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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (49 page)

Los ojos de Uther Doul no se apartaron de la cara del capitán Sengka. Una sombra pálida atravesó el cielo y Bellis apretó los labios. El cántico, «¡Doul!», había menguado pero continuaba de una manera casi subliminal. Nadie le gritó que estaba en peligro. Todos estaban seguros de que si ellos habían oído a las anophelii,
él
lo habría hecho también.

Mientras el sonido de las alas se aproximaba, Doul se acercó al capitán, de repente, hasta que estuvo mirándole directamente a los ojos.

—¿Nos entendemos, capitán? —dijo, y Sengka profirió un rugido y trató de agarrarlo y aplastarlo en un abrazo de oso erizado de espinas. Pero las manos de Doul se movieron como una exhalación frente a la cara del cacto y luego bajaron para bloquear sus brazos y entonces, de repente, se encontraba unos pocos pasos atrás mientras el capitán se doblaba sobre sí mismo y maldecía tratando de cortar la hemorragia de savia que brotaba de su nariz destrozada. Sus hombres observaban con una especie de indecisión pasmada.

Doul les dio la espalda entonces y alzó la espada para recibir a la primera de mujeres mosquito que se precipitaba sobre él. La hembra anophelii apareció repente, una forma famélica que caía en picado envuelta en un chillido. La probóscide emergió de su boca. Dio una ceñida al llegar al suelo, irregular y rápida, con ambos brazos extendidos, babeante, hambrienta.

Durante un prolongado momento, fue la única cosa que se movió.

Uther Doul estaba inmóvil, esperándola, sosteniendo la espada en vertical con la mano derecha. Y entonces, de repente, cuando la anophelius se encontraba tan próxima que Bellis creyó que podía olerla, tan próxima que su probóscide parecía estar tocando la carne de Doul, su brazo cruzó de un lado a otro del cuerpo, sin que la espada dejara de estar en vertical pero al otro costado y la cabeza y el hombro izquierdo de la mujer mosquito cayeron dando tumbos sobre la tierra seca mientras el resto del cuerpo se precipitaba a tierra tras él. La sangre resbalaba espesa y lenta por la hoja de Doul y manchaba el cadáver y el polvo.

Doul se había movido de nuevo y estaba revolviéndose, saltando, alzando las manos como si fuera a recoger una fruta, interceptando a la segunda hembra anophelii
(a la que Bellis ni siquiera había visto)
mientras volaba sobre su cabeza y entonces giró sobre sí mismo, la atravesó con la punta de la espada y la arrojó al suelo, donde se quedó, chillando y babeando pero tratando a pesar de todo de alcanzarlo.

La despachó con rapidez, con gran alivio de Bellis.

Y entonces el cielo volvió a estar en calma y Doul se había vuelto de nuevo hacia el capitán Sengka mientas limpiaba la hoja.

—Esto será lo último que sepa usted de mí o de cualquiera de nosotros, capitán Sengka —le aseguró al hombre cacto, quien ahora lo miraba con más miedo que odio y cuyos ojos contemplaban los cadáveres sanguinolentos de las dos mujeres mosquito, cada una de ellas más fuerte que un hombre—. Váyase. Esto puede terminar aquí.

De nuevo se escuchó el odioso sonido de las hembras anophelii y Bellis estuvo a punto de gritar ante la mera idea de que la carnicería continuase. El zumbido se aproximó y los ojos de Sengka se abrieron un poco más. Se quedó allí un instante, buscando con la mirada a las voraces mujeres mosquito, deseando aún que pudieran matar a Doul, pero sabiendo también que no lo lograrían.

Doul no se movía, por mucho que el sonido se fuera acercando.

—¡
Mierda
solar! —gritó Sengka y se volvió, derrotado y con un ademán ordenó a sus hombres que lo siguieran. Se marcharon deprisa.

