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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (32 page)

BOOK: La cicatriz
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Frente a ellos, a diez metros de distancia, había un navío alargado y esbelto, una vieja goleta, vacía y a oscuras, que crujía bajo el viento y el incesante balanceo de Armada. Los puentes que la comunicaban con el clíper estaban medio podridos y bloqueados por cadenas. Era el primer barco del barrio encantado.

Desde detrás de los hombres se alzaban los ruidos del centro de la ciudad, los irregulares soportales ocupados por tiendas que serpenteaban entre los cuerpos de diferentes barcos, las casas de juego y los salones de baile. En cambio, el clíper estaba en silencio. La fila de viviendas que ocupaba su cubierta estaba deshabitada en su mayor parte. Los pocos que moraban allí habían reconocido a los dos hombres que se habían reunido en la cubierta y se habían quitado de en medio con todo cuidado.

—Estoy perplejo —dijo el Brucolaco en voz baja, sin mirar a su acompañante. Su voz apacible y áspera resultaba apenas audible. El viento y la lluvia le apartaron el enmarañado cabello de la cara mientras se volvía para contemplar el negro mar por encima de la galera—. Explícamelo —se volvió y enarcó las cejas, en un gesto de templada preocupación dirigido a Uther Doul.

Sin guardaespaldas, sin funcionarios o espectadores que pudieran presenciar su interacción, la resplandeciente tensión que caracterizaba las confrontaciones públicas de los dos hombres estaba ausente. Su lenguaje corporal era sólo un poco cauto, como si fueran dos personas que acabaran de conocerse.

—Tú y yo nos conocemos, Uther —dijo el Brucolaco—. Hemos luchado juntos. Confío en ti, sinceramente. Confío en tu instinto. Sé cómo piensas. Y los dos sabemos que sólo es cosa… de puta suerte… que seas uno de los suyos… en vez de uno de los míos —había pesar en su voz, un leve tono de pesar.

El Brucolaco miró fijamente a Uther Doul con sus ojos pálidos. Su larga lengua bífida paladeó el aire y entonces volvió a hablar.

—Cuéntamelo, hombre. Cuéntame lo que está pasando. Por las tetas de la luna, no puedes apoyar esa estúpida idea. Te sientes culpable, ¿no es eso? Por haber sido tú el que les dio la idea. Porque nunca se les hubiera ocurrido de no haberlo mencionado tú —se inclinó ligeramente hacia él mientras hablaba—. No es por el poder, Uther. Ya lo sabes. Me importa el pito de un marinero quién gobierne Armada. Otoño Seco es lo único que yo quiero. Anguilagua siempre ha sido el paseo más importante y por mí puede seguir siéndolo. Y tampoco es por el puto avanc. Mierda, si pensase que podría funcionar, estaría a tu lado. No soy uno de esos gilipollas de Raleas que se pasan todo el día farfullando sobre lo que va «contra natura» y sobre «jugar con fuerzas letales» y chorradas de ésas. Mierda, Uther, si yo pensara que pactar con
daemonios
daría más fuerza a la ciudad, ¿no crees que lo haría?

Uther Doul lo miró de soslayo y, por vez primera su rostro se movió para contener un arrebato de risa.

—Eres un a-muerto, Brucolaco —dijo con su voz de barítono—. Sabes que muchos piensan que ya has hecho tratos con los sicarios del Infierno.

El Brucolaco ignoró el comentario y continuó.

—Me opongo a esto porque los dos sabemos que no acabará cuando tengamos al avanc. —Hablaba con voz fría. Doul apartó la mirada. Aquella noche no había estrellas en el horizonte: el mar y el cielo se fundían como sendas manchas de tinta—. Y los demás no tardarán mucho en darse cuenta. Puede que Sombras haga lo que se le diga hasta que el jodido mar hierva, pero ¿de veras crees que Jhour y Libreros seguirán del lado de los Amantes cuando comprendan lo que pretende realmente el plan? Uther, os encamináis a un motín.

