—Shekel —dijo Bellis con voz tranquila—. ¿Te importaría salir un momento? —pero Tintinnabulum la interrumpió.
—No hay necesidad —dijo. Su voz, digna y melancólica, parecía muy distante. Empezó a hablar en un correcto ragamol con un poco de acento—. Es usted de Nueva Crobuzón, ¿verdad? —Ella no respondió y él asintió con lentitud, como si lo hubiese hecho—. Estoy hablando con todos los bibliotecarios… en especial con aquellos que, como usted, catalogan las nuevas adquisiciones.
¿Qué es lo que sabes de mí?
, se preguntó Bellis, precavida.
¿Qué te ha contado Johannes? ¿O acaso sigue protegiéndome, a pesar de nuestra discusión?
—Aquí tengo… —Tintinnabulum le enseñó una hoja de papel— una lista de autores cuyos libros nos interesaría encontrar especialmente. Son escritores que pueden sernos de gran utilidad en nuestro trabajo. Le pedimos que nos ayude. Ya contamos con algunas de sus obras y estamos impacientes por encontrar cualquier otra. En otros casos se especifica que son los autores de volúmenes que estamos buscando. Sobre otros no sabemos más que rumores. Comprobará que las obras de tres de ellos ya figuran en el catálogo… estos libros ya los conocemos pero estamos interesados en todos los demás. También puede que uno o más de estos nombres aparezcan en la siguiente remesa de libros que llegue. O puede que lleven siglos en la biblioteca y se hayan extraviado en las estanterías. Hemos registrado cuidadosamente las secciones relevantes: biología, filosofía, taumaturgia, oceanología. Pero no hemos encontrado nada. Claro que podríamos haber cometido errores. Querríamos que mantuviera los ojos bien abiertos para nosotros, en los nuevos libros que vayan llegando, en los extraviados que encuentre detrás de las estanterías y siempre que catalogue volúmenes que no figuren aún en los registros.
Bellis tomó la lista y la examinó. Esperaba que fuera muy larga. Pero, en el centro mismo de la hoja, escritos con una pulcra letra mecanografiada, sólo había cuatro nombres. Ninguno de ellos le decía nada.
—Ésa es la base de nuestra lista —dijo Tintinnabulum—. Hay más… enviaremos una versión mucho más larga a los escritorios, pero estos cuatro nombres debe aprendérselos usted de memoria para poder buscarlos… con asiduidad.
Marcus Halprin
. Aquél era un nombre de Nueva Crobuzón. Angevine le hacía disimuladas señas a Shekel mientras Tintinnabulum y ella se dirigían lentamente hacia la puerta.
Uhl-Hagd-Shajjer (Transliteración)
, leyó Bellis y a su lado el original, en la caligrafía lunar de Kadoh.
Debajo estaba el tercer nombre,
A. M. Cazagar
. De nuevo un nombre de Nueva Crobuzón.
—Halprin y Cazagar son autores relativamente recientes —le dijo Tintinnabulum desde la puerta—. Creemos que los demás son más antiguos… probablemente un siglo o dos. Le dejamos que siga con su trabajo, señorita Gelvino. Si encontrara algo de lo que buscamos, cualquier obra de estos autores que no figure en los catálogos, le ruego que venga a verme a mi barco. Es el que está anclado junto al extremo de estribor de Anguilagua, el
Castor
. Puedo asegurarle que cualquiera que nos ayude será recompensado.
¿Qué sabes de mí?
, pensó Bellis ansiosamente mientras la puerta se cerraba.
Suspiró y volvió a mirar el papel. Shekel se asomó por encima de su hombro y empezó, con voz vacilante, a decir los nombres en alto.
Krüach Aum
, leyó Bellis al fin, ignorando el lento progreso de Shekel por las sílabas.
Qué exótico
, pensó sardónicamente mientras observaba la escritura, una variante arcaica del ragamol.
Johannes te mencionó. Es un nombre Kettai
.
Tanto Halprin como Cazagar contaban con obras en los catálogos. Los de Cazagar eran los dos primeros volúmenes de
Contra Benchamburg: una Teoría Radical del Agua
. Los de Halprin eran
Ecologías marítimas
y
La Biofísica del Agua de Mar
.
Figuraba un gran número de obras de Uhl-Hagd-Shajjer, libros Khadohi que no parecían superar las cuarenta páginas de extensión por término medio. Bellis estaba lo bastante familiarizada con el alfabeto lunar como para tener una idea aproximada de cómo sonaban los títulos pero no tenía la menor idea de lo que significaban.
De Krüach Aum no había nada.
Bellis observaba a Shekel mientras éste se enseñaba a sí mismo a leer, revolviendo las hojas en las que había escrito palabras difíciles, garabateando otras nuevas a su lado al tiempo que pronunciaba los sonidos, copiando palabras de todos los papeles que lo rodeaban, de los archivos, de la lista de nombres que Tintinnabulum le había dejado a ella. Era como si en algún momento del pasado el muchacho hubiera sabido leer y ahora estuviera recordando.
