Pero a pesar de ello seguía conservando en su interior un retazo de sentimiento hacia ella, el reconocimiento de que la ciudad le había dado forma. No le hubiera gustado que fuera destruida. No soportaba pensar en los hombres y mujeres que había conocido allí, asesinados. Así que —le dejaba perplejo el pensar de este modo— les había hecho un regalo de despedida que nunca sabrían que habían recibido. Nueva Crobuzón había sido salvada. Él la había salvado.
Aquella idea lo reconcomía. Lo inquietaba al mismo tiempo que le hacía sentir una especie de orgullo vergonzante. Lo que había hecho era algo muy importante, algo que había cambiado el curso de la historia. Imaginaba a la ciudad preparándose para la guerra, sin saber quién la había salvado. Era una cosa inmensa, y aquí estaba él, recordándola con las cejas ligeramente enarcadas, sin saber con seguridad cuánto debía pensar sobre ello, como si fuera una minucia.
No era una traición a Armada, en realidad no; nadie sufriría, sólo era una cosa insignificante para ella, una fugaz ausencia durante una sola noche. Le había hurtado unas pocas horas y había salvado a Nueva Crobuzón. Estaba contento por ello. Cuando lo pensaba se sentía feliz. A pesar de los magistrados y de las factorías de castigo.
La había salvado. Ahora le diría adiós.
El avanc era un raro visitante en los mares de Bas-Lag. Los entresijos de la vida trasplanar era abstrusos e inciertos. Ni Tanner Sack ni sus colegas sabían con certeza si la criatura que irrumpía en Bas-Lag era una manifestación parcial o total, otra clase de ser (un protozoo, una especie de plancton de alguna inmensa dimensión marina), un seudo-organismo generado espontáneamente en los canales que unían los mundos. Nadie lo sabía.
Lo único que sabían era lo que Bellis Gelvino les contaba mientras leía los intrincados garabatos de Krüach Aum.
Era evidente que el anophelii estaba totalmente asombrado por todo cuanto lo rodeaba, pero eso no afectaba su capacidad de concentración, de proporcionar respuestas a sus preguntas. Cada día, Aum le daba a sus nuevos camaradas información suficiente para sus propósitos.
Dibujaba diseños para ellos, diseños para el arnés
(más grande que un acorazado)
, el bocado y las riendas. A pesar de que los ingenieros no entendían con exactitud qué parte del avanc iría dónde, qué carne seria atrapada por qué broche, aceptaban la palabra de Aum de que el mecanismo funcionaría.
La parte científica, los planes, estaban avanzando a un ritmo asombroso. Los ingenieros e investigadores tenían que recordarse constantemente lo lejos que habían llegado, lo deprisa que lo habían hecho y el modo en que seguían haciéndolo. Ahora resultaba evidente para todos ellos que sin Aum no lo hubieran logrado, a pesar de lo que habían pensado antes. Sólo al trabajar con él habían llegado a darse cuenta de lo mucho que lo necesitaban.
Incorporaron motores encendidos dentro de contenedores sellados en las junturas de la yunta, calderas con triple intercambiador y complejos sistemas de poleas para regular el movimiento, suspendidos todos ellos en la negrura gélida de las profundidades del mar, al otro extremo de los kilómetros de colosales cadenas suspendidas debajo de la ciudad.
¿Y si algo iba mal? Tendrían que reparar los batiscafos de Anguilagua.
Había muchísimo que hacer.
Tanner Sack casi se frotaba las manos de alegría.
Armada sólo había tardado una mañana en recuperarse de la tormenta: limpiar las tablas rotas y la madera de las cubiertas; volver a colocar los puentes; contar y llorar a los pocos ahogados o desaparecidos, los que se habían visto atrapados en el exterior durante el diluvio.
Y cuando todo aquello estuvo hecho, Anguilagua se preparó, con asombrosa velocidad, para emprender la fabricación de cuanto hacía falta para su histórico proyecto.
Había cinco de las antiquísimas cadenas ocultas debajo de Armada. Tanner Sack y los equipos de buceadores las encontraron y elaboraron un mapa con el emplazamiento de sus extremos. Toda la capacidad industrial de Anguilagua y la poca que poseían Libreros, Sombras y Vos-y-los-Vuestros fue puesta bajo el control directo de Tintinnabulum y del comité del proyecto. Los trabajos de construcción empezaron.
Utilizarían como materia prima el metal de varios barcos recientemente capturados. Pieza a pieza, los desmontaron. Miles de hombres y mujeres trabajaban como un enjambre sobre ellos: el trabajo regular de los muelles quedó en manos de plantillas muy reducidas y se empezaron a pagar enormes salarios a los trabajadores eventuales de la ciudad. Los exoesqueletos de hierro de los barcos de guerra, las vigas y las entrañas de los vapores, los enormes mástiles de metal templado, fueron denudados. Los navíos fueron despellejados y destripados y todas las toneladas de metal fueron enviadas por barcazas y convoyes de dirigibles a las fábricas.