Bellis sabía que querían irse antes de que cayeran más hembras anophelii. No porque sintieran la menor preocupación por aquellos monstruos sino porque la visión de la destreza de Doul los asombraba y asustaba.

Uther Doul esperó hasta que los tres cactos hubieron desaparecido. Sólo entonces se volvió, con calma, envainó la espada y regresó a la casa.

El sonido de las alas estaba muy próximo para entonces pero, por fortuna, las anophelii fueron un poco lentas y no lograron alcanzarlo. Bellis escuchó cómo se iba disipando el zumbido de las alas a medida que las mujeres mosquito se alejaban.

Doul volvió a entrar en la habitación y la celebración de su nombre volvió a alzarse, orgullosa e insistente como un grito de guerra. Y esta vez sí respondió, inclinó la cabeza y alzó el brazo con la palma de la mano abierta. Permaneció inmóvil, con la mirada baja, como si el sonido lo llevase a la deriva.

Y de nuevo se hizo de noche, la última noche y Bellis se encontraba en su habitación, metida en el camastro de paja sucia, con el paquete de Silas entre las manos.

Tanner Sack no dormía. Estaba demasiado nervioso a causa de la excitación vivida durante el día, las peleas. Estaba asombrado por lo que ahora sabía, lo que había aprendido de Krüach Aum. Sólo fragmentos diminutos de una teoría mucho más grande pero a pesar de ello, este nuevo conocimiento, la magnitud de lo que se le había encomendado, daba vértigo. Demasiado hasta para dormir.

Y además, estaba esperando algo.

Ocurrió entre la una y las dos de la mañana. Alguien apartó la cortina de la habitación de las mujeres, con mucha suavidad y Bellis Gelvino entró de puntillas en la habitación.

Tanner Sack frunció la boca en una sonrisa dura. Ignoraba lo que ella estaba haciendo la pasada noche, pero era evidente que no tenía que ver con hacer pis. Sintió vergüenza y placer al pensar en la pequeña crueldad de la pasada noche, cuando la había obligado a llevar a cabo aquella pequeña representación. Después se había sentido un poco culpable, pero la idea de la remilgada y severa señorita Gelvino obligada a esforzarse para soltar unas pocas gotas para él le había tenido todo el día sonriendo.

Ya entonces se había dado cuenta de que, fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, no había acabado y tendría que volver a hacerlo.

Tanner la observó. No sabía que estaba despierto. Podía verla junto a la puerta, vestida con su camisón blanco, mientras se asomaba por la ventana. Lleva algo en las manos. Debía de ser aquella bolsa de cuero en la que había intentado que no se fijase la pasada noche.

Sentía curiosidad y también una chispa de crueldad, como un deseo de venganza por la forma en que había sido tratado a bordo del
Terpsícore
pero dirigido a ella. Aquellos sentimientos eran los que le habían impedido informar a Doul o a la Amante de sus acciones.

Bellis se irguió y miró y a continuación se agachó de nuevo y revolvió silenciosamente en su bolsa y se irguió de nuevo y volvió a mirar y se inclinó y así sucesivamente. Sus manos temblaban cerca del picaporte pero no hacían nada.

Tanner Sack se puso en pie y caminó sin hacer ruido hacia ella; estaba demasiado absorta en su indecisión para reparar en él. Se quedó unos pocos pasos detrás, observándola, irritado y divertido a un tiempo por su irresolución, hasta que se cansó y habló.

—¿Otra vez a la calle? —susurró con tono sardónico y Bellis giró sobre sus talones y él vio con asombro y vergüenza que estaba llorando.

Su sonrisa cínica desapareció al instante.

Los ojos de Bellis Gelvino estaban llenos de lágrimas pero no profirió un solo sollozo. Estaba respirando con fuerza y cada profunda inhalación la sacudía y parecía que fuera a romperla, pero seguía en silencio. Su expresión era fiera y controlada, sus ojos inyectados en sangre miraban con resolución e intensidad. Parecía un animal acorralado.