A las cinco se sentó con ella y repasaron juntos
El Huevo Valiente
. Shekel respondió a sus preguntas sobre las aventuras del huevo ciñéndose con mucha pulcritud al cómic. Ella pronunció las palabras que no entendía, sílaba por sílaba, y lo guió por las confusiones de las letras mudas o irregulares. Él le dijo que había preparado otro libro, que lo había leído en la propia biblioteca aquel día.
Aquella noche, por vez primera, Bellis mencionó en su carta a Silas Fennec Se burlaba de su seudónimo pero admitía que su compañía, a pesar de su aire presuntuoso, había supuesto un alivio a varios días de soledad. Continuó trabajando con el
Estudio sobre las Bestias
de Johannes. Se preguntaba si Fennec volvería a aparecer y al ver que no lo hacía se fue a la cama con un irritado ataque de aburrimiento.
Soñó, y no por vez primera, con el viaje por río hasta la Bahía de Hierro.
Tanner soñó con ser Rehecho.
Volvía a encontrarse en la factoría de castigo de Nueva Crobuzón, donde sus nuevas extremidades le habían sido concedidas en desgarradores y narcóticos minutos de dolor y humillación. De nuevo resonaba en el aire un clamor de ruidos industriales y gritos; yacía maniatado sobre la madera pero esta vez el hombre que se inclinaba sobre él no era un biotaumaturgo enmascarado, sino el cirujano de Armada.
Al igual que había ocurrido el día anterior, el cirujano le mostraba gráficos de su cuerpo, con marcas rojas allí donde había trabajo que hacer, enmiendas marcadas como correcciones en un cuaderno de caligrafía infantil.
—¿Me dolerá? —preguntó Tanner y la factoría de castigo se esfumó, y el sueño se esfumó, pero la pregunta permaneció.
¿Me dolerá?
, pensó mientras yacía en la habitación solitaria.
Pero cuando estuvo de nuevo bajo el agua lo abrumó la añoranza y se dio cuenta de que temía menos al dolor que sentir aquella nostalgia para siempre.
Angevine le dijo a Shekel —con severidad— cómo debía tratarla mientras estuviera trabajando.
—No puedes hablarme de esa manera, chico —le dijo—. Llevo años trabajando con Tintinnabulum. Anguilagua me paga por cuidar de él, lo hace desde que lo trajeron aquí. Él me ha enseñado muchas cosas y le debo lealtad. Cuando esté trabajando no me estorbes, ¿de acuerdo?
Ahora le hablaba en sal la mayor parte del tiempo para obligarlo a aprender (era dura con él, quería traérselo a la ciudad sin demora). Mientras se volvía para marcharse, Shekel la detuvo y le dijo entre titubeos que no creía que pudiera pasar por su camarote aquella noche, que sentía que debía pasar una noche con Tanner, quien debe de sentirse un poco bajo de ánimo, dijo.
—Es bueno que pienses en él —le dijo ella. Estaba creciendo muy deprisa y en muchos aspectos. La lealtad, la lujuria y el amor no eran bastante para ella. Eran los frecuentes atisbos del hombre que había debajo del muchacho los que atizaban la verdadera pasión que sentía por él, los que aleaban su vaga calidez maternal con algo más duro, más básico y que la dejaba sin aliento.
—Dale a él esta noche —le dijo—. Y ven a darme a mí la de mañana, mi amante.
Pronunció esta última palabra con cuidado. Él estaba aprendiendo a recibir con elegancia esos pequeños presentes.
Shekel pasó varias horas a solas en la biblioteca, entre la madera y la vitela, el cuero medio carcomido y el polvo del papel. Permanecía en la sección de ragamol, rodeado por libros que sacaba con cuidado y abría a su alrededor, textos e ilustraciones como flores en el suelo. Poco a poco iba conociendo historias sobre patos y niños pobres que se convertían en reyes y batallas contra los trow y la historia de Nueva Crobuzón.
Anotaba todas aquellas palabras difíciles cuyos sonidos intentaban escapársele.
Curioso, sable, penoso, Jhessul, Krüach
. Las practicaba sin descanso.
Mientras vagaba entre las estanterías llevaba sus libros consigo y al final del día los devolvía a sus estantes, sin servirse de las signaturas, que no comprendía, sino de reglas mnemotécnicas inventadas por él mismo que le decían que éste iba entre el rojo grande y el pequeño de lomo azul y este otro al fondo, junto al libro con el dibujo de una aeronave.
Hubo un momento terrible de pánico. Sacó un libro de la pared y las formas de su interior, todas las letras, le resultaban conocidas pero mientras se sentaba frente a ellas y empezaba a deletrearlas, esperando que las palabras se formasen en su cabeza, se encontró con un galimatías. No tardó en ponerse frenético, temiendo haber perdido todo cuanto había aprendido hasta el momento.
Pero entonces se dio cuenta de que había cogido un libro de una estantería que estaba justo al otro lado de la sección de ragamol; que compartía aquel alfabeto que ahora era el suyo pero que lo ensamblaba en un idioma diferente. Al comprender que aquellos glifos que había conquistado podían hacer lo mismo por tantísimos pueblos diferentes que no se entendían entre sí, se quedó aturdido. Le encantaba compartir esto con ellos.