El arnés del avanc utilizaría vigas y remaches que lucían todavía las cicatrices de un servicio reciente. En las fundiciones se disponía de las piezas cuyo estado impedía volver a utilizarlas. Armada no era una ciudad con gran tradición de taumaturgia. Pero había metalotaumaturgos competentes entre los piratas y todos ellos entraron a trabajar en las fábricas. Trabajaban hombro con hombro con los ingenieros, fundiendo componentes arcanos en grandes tinas para reforzar, aligerar y unir el metal. Por fin, empezaron a utilizarse las reservas de leche de roca de Anguilagua. El líquido, de una densidad y peso vastos, era traído en grandes frascos. Cuando éstos se destapaban, despedía vapores insólitos que semejaban una mezcla de petróleo y especias. Tras el cristal se veía como una mezcla turbia, dotada de vida propia, de un frío color madreperla.
Los metalotaumaturgos añadían gotas contadas al metal hirviente mientras susurraban encantamientos y pasaban las manos por encima, formando corrientes de poder que lo cargaban y sellaban.
Y, tras enfriar el metal, y templarlo a martillazos y someterlo a procedimientos más arcanos, los componentes de la brida del avanc empezaron a ser llevados por sumergibles a los lugares que les correspondían bajo la ciudad. Un ejército de buceadores trabajaba con ellos utilizando soldadores químicos que chisporroteaban con burbujas de colores al entrar en contacto con el agua y manejaban martillos y llaves inglesas a cámara lenta.
Era una obra increíble, repentina.
Las cadenas estaban ancladas a la base de cinco barcos. El
Psire
de Libreros; el
Saskital
de Jhour; el gran vapor
Gemido del Sastre
, que era el buque insignia de Soleado; un enorme clíper sin nombre situado en el extremo exterior del paseo maldito; y el
Grande Oriente
de Anguilagua. Desde las quillas y los flancos de estos antiguos y grandes colosos se curvaba un arco de hierro del tamaño de la entrada de una catedral, fundido y oculto por medio de la taumaturgia. Y a cada uno de ellos se unía una serie de eslabones del tamaño de barcos.
Se soltó a los tiburones centinela. Parecía imposible que aquellas cadenas hubieran estado escondidas hasta entonces. Empezaron a correr rumores: sobre lo que se había hecho antes y lo que podría ocurrir ahora. Se decía que el paseo Soleado había tratado de cortar la cadena que había bajo su barco para arruinar los planes de Anguilagua pero había resultado ser demasiado fuerte, demasiado grande y los encantamientos de poder que la protegían, demasiado intensos.
En una enorme cámara sin ventanas situada en la última cubierta del
Grande Oriente
, se estaba construyendo un nuevo motor. Las calderas redundantes y la maraña de tuberías del tamaño de una cabeza humana que las acompañaban fueron eliminados, como si se estuviera desbrozando un bosque demasiado tupido. Una vez que hubieron desaparecido los fantasmas de los motores, quedaron dos grandes discos planos y grabados, que sobresalían del suelo. Eran la mitad de altos que un hombre, tenían varios metros de diámetro y estaban recubiertos por una costra de vejez y grasa. Eran los extremos de la cadena unida al barco, soldados y aplanados tras haber atravesado la cubierta, siglos atrás. La primera vez que aquello se había intentado.
Alguien ya lo intentó una vez
, pensó Tanner Sack. Estaba asombrado por las horas de trabajo, la taumaturgia invertida, la industria, la planificación, el esfuerzo llevado a cabo, generaciones atrás para ser olvidado a continuación.
Entre los dos remaches de la cadena, Tanner Sack y sus colegas empezaron a construir un motor extraordinario. Trabajaban con las especificaciones calculadas tras largas horas de debate con Krüach Aum.
Tanner examinaba los planos con sumo detenimiento. El motor que estaban construyendo no funcionaba siguiendo ninguna de las leyes que él conocía. Sería colosal: llenaría la sala entera con pistones y trinquetes en constante martilleo, impulsados por una fuente de energía que no comprendía.
Trabajó desde la base de lo que serían las calderas de los pistones y a partir de allí hacia arriba. Empezó con los remaches de la cadena. Los taladró y vertió en su interior aleaciones fundidas, en las que introdujo cables del grosor de muñecas humanas con un revestimiento de goma y alquitrán. Pasaban por transformadores del tamaño de su pierna, columnas de arcilla blanca, hasta llegar a una maraña de cables, aislantes y motores diferenciales.
Aquél era el motor activo, que impulsaría las complejas energías a través de la cadena del
Grande Oriente
, hasta el gran arnés y lo que quiera que éste contuviese, a kilómetros de profundidad. Una carnada. Un cebo y una caña.
