La luz del día empezaba a llenar la ciudad mientras despegaban a cámara lenta.
Los estibadores, los trabajadores de las fábricas, los alguaciles y miles de personas más levantaron la vista desde las ventanas de los edificios de ladrillo y madera que rodeaban al
Grande Oriente
: desde la intrincada concatenación de embarcaciones del Mercado de Invercaña, desde las torres de Libreros y Jhour y Vos-y-los-Vuestros, todos miraron por encima de los aparejos de la ciudad. Vieron la primera oleada de dirigibles que remontaba el vuelo y se desperdigaba por toda la ciudad, por todos sus paseos. Y desde puntos estratégicos situados contra el viento, los aeróstatos empezaron a soltar papeles.
Como confeti, como las flores que empezaban a crecer en los resistentes árboles de Armada, los folletos descendieron dando vueltas y se desperdigaron en grandes nubes. El aire resonaba con su música, un susurro del frotar de papeles con papeles y con las gaviotas y los gorriones que, confundidos, se cruzaban con ellos. Los armadanos levantaban la mirada, se protegían los ojos contra el sol naciente y veían las nubes presurosas y el cielo claro y azul y, en descenso por debajo de estos, las hojas de papel que batían sus alas por el aire.
Algunas de ellas caían dentro de chimeneas. Centenares más acabaron en el agua. Se deslizaron entre los barcos y se posaron sobre el mar. Las olas las balancearon mientras se iban saturando y la tinta se corría hasta volverse ilegible, los peces las mordisqueaban y la sal empapaba sus fibras y se hundían. Había bajo la superficie una nube de papel que se desintegraba a toda prisa. Pero muchos miles aterrizaron sobre las cubiertas de los barcos de Armada.
Una vez tras otra los dirigibles sobrevolaron el espacio aéreo de la ciudad, recorrieron cada uno de los paseos encontrando caminos entre las torres y mástiles más altos para poder desperdigar sus folletos. Curiosos y encantados, los ciudadanos los recogían aun antes de que cayeran al suelo. En una ciudad en la que el papel era un bien de lujo, aquella extravagancia resultaba extraordinaria.
El rumor se extendió con rapidez. Cuando Bellis bajó a la cubierta del
Cromolito
, tapada ahora por una capa de panfletos arrugados que parecía piel muerta, se escuchaban discusiones por todas partes. La gente había salido a las puertas de sus tiendas y casas y se gritaba o murmuraba o se reía, al tiempo que agitaba los panfletos en el aire con las manos manchadas de tinta.
Bellis levantó la mirada y vio uno de los dirigibles más antiguos a proa, alejándose de ella sobre Jhour, mientras otra nube agitada de papeles descendía tras él. Recogió uno de los que había a sus pies.
Ciudadanos de Armada
, rezaba.
Tras largos y cuidadosos estudios, estamos en condiciones de lograr algo que hubiera asombrado a nuestros abuelos. Una nueva era está a punto de comenzar. Vamos a cambiar el movimiento de nuestra ciudad para siempre
.
Su mirada recorrió la página con rapidez, ignorando la explicación propagandística y se detuvo al llegar a la palabra clave, resaltada en negrita.
Avanc
…
Bellis sintió una mezcolanza de emociones confusas.
Esto es obra mía
, pensó presa de un extraño orgullo.
Yo lo puse en marcha
.
—Es un trabajo de primera calidad —dijo Tintinnabulum con aire meditabundo.
Estaba arrodillado frente a Angevine, con la cara y las manos metidas en sus partes metálicas. Ella, impasible y paciente, inclinaba su torso humano hacia atrás.
Durante varios días, Tintinnabulum había venido notando un cambio en su sirvienta, una diferencia del ruido de su motor. Se movía más deprisa y con mayor precisión, giraba trazando abruptos arcos y se detenía sin el habitual sonido resollante. Le resultaba más fácil cruzar las inestables plataformas de Armada. Parte de su ansiedad había desaparecido: su constante preocupación, la rapiña de madera y carbón sobrantes, había cesado.
—¿Qué le ha pasado a tu motor, Angevine? —le había preguntado. Y ella, con una sonrisa de inmenso y avergonzado placer, se lo había mostrado.
El hombre revolvió entre sus tuberías, se quemó estoicamente las manos en su caldera mientras examinaba sus reconfiguradas vísceras metálicas.
Tintinnabulum sabía que en Armada la ciencia era una práctica mestiza. Era tan pirata como la economía y la política de la ciudad, el producto del robo y la casualidad: igual de variada y de inconsistente. Los ingenieros y taumaturgos aprendían con equipos estropeados o anticuados o con artefactos robados de un diseño tan sofisticado que resultaban casi incomprensibles. Su tecnología era una labor de retazos.
—Ese hombre —murmuró mientras, con el brazo metido hasta el codo en el motor de Angevine, tocaba un interruptor de tres posiciones situado al fondo de su chasis— puede que sólo sea un mecánico pero… éste es un trabajo de primera calidad. No hay mucha gente en Armada capaz de hacer algo parecido. ¿Por qué lo ha hecho? —le preguntó.