Furiosamente, se limpió los ojos y la nariz.

Tanner trató de hablar pero aquella mirada feroz resultaba casi insoportable Tuvo que hacer un gran esfuerzo para articular palabra.

—Calma, calma —susurró—. No pretendía más que…

—¿Qué…
quiere
? —dijo ella en voz baja.

Escarmentado pero no acobardado, Tanner miró el paquete que llevaba entre las manos.

—¿Qué pasa con usted? —dijo—. ¿Qué es eso? Está tratando de escapar, ¿no es eso? ¿Espera que los Samheri la lleven a casa? —Mientras hablaba, sentía que su furia volvía a crecer y tuvo que esforzarse por controlarla—. Quiere contarle al alcalde Rudgutter lo mal que la han tratado en el barco pirata, ¿no es así, señorita? ¿Contarle todo lo que ahora sabe sobre Armada para que puedan cazarnos y volver a meterme a mí y a los que son como yo en la puta bodega bajo cubierta? ¿Convertirnos en esclavos para las colonias?

Bellis lo estaba observando, poseída por una furia llena de lágrimas y dignidad. Siguió una larga pausa y Tanner vio que, bajo la piel de su rostro pétreo, la mujer tomaba una resolución.


Léala
—siseó Bellis de repente. Casi con violencia colocó una carta en sus manos y se dejó caer sobre la puerta.

—¿«Estatus Siete»? —murmuró—. ¿Qué coño es un Código Punta de Flecha? —Bellis no contestó. Había dejado de llorar. Lo miraba, enfurruñada como una niña
(pero ahora hay algo en el fondo de sus ojos, un poco de esperanza)
.

Tanner siguió leyendo, abriéndose camino por la espesura de los códigos y encontrando veredas de sentido, lugares en los que el significado de todo ello se volvía, inesperada y aterradoramente claro.

—¿«Ataque de magos beso»? —susurró, incrédulo—. ¿«El Cancro será inundado de soldados gusano»? ¿«Bombas-alga»? ¿Qué coño es todo esto? ¡Habla de una puta invasión! ¿Qué coño
es esto
? —Bellis lo miraba.

—Esto —repitió implacable sus palabras, como un eco— habla de una puta invasión.

Guardó un silencio cruel durante varios segundos y entonces se lo contó todo.

Él apoyó la espalda contra la pared, mientras aferraba el papel entre las manos y miraba el sello sin verlo y pasaba los dedos por la cadena que llevaba la identificación de Silas.

—Estaba usted en lo cierto sobre mí, ¿sabe? —dijo Bellis. Cuchicheaban para que la otra mujer que dormía en la casa no despertara. La voz de Bellis sonaba a muerte—. Estaba en lo cierto —repitió—. Armada no es lugar para mí. Sé lo que está pensando. Piensa «no debería confiar en esta zorra rica».

Tanner sacudió la cabeza, trató de negarlo pero ella no estaba dispuesta a permitírselo.

—Tiene usted razón. No soy de fiar. Quiero regresar a mi casa, Tanner Sack. Y si pudiera abrir una puerta y aparecer en la Ciénaga Brock o los Campos Salacus o Mafaton o Prado del Señor o cualquier otro lugar de Nueva Crobuzón, entonces, le juro por Jabber que la cruzaría.

Su intensidad casi hizo encogerse a Tanner.