El mar era transparente. Los nadadores se arremolinaban alrededor de la colosal construcción submarina. Los componentes se descargaban con las grúas de los barcos factoría. El masivo arnés empezaba a tomar forma al otro extremo de las enormes cadenas, aún amarrado a escasos metros bajo la superficie, con una escala que asustaba al ojo y una forma exótica, de propósito insondable, rodeado por una mar de peces de vivos colores y por submarinos y trabajadores jaiba y buceadores y por un Tanner Sack que se movía con la morosa fluidez de los seres submarinos.
Algunas veces, una vibración recorría el agua. Las patas de la plataforma
Sorghum
desaparecían entre los flotadores cilíndricos de hierro que la sostenían bajo la superficie, como barcos suspendidos. La punta de su taladro se hundía sin miramientos, a través de toneladas y toneladas de agua, desaparecía, atravesaba el lecho marino como un mosquito y se alimentaba.
Silas fue a ver a Bellis tres días después de su regreso.
Bellis había estado esperando su visita —la había esperado con un ojo en la puerta cada anochecer—, pero a pesar de ello logró sorprenderla.
Había cenado con Carrianne. Su ex compañera le gustaba de veras, la encontraba perceptiva y divertida. Pero a pesar de todo, mientras hacía un esfuerzo por sonreír, la sensación de soledad que la embargaba no menguaba.
¿Te sorprende?
, se preguntaba con rudeza.
Tú te lo guisas, tú te lo comes
.
Recordaba cómo habían sido las cosas en Nueva Crobuzón y tenía que admitir que no eran demasiado diferentes. Al menos aquí su aislamiento tenía una razón; era un combustible que ella consumía.
Carrianne le había pedido descripciones detalladas de la isla de los anophelii y del tiempo y del comportamiento de los propios hombres mosquito. Había algo de melancolía en su comportamiento… por muy reconciliada que hubiera llegado a estar con su vida a bordo de la ciudad, hacía años que no ponía el pie en tierra firme y las historias de Bellis no podían sino hacerle sentir nostalgia.
Bellis había descubierto que le resultaba difícil hablar de su reciente viaje. Lo recordaba como desde gran distancia, con una monotonía de hastío aterrado intercalada con emociones mayores. Había algunas cosas, por supuesto, de las que no podía hablar. Se mostró deliberadamente vaga con respecto a los anophelii, los piratas Samheri y, por encima de todo, con respecto a Krüach Aum.
Después del altercado que había presenciado ente el Brucolaco y Uther Doul, había empezado a sentir una extraña fascinación por el señor de Otoño Seco. Carrianne le contó lo que quería saber: la estructura política del paseo, el cuadro de lugartenientes vampíricos a las órdenes del Brucolaco y la hemotasa del paseo.
—Así es como se le conoce normalmente —dijo Carrianne. Trataba de no darle demasiada importancia pero Bellis podía oír el temor y la reverencia en su voz—. No siempre… a veces es alguno de sus lugartenientes el que lo recauda… pero algunas sí. Te hacen un pequeño corte, aquí, aquí o aquí —señaló su muslo, su pecho y su muñeca—. Lo pintan con anticoagulante, succionan un poco y lo meten en un jarro.
—¿Cuánto te quitan? —preguntó Bellis, horrorizada.
—Un poco más de un litro. El Brucolaco es el único que puede bebérsela tal cual. Los demás tienen restricciones… la diluyen. Cuanta más beben, más fuertes se vuelven… eso dicen. Y a pesar de que el Brucolaco elige con mucho cuidado a sus lugartenientes, siempre es posible que uno u otro se vuelva demasiado ambicioso. Si la tomaran al modo tradicional, directamente de la vena, podrían no ser capaces de controlarse… y no quieren matar. Y aunque eso no les importase, siempre está el contagio. En la saliva. Cuando beben directamente de alguien y lo dejan con vida, se arriesgan a crear un competidor.
Bellis la dejó a la entrada de Otoño Seco.
—No podría estar más segura en ningún otro lugar —dijo Carrianne, sonriendo y se marchó a su casa.
Podría haber tomado un taxi; los vientos no eran fuertes y oía las voces de los aeronautas sobre su cabeza, enzarzados en sus discusiones. Dos días antes, cuando había terminado su trabajo con Aum, le habían entregado sin una sola palabra un fajo de tásales y banderas que representaba mucho más que su sueldo semanal como bibliotecaria.
Me han concedido un aumento
, pensó secamente,
ahora que trabajo para Anguilagua
.
La consciencia del papel central que había desempeñado en todo lo ocurrido, la idea de que, de no ser por ella, Armada no estaría donde estaba, haciendo lo que estaba haciendo, le oprimía el pecho. A pesar de que sus razones habían sido irreprochables en todo momento.
Se fue a casa caminando, no para ahorrarse el dinero sino para volver a experimentar la ciudad. Encerrada en una sala llena de conversaciones incomprensibles durante todo el día, había sentido que perdía el contacto con la ciudad que la rodeaba.
Y cualquier ciudad
, se dijo,
es mejor que nada
.