—Muertohombre… —empezó a decir Doul e hizo una pausa pesada. Doul era el único habitante de la ciudad que utilizaba aquel título honorífico extranjero. Provenía de su tierra natal—. Muertohombre Brucolaco. Soy hombre de los Amantes. Tú lo sabes y sabes también el porqué. Y sí, quizá podría haber sido de otra manera, pero no lo es. Soy un soldado, Brucolaco. Un buen soldado. Si no creyera que pueden conseguirlo… si no creyera que va a funcionar… entonces no lo apoyaría.

—Mierda —la voz del Brucolaco brotó dura y áspera—. Que los dioses te jodan y te maldigan, Uther, eso… es mentira. ¿Te acuerdas, te acuerdas por lo menos de cómo descubrí lo que querían hacer con el avanc?

—Espías —dijo Doul con tono neutro, al tiempo que volvía a mirarlo a los ojos.

El Brucolaco hizo un gesto desdeñoso.

—Los espías sólo conseguían pistas e insinuaciones. No te mientas. Lo sé porque me lo dijiste

.

La mirada de Doul adquirió un brillo frío y acerado.

—Eso es una calumnia y no quiero que vuelvas a repetirla… —dijo, pero el Brucolaco lo interrumpió con una carcajada.

—Pero mírate —le conminó, incrédulo—. ¿Con quién te piensas que estás hablando? Deja de ser tan pomposo, coño. Ya sabes lo que quiero decir. Por supuesto que no me diste la información
voluntariamente
y, por supuesto, jamás lo admitirías, Pero, mierda, Uther, hablé contigo y te conté mis sospechas y tú… bueno, eres demasiado profesional como para revelar nada que pudiera causarte problemas más tarde, pero si hubieras querido engañarme o hacerme pensar que estaba equivocado, podrías haberlo hecho. No lo hiciste. Y te lo agradezco. Y, bueno, si quieres jugar a este estúpido juego en el que no admites lo que ambos sabemos que pasa ni confirmas mis sospechas pero tampoco las niegas, me parece… me parece muy bien. Tú sigue guardando silencio. El hecho sigue siendo, Uther… —el Brucolaco le arrancaba astillas a la barandilla de madera con aire ausente y las dejaba caer en la oscuridad—. El hecho sigue siendo que has dejado que lo supiera. Y tú sabes que los líderes de los demás paseos no me creerán si se lo cuento. Me has dado algo que tengo que llevar yo solo. Y creo que lo has hecho porque piensas que es un plan estúpido y peligroso y no sabes lo que hacer con ese conocimiento y querías un aliado.

Doul sonrió.

—¿Tan arrogante eres? —dijo con tono liviano—. ¿Tan seguro estás de ti mismo, de que puedes encontrarle un sentido a cualquier conversación, cualquier malentendido?

—¿Te acuerdas de los golems navaja? —dijo el Brucolaco de repente y Uther Doul guardó silencio—. ¿De la llanura del vapor hirviente? —continuó el Brucolaco—. ¿Te acuerdas de ese lugar? ¿De las cosas que
vimos
? La ciudad está en deuda con nosotros, Uther. Nosotros fuimos quienes la salvamos, lo admitan o no los demás, lo
sepan
o no. ¿Dónde estaban entonces los malditos Amantes? Sólo éramos tú… y yo.

El grito de las gaviotas. El sonido del viento entre los barcos, el crujido del barrio maldito.

—Aprendí algunas cosas en aquellos tiempos, Uther —dijo el Brucolaco con voz tranquila—. Aprendí a leer en ti. Te conozco.

—¡Maldita sea! —Uther Doul se encaró con él—. ¿Cómo te atreves a jugar a los soldados veteranos conmigo? ¡No estoy de tu lado, Brucolaco! ¡No estamos de acuerdo! ¿Lo entiendes? Tenemos nuestra historia, es cierto y Khyriad sabe que no te daría la espalda de buen grado, muertohombre, pero… eso es todo. Yo soy un lugarteniente y tú nunca fuiste mi capitán. He venido esta noche porque me lo pediste, por cortesía, nada más.