Ella sólo pudo ofrecerle respuestas vagas.
—¿Es de fiar? —dijo Tintinnabulum.
Tintinnabulum y su tripulación no eran nativos de Armada pero su lealtad hacia Anguilagua era incuestionable. Circulaban muchas historias sobre el modo en que se habían unido a la ciudad: los Amantes los habían encontrado con medios esotéricos y los habían persuadido para que trabajaran para la ciudad con promesas que nadie conocía. Para acogerlos, se habían separado los cabos y cadenas que mantenían unido el tejido de Anguilagua. El propio paseo se había abierto para dejar que Tintinnabulum entrara y se implantara en el corazón mismo de la ciudad, que había vuelto a cerrarse tras él.
Aquella mañana, también Angevine había recogido uno de los folletos que de repente inundaban las calles de la ciudad y había descubierto la naturaleza del proyecto de Anguilagua. La había excitado pero enseguida se había dado cuenta de que no representaba una verdadera sorpresa. Llevaba mucho tiempo en las márgenes de los secretos, había visto los libros que quedaban sobre la mesa de Tintinnabulum, había entrevisto los bosquejos de diagramas y los cálculos a medio terminar. En cuanto descubrió qué era lo que Anguilagua pretendía, sintió que ya lo sabía desde mucho antes. Al fin y al cabo, ¿acaso no trabajaba para Tintinnabulum? ¿Y qué era éste sino un cazador?
Su habitación estaba llena de evidencias. Libros (los únicos que ella había visto fuera de la biblioteca), grabados, colmillos tallados, arpones rotos. Huesos y cuernos y pieles. En los años que llevaba trabajando para él, Tintinnabulum y sus siete colaboradores habían compartido sus conocimientos con Anguilagua. Tiburones cornudos, ballenas y cetáceos; ictihuesos; caparazorcas: los había capturado y arponeado a todos, por su carne, para defenderse, por deporte.
Algunas veces, cuando los ocho se reunían, Angevine apoyaba la oreja en la madera y esperaba pero sólo conseguía escuchar algún sonido ocasional. Lo bastante para descubrir ciertas cosas tentadoras.
Oía al loco del barco, Argentarius, al que nadie veía nunca, oía cómo les gritaba y les decía que tenía miedo. Una antigua presa le había hecho aquello años atrás, descubrió ella después de algún tiempo. Eso había galvanizado a sus camaradas. Pretendían afirmar su autoridad sobre las profundidades marinas, imponerse a aquel reino terrible.
Cuando los oía hablar de caza, sólo parecían interesados por las presas más grandes: el leviatán, el lahamu, el dios sepia.
¿Por qué no el avanc?
No era ninguna sorpresa, pensó Angevine.
—¿Es de fiar? —repitió Tintinnabulum.
—Sí —dijo Angevine—. Es un buen hombre. Está muy agradecido por haber sido rescatado de las colonias y odia a Nueva Crobuzón. Solicitó ser Rehecho para poder nadar mejor, para poder trabajar mejor en el puerto… ahora es una criatura marina. Yo diría que es tan leal como cualquier nativo de Anguilagua.
Tintinnabulum se puso en pie y apagó la caldera de Angevine. Fruncía los labios en un gesto reflexivo. Se volvió hacia una larga lista manuscrita que descansaba sobre su escritorio.
—¿Cómo se llama? —dijo.
Asintió, se inclinó y añadió, con letra cuidadosa,
Tanner Sack
.
Los rumores y el boca a boca eran aún más importantes en Armada que en Nueva Crobuzón, pero la ciudad pirata tampoco carecía de un sistema más formal de medios de comunicación. Había pregoneros que difundían a voces la línea más o menos oficial de los diferentes paseos. Había unos pocos boletines de noticias y periódicos, impresos con una calidad penosa, hojas saturadas de tinta que se reutilizaban constantemente.
La mayoría se publicaba de forma irregular, cuando los redactores e impresores lograban encontrar tiempo o reunir los recursos que necesitaban para hacerlo. Muchos eran gratuitos y la mayoría era de muy poca calidad: uno o dos hojas plegadas y llenas a rebosar de texto.
En Armada abundaban las salas de música y los salones de juego, lugares ordinarios y muy populares, de modo que las publicaciones estaban llenas de reseñas y críticas. Algunas contenían secciones de cotilleo o crónicas del escándalo pero a Bellis le parecían deprimentes hojas parroquiales. Las disputas sobre la adjudicación de unos bienes robados o sobre la identidad del paseo responsable de alguna expedición eran de ordinario los temas más provocativos o controvertidos que llegaban a tocar. Y eso, las hojas de noticias a las que lograba encontrarles algún sentido.
En la híbrida cultura de Armada estaban representadas tantas tradiciones periodísticas diferentes como existían en todo Bas-Lag, junto a formas únicas nacidas en la ciudad pirata.