—Pero no puedo —continuó—. Y sí, hubo un tiempo en que me imaginaba que venían a rescatarme. Me imaginaba que la marina acudía para llevarme a casa. Pero hay dos cosas que lo impiden. Quiero ir a casa, Sack. Pero… —titubeó y pareció hundirse un poco— había otros en el
Terpsícore
que no desean lo mismo. Y sé lo que significaría… para usted y para los demás… para todos los Rehechos de Nueva Crobuzón… el ser… rescatados. —Volvió los ojos hacia él y su mirada no titubeó un ápice—. Puede creerme usted o no, según le plazca, pero eso no es algo que yo quiera. No me hago ilusiones sobre Nueva Crobuzón, ni sobre el transporte. No sabe usted nada sobre mí, Tanner Sack. No sabe nada sobre lo que me obligó a embarcar en aquel puto barco asqueroso. Por mucho que quiera regresar a casa —dijo—, sé que lo que es bueno para mí no tiene por qué serlo para ustedes y no tomaría parte en ello voluntariamente. Y esto es cierto —dijo de repente, como si estuviera sorprendida, como si se lo estuviera diciendo a sí misma—. Esa discusión ya la perdí. Lo reconozco. Eso es cierto.

Titubeó un instante y entonces lo miró.

—Y aunque usted pensase que todo esto no es más que un montón de mentiras, señor Sack, siempre está el segundo factor.
No hay nada que yo pueda hacer
. No puedo marcharme con los Samheri, no puedo darle su emplazamiento a la marina de Nueva Crobuzón. Estoy atrapada en Armada. Estoy
atrapada
del todo.

—¿Y quién es Silas Fennec? —dijo él—. ¿Y qué es esto? —agitó la carta.

—Fennec es un agente de Nueva Crobuzón, tan atrapado como yo. Atrapado con información —dijo con frialdad—. Información sobre una puta invasión.

—¿Quiere que caiga? —demandó—. Esputos divinos, entiendo que no sienta ningún amor por el lugar. ¿Por qué iba a sentirlo, por Jabber? ¿Pero de verdad quiere que Nueva Crobuzón
caiga
? —su voz se volvió dura de repente—. ¿No tiene amigos allí? ¿Familia? ¿No hay nada en la puta ciudad que le gustaría preservar? ¿De veras no le importa que caiga a manos de Las Gengris?

Al sur de la calle Wynion, no muy lejos, en los Campos Pelorus, había un pequeño mercadillo. Lo montaban en unas cocheras situadas tras un almacén los días de la huida y los días del polvo. Era demasiado pequeño para tener nombre.

Era un mercado de zapatos. Usados y nuevos, imperfectos y perfectos. Zuecos, zapatillas, botas, etc.

Durante muchos años fue el lugar favorito de Tanner en Nueva Crobuzón. No es que comprase más zapatos que los demás, pero le encantaba recorrer aquel pequeño espacio junto a las mesas de cuero y lona, escuchando los gritos de los vendedores.

Había algunos pequeños cafés en la callejuela y había acabado por conocer bastante a los propietarios y a los clientes habituales. Cuando no tenía trabajo y sí un poco de dinero en el bolsillo, solía pasar las horas muertas en el Café de Boland, cubierto de hiedra, y charlaba y discutía con Boland e Yvan Curlough y Sluchnedsher el vodyanoi y se apiadaban del loco Jacobs Espiral y le pagaban un trago.

Tanner había pasado muchos días allí, en una neblina de humo, té y café, observando los zapatos a través de las ventanas imperfectas de Boland mientras las horas pasaban y pasaban. Podía vivir sin aquellos días, por el amor de Jabber. Ni es que fueran una droga para él. No es que se pasase las noches en vela recordándolos.

Pero fue en eso en lo que pensó, instantáneamente, cuando Bellis le pregunto si no le importaba que la ciudad cayera.

Por supuesto que la idea de que Nueva Crobuzón y toda esa gente a la que conocía (y en la que no había pensado desde hacía mucho tiempo) y todos esos lugares en los que había estado, destruidos y anegados por los grindilú (figuras que existían en forma de pesadilla en su cabeza), por supuesto que lo aterraba. Por supuesto que no les deseaba tal cosa.

Pero la inmediatez de su propia reacción lo había asombrado. No había implicado nada intelectual, ningún pensamiento. Contempló por la ventana aquella noche sofocante de la isla y se recordó a sí mismo, mirando por otras ventanas, de cristal grueso y multicolor, que daban al mercadillo de zapatos.

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