El Brucolaco se llevó una mano a la boca y miró a Doul. Su larga lengua se deslizó como un latigazo sobre sus dedos. Cuando bajó la mano, parecía triste.

—La Cicatriz no existe —dijo. Siguió un silencio—. La Cicatriz no existe —repitió—, y si por algún azar los astrónomos están equivocados y sí que existe, no la encontraremos. Y si por algún jodido milagro logramos esconderla, entonces tú, precisamente tú, Uther, debes de saber que eso significará nuestras muertes.

Señaló con un ademán breve la espada envainada que Doul llevaba al costado izquierdo. Movió su dedo para señalar la manga derecha de su compañero, jalonada de alambres retorcidos como venas.

—Lo sabes, Uther —dijo el Brucolaco—. Tú sabes qué clase de fuerzas desencadenaría algo así. Sabes que no tendríamos ninguna posibilidad de plantarles cara. Tú lo sabes mejor que nadie, por mucho que crean haber aprendido esos estúpidos de ti. Significaría el fin para todos nosotros.

Uther Doul bajó la mirada hacia su espada.

—No nuestras muertes —dijo, e inesperadamente esbozó una sonrisa hermosa—. Nada tan sencillo.

El Brucolaco sacudió la cabeza.

—Eres el hombre más valiente que conozco, Doul, en más aspectos de los que puedo contar —hablaba con tono apesadumbrado, nostálgico—. Y por eso no puedo comprender este aspecto tuyo. Este aspecto básico, pusilánime, cobarde, temeroso, servil —Doul no se movió ni reaccionó, pero es que la voz del Brucolaco no sonaba como sí lo estuviera insultando—. ¿Es que has llegado a convencerte de que lo más valiente es cumplir con tu deber, aceptar lo que venga, Uther?

Sacudió la cabeza. Sus ojos brillaban de incredulidad.

—¿Acaso eres masoquista, Uther Doul? ¿Es eso? ¿Te la pone dura humillarte de este modo? ¿Tienes una erección cuando esos capullos te dan órdenes que sabes que son estúpidas? ¿Te corres, te frotas el cuerpo cuando las obedeces a pesar de todo? Bueno, pues en ese caso ahora mismo debes de tenerla como una barra de hierro, porque son las órdenes más absurdas que jamás hayas obedecido y tú lo sabes. Y no permitiré que lo hagas.

Doul observó sin moverse cómo le daba la espalda el Brucolaco y se alejaba.

El vampiro se envolvió en una capa de sombras y se desvaneció rápidamente en una neblina encantada; sus pasos se fueron apagando a medida que desaparecía. Sonó un crujido en el aire y en lo alto, sobre la cubierta, los viejos aparejos se estremecieron por un segundo como si algo los agitara un instante antes de desaparecer. Doul siguió los ruidos con la mirada. Sólo cuando todo volvió a estar en calma a su alrededor se volvió de nuevo hacia el mar y el barrio maldito, con la mano apoyada sobre el pomo de la espada.

16

Utilizando atlas y monografías escritas por exploradores, Bellis y Silas dibujaron mapas de Gnurr Kett y el Cymek y la Bahía de Hierro. Trataron de trazar una ruta de regreso a casa.

La isla de los anophelii no figuraba en ninguna parte pero, interpretando las historias de los mercaderes cactos, supusieron que se encontrarían a unas pocas decenas de kilómetros de la punta sur de Gnurr Kett y a unos mil quinientos kilómetros de las civilizadas costas septentrionales de la isla. Y desde el extremo septentrional había casi otros tres mil kilómetros hasta Nueva Crobuzón.

Bellis sabía lo raro que era ver barcos Kettai arribando a los muelles de Arboleda, en Nueva Crobuzón. Rebuscó en libros de economía política y trazó las rutas que seguían las mercancías desde Dreer Samher a Gnurr Kett, a Shankell, a las Islas Mandragora,
Perrick
y Myrshock y finalmente, con suerte, siguiendo una tortuosa ruta u otra, a Nueva Crobuzón.

