba sobre él. Las ventosas de sus tentáculos lo anclaban a la tubería. Balanceó el cuchillo en la mano derecha, mientras rezaba para que Juan el Bastardo o los tritones o los buceadores armados llegaran hasta allí. Con la mano izquierda buscaba a tientas al hombre atrapado.