Abrió más libros extranjeros y pronunció o trató de pronunciar los sonidos que formaban las letras y se rió al ver lo raro que sonaba todo. Miró con cuidado las ilustraciones y las comparó con las palabras. Al fin concluyó, inseguro, que en aquel idioma, aquella cadena concreta de palabras significaba «bote» y esta otra, «luna».
Con paso vacilante, se alejó un poco más de la sección de ragamol. iba eligiendo libros al azar y se quedaba boquiabierto ante sus impenetrables historias. Recorrió los lagos corredores de la sección de libros infantiles hasta que llegó a un nuevo estante y abrió un libro cuya escritura no conocía. Rió de puro deleite al ver aquellas extrañas curvas.
Siguió adelante y encontró otro alfabeto. Y un poco más allá, otro más.
Vivió horas de intriga y asombro explorando las estanterías de idiomas diferentes al ragamol. En aquellas palabras ininteligibles y aquellos alfabetos ilegibles encontró, no sólo un reverente asombro por la diversidad del mundo, sino también lo que quedaba del fetichismo del que había sido prisionero hasta aquel momento, cuando todos los libros eran para él como aquellos, nada más que objetos mudos con masa y dimensión y color pero sin contenido.
Aunque ya no era lo mismo, no del todo. No era lo mismo ver aquellas páginas inextricables y saber que tendrían significado para algún niño extranjero, como
El Huevo Valiente
,
La Historia de Nueva Crobuzón
y
La Avispa con Peluca
le habían rendido el suyo a él.
Miró aquellos libros escritos en Kettai Base y Alto, sunglari, lubboc y khadohi con una especie de fascinada nostalgia por su propio analfabetismo pero sin echarlo de menos por un solo momento.
Cuando Bellis salió del
Pincherman
el sol estaba ya muy bajo y Silas la estaba esperando. Lo vio, apoyado contra una borda, buscándola con la mirada.
Al verla esbozó una sonrisa.
Comieron juntos y charlaron, enfrentados en un elegante duelo verbal. Bellis no sabía si se alegraba de verlo o es que simplemente estaba cansada de la soledad, pero sea como fuere agradecía su compañía.
Él tenía una sugerencia. Era Dilibro 4 de Halconeras, un día de la sangre para los costrados y en Vos-y-los-Vuestros se celebraba un importante festival de lucha. Varios de los mejores luchadores del paseo de Sombras iban a participar para mostrar sus habilidades. ¿Había asistido alguna vez a un duelo de
mortu crutt
o de lucha callejera?
Le costó convencerla. Mientras vivía en Nueva Crobuzón nunca había visitado el alegre circo de Cadnebar o ningún otro de sus imitadores menores. La idea de asistir a esa clase de combates la repelía ligeramente y la aburría aún más. Silas se mostró insistente. Estudiándolo, se dio cuenta de que su deseo de asistir a las peleas no estaba motivado por sadismo o voyeurismo; no sabía lo que lo motivaba, pero era algo menos básico. O lo era de una manera diferente, acaso.
También se dio cuenta de que estaba ansioso por ir con ella.
Para llegar a Vos-y-los-Vuestros sobrevolaron el paseo de Sombras, hogar de los costrados. Su aerotaxi se movió con parsimonia sobre una torre de vigas inclinada situada en la parte trasera del gran coloso de hierro, el
Theriantropus
y siguió hacia estribor.
Era la primera vez que Bellis visitaba Vos-y-los-Vuestros.
Ya era hora
, se dijo, avergonzada. Estaba decidida a comprender la ciudad pero su resolución se arriesgaba a menguar y convertirse de nuevo en una nebulosa depresión.
El estadio se encontraba a proa del buque insignia de Vos-y-los-Vuestros, un gran clíper cuyas velas habían sido rajadas para formar dibujos decorativos, en mitad de la parte trasera del paseo de los mercaderes. Era un anillo de pequeña embarcaciones con gradas de asientos en las cubiertas dirigidas hacia un círculo de mar. A lo largo de sus extremos colgaban las opulentas góndolas de varios dirigibles. Eran los palcos de los ricos.
En medio se encontraba el escenario propiamente dicho: una plataforma de madera cuyo perímetro estaba jalonado con las lámparas de gas de latón que la iluminaban y los barriles que la mantenían a flote. Aquella era la arena en la que se luchaba: un círculo de barcos remozados y globos dispuesto en torno a un pedazo de madera a la deriva.
Con un poco de dinero y unas palabras, Silas les consiguió dos asientos de primera fila. Hablaba continuamente, en una voz baja que iba delineando a los políticos y personalidades que los rodeaban.
—Ése es el visir de Vos-y-los-Vuestros —le explicó—. Ha venido a recuperar el dinero que perdió al principio del Cuarto. La mujer de allí, la del velo, nunca muestra su cara. Se dice que pertenece al Consejo de Raleas —sus ojos se movían constantemente sobre la muchedumbre.