Más a Menudo que lo Contrario
era un semanario que daba cuenta en verso de los últimos fallecimientos acaecidos.
La Preocupación de Juhangirr
, publicado en Vos-y-los-Vuestros, no tenía texto y contaba las historias que consideraba importantes (según criterios que Bellis ignoraba) por medio de secuencias de toscas ilustraciones.
Ocasionalmente, leía
La Bandera
o
La Voz del Consejo
, que se publicaban en Raleas.
La Bandera
era, probablemente, el medio más fiable que existía en la ciudad si uno quería mantenerse informado.
La Voz del Consejo
era una publicación política, un foro de debate en el que se contrastaban las ventajas de los sistemas gubernamentales de los diferentes paseos: la democracia de Raleas, la monarquía femenina y solar de Jhour, la «benevolencia absolutista» de Anguilagua; el protectorado del Brucolaco y así sucesivamente.
Las dos publicaciones, a pesar de que alardeaban de tolerar el disenso, eran más o menos leales al Consejo Democrático de Raleas. De modo que para Bellis, que había empezado a comprender las sutilezas de la política de Armada, no supuso una gran sorpresa cuando
La Bandera
y
La Voz del Concilio
empezaron a expresar sus dudas sobre el proyecto de convocar al avanc.
Al principio se mostraron prudentes.
«La Invocación será un triunfo de la ciencia», rezaba el editorial de
La Bandera
, «pero se plantean algunas preguntas. Todo lo que signifique mayor poder para la ciudad es bueno pero, ¿cuál será el precio?».
No pasó mucho tiempo antes de que sus objeciones se volvieran más estridentes.
Pero con Armada sumergida aún en la oleada de entusiasmo desatada por la extraordinaria declaración de Anguilagua, las voces que pedían prudencia o rechazaban abiertamente el proyecto eran una pequeña minoría. En los bares —incluso los de Raleas y Otoño Seco— reinaba una excitación generalizada. La magnitud de la empresa, la prometida captura de un
avanc
, por el amor de los dioses, provocaba vértigo.
Sin embargo, aunque ignorados, los escépticos expresaban su oposición en las páginas de unos pocos periódicos, en panfletos y en pósters.
El reclutamiento dio comienzo.
Se había convocado una reunión especial en Puerto Basilio. Tanner Sack se rascaba los tentáculos y esperaba. Al cabo de un rato, el sargento-alguacil dio un paso al frente.
—Tengo aquí una lista —gritó— de ingenieros y otros trabajadores que han sido convocados por los Amantes para colaborar en un proyecto especial de la ciudad. —Los cuchicheos y murmullos aumentaron un instante y al siguiente remitieron. Nadie dudaba cuál era ese proyecto especial.
Cada vez que pronunciaba un nombre, se producía una excitación audible entre el individuo y quienes lo rodeaban. Los nombres no suponían ninguna sorpresa para Tanner. Reconoció a los mejores de sus colegas: los trabajadores más rápidos, los ingenieros más habilidosos que habían estado más recientemente en contacto con tecnología de última generación. Algunos de ellos habían sido capturados hacía poco tiempo: una cantidad desproporcionada provenía de Nueva Crobuzón y un porcentaje importante de estos eran Rehechos que habían venido en el propio
Terpsícore
.
Sólo se dio cuenta de que habían pronunciado su nombre cuando un camarada entusiasta empezó a darle palmadas en la espalda. Una tensión que, sin que se diera cuenta, había estado acumulándose en su interior, se liberó y pudo relajarse. Comprendió que había estado esperando aquello. Se lo merecía.
Había más gente reunida en el
Grande Oriente
, trabajadores de los distritos industriales, de las fundiciones y de los laboratorios. Se estaban celebrando entrevistas. Los metalúrgicos eran separados de los ingenieros y los trabajadores de la rama química. Se les sometió a diversos cuestionarios, sus conocimientos fueron evaluados. Se utilizaba la persuasión, pero no la coerción. A la primera (vaga) mención de los anophelii, al primer atisbo de la naturaleza de la isla, varios hombres y mujeres se negaron a tomar parte en el proyecto. Tanner estaba un poco asustado.
Pero no puedes decir que no a esto
, admitió para sí,
ocurra lo que ocurra
.
Después de que anocheciera, cuando los exámenes y las preguntas hubieron terminado, Tanner y los demás fueron llevados a uno de los salones del
Grande Oriente
. La cámara, de cobre y madera negra, era enorme y estaba decorada con un gusto exquisito. Quedaban unas treinta personas.
Nos han reducido mucho
, pensó Tanner.
Se hizo un silencio absoluto en cuanto entraron los Amantes. Al igual que el primer día, venían flanqueados por Tintinnabulum e Uther Doul.
¿Qué vais a contarme esta vez?
, pensó Tanner lentamente.
¿Más maravillas? ¿Más cambios?