—Desde la isla de los mosquitos estaríamos casi tan lejos de la ciudad como si hubiéramos ido a las malditas colonias —dijo Bellis con amargura—. Miles de kilómetros de aguas desconocidas y lugares que no figuran en las cartas y rumores y otras mierdas. Justo al otro extremo de una larga, larga cadena de rutas comerciales.

Pasaban todos sus ratos libres así, acurrucados en la habitación cilíndrica de Bellis, ignorando los ruidos y la luz del día o la luz de las lámparas en el exterior, ella fumando furiosamente y maldiciendo el asqueroso tabaco de Armada y los dos tomando notas sin descanso y revisando viejos libros con la voracidad de sendos cazadores. Tratando de sacarle algún partido a lo que habían descubierto. Tratando de encontrar una forma de escapar.

Les había costado mucho arrebatarle su secreto a la ciudad. Y ahora que lo tenían, se cernía lentamente sobre ellos la certeza de que a pesar de todo, incluso ahora, incluso con ese conocimiento, era posible que no lograsen regresar a su hogar, y eso los aterrorizaba.

Si pudiéramos descubrir adónde nos dirigimos
… pensaba Bellis en ocasiones y entonces se apoderaba de ella la incómoda idea de que no iba a ser como si toda la maldita ciudad recalara en Kohnid o fuera a pasar junto a ella, a la vista de todos. Y aunque lo hiciera, seguiría teniendo que llegar desde la ciudad a la costa, a los muelles, a un barco, tendría que cruzar de nuevo el mar, antes de llegar a casa. Y no había modo de lograr que todo eso ocurriera.

Llévame a la costa
, pensaba.
Si lograra llegar a la costa, es posible que consiguiera persuadir a alguien para que me ayudara o podría robar un barco o podría embarcar o

algo

Pero no podía llegar a la costa. Y si llegara a hacerlo, era posible que todas esas ideas resultasen vanas y ella lo sabía.

—Shekel ha venido a verme hoy —dijo—. Ha pasado casi una semana desde que me dio el libro, Silas. Me ha preguntado lo que era, si era lo que Tintinnabulum andaba buscando. Le dije que muy pronto lo sabría con toda certeza. No tardará mucho —prosiguió con tono ominoso—. No tardará mucho en superar su vergüenza y contárselo a alguien. Es amigo de un hombre del puerto que trabaja para los Amantes. Es el sirviente del
puto
Tintinnabulum, por el amor de Jabber. Tenemos que ponernos en marcha, Silas. Tenemos que tomar una decisión. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Cuando le cuente a sus amigos que ha encontrado un libro de Krüach Aum, los alguaciles no tardarán ni un minuto en presentarse aquí. Y entonces, no sólo tendrán el libro, sino que sabrán que hemos intentado evitar que cayera en sus manos. Y los dioses saben que no quiero conocer las cárceles de Armada por dentro.

Era imposible determinar con exactitud cuánto sabían los Amantes sobre el proceso de invocación de un avanc. Debían de saber algo: la localización de las fosas, la escala de la taumaturgia y los motores necesarios, quizá parte de los conocimientos científicos requeridos. Pero estaban buscando el libro de Krüach Aum en particular.

La única descripción de un intento de convocar y capturar a un avanc coronado por el éxito
, pensó Bellis.
Saben dónde tienen que ir pero me apuesto lo que sea a que hay mucho que desconocen
.
Deben de pensar que pueden llegar a deducirlo y posiblemente lo logren con el tiempo pero seguro que esto les facilita enormemente las cosas
.

Y luchaba con ideas estúpidas, como demandar su libertad a cambio del libro, sabiendo miserablemente que nunca funcionaría. La esperanza se le estaba escapando poco a poco y eso la dejaba helada.

BOOK: La cicatriz
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