La observó mientras se quitaba la blusa y su respiración se entrecortó al ver toda aquella carne de mujer y la ansiedad e impaciencia en los ojos de ella. Sintió el calor radiante de su caldera (que no podía permitir que se apagara, le dijo ella, que consumía y consumía combustible sin cesar, vieja y estropeada e innecesariamente avariciosa) y vio el peltre de color oscuro donde se unía a la carne de los muslos como una ola. Sus propias ropas cayeron al suelo en fáciles capas y allí se quedó, temblando, alto y flacucho, la polla erecta y adolescente, mientras el corazón y la pasión lo llenaban con tal fuerza que hasta le costaba tragar saliva
.
Ella era una Rehecha, lo era (basura Rehecha), él lo sabía, lo veía y sin embargo sentía sin poder evitarlo lo que había en su interior y entonces le pareció que se arrancaba una gran costra de hábito y prejuicio que su hogar le había inscrito en la piel
.
Sáname, pensó sin comprender lo que pensaba, anhelando una transfiguración, sintió un dolor cáustico mientras se arrancaba a tiras la piel de su nueva vida y se exponía, desnudo e inseguro a ella, su nuevo aire. De nuevo la respiración entrecortada. Sus sentimientos se agolparon y brotaron en una hemorragia (la infección había terminado) y empezaron a resolverse, a sanar en una nueva forma, a cicatrizarse
.
—
Mi chica Rehecha
—
dijo mientras se preguntaba muchas cosas y ella se lo perdonó, al instante, porque supo que no volvería a pensarlo
.
No fue fácil, con los dos muñones de las piernas apresados a la carcasa de metal, formando una V estrecha, abierta sólo un poco, con apenas cinco centímetros de sus muslos por debajo de su coño en carne viva. Ella no podía abrirse para él ni tenderse y no fue fácil
.
Pero perseveraron. Y lo lograron
.
Shekel fue a ver a Bellis y le pidió que le enseñara a leer.
Conocía las letras del alfabeto ragamol, le dijo, y tenía una idea aproximada del sonido que correspondía a cada una, pero para él seguían siendo algo esotérico. Nunca había tratado de unirlas para formas palabras.
El muchacho parecía apaciguado, como si sus pensamientos estuvieran lejos de los pasillos de la biblioteca flotante. Tardaba más de lo usual en sonreír. No habló de Tanner Sack ni de Angevine, cuyo nombre había empezado hacía poco a sazonar sus conversaciones. Sólo quería saber si Bellis lo ayudaría a aprender a leer.
Después de acabar su jornada, pasaron más de dos horas repasando el alfabeto. Conocía los nombres de las letras, pero para él no eran más que entidades abstractas. Bellis le hizo escribir su nombre y él lo hizo, con borrones e inseguridad, deteniéndose a mitad de la segunda letra y pasando a la cuarta y regresando después para rellenar los espacios.
Reconocía su nombre escrito pero para él no era más que un conjunto de trazos de pluma.
Bellis le explicó que las letras eran instrucciones, órdenes que designaban normalmente el sonido que daba comienzo a sus nombres. Escribió su nombre de pila, separando cada letra de las vecinas más de dos centímetros. Entonces le ordenó que cumpliera con las órdenes que las letras le estaban dando.
Esperó mientras él pasaba con voz titubeante a través de la
be
y la
e
y la
elle
y la
i
y la
ese
. A continuación juntó más las letras y le dijo que volviera a cumplirlas —todavía despacio—. Y luego una vez más.
Finalmente reunió los caracteres en una palabra y le dijo que repitiera el ejercicio, sólo que esta vez deprisa, que hiciera lo que las letras le decían («mira lo juntas que están») de una sola pasada.
Be e elle i ese
.
(Confundido por el solapamiento de las vocales, tal como ella había esperado).
Lo intentó una vez más y a mitad del ejercicio se detuvo y empezó a sonreírle a la palabra. Miró a Bellis con un deleite tan completo que ella se sintió azorada. Pronunció su nombre.
Tras haberle enseñado los rudimentos de la puntuación se le ocurrió una idea. Se lo llevó de paseo por los intestinos de los barcos, atravesaron juntos las secciones de ciencia y humanidades en las que los eruditos leían encorvados a la luz de lámparas de aceite y ventanucos y luego entre los edificios, bajo la persistente lluvia, hasta el puente del
Recuerdo Corrosivo
. Era un galeón situado en el extremo exterior de la Biblioteca Gran Ingenio. Allí se guardaban los libros infantiles.
Había muy pocos lectores en la cubierta de los niños. Las estanterías que los rodeaban saltaban literalmente a los ojos con sus chillones colores. Bellis deslizaba la mano por los lomos de los libros al pasar a su lado y Shekel los observaba con profunda curiosidad. Se detuvieron al llegar al final del barco, donde se encontraban los catálogos, bajo un montón de libros.
—Mira —dijo Bellis—. ¿Lo ves? —le indicó la plaquilla de latón—. Rag. A. Mol. Estos son libros en nuestro idioma. La mayoría de ellos proviene de Nueva Crobuzón.
Sacó un par de ellos y los abrió. Durante una fracción de segundo, demasiado fugaz para que Shekel lo advirtiera, se quedó paralizada. Nombres manuscritos la escudriñaron desde las primeras páginas pero habían sido garabateados con lápices de colores por manos infantiles.
Bellis pasó las páginas rápidamente. El primer libro, grande, cuidadosamente coloreado a mano y lleno de ilustraciones en el sencillo estilo Ars Facilis que había estado de moda sesenta años antes, era para niños muy pequeños. Contaba la historia de un huevo que luchaba contra un hombre hecho de cucharas y, tras vencerlo, se convertía en alcalde del mundo.
El segundo era para niños más grandes. Era una historia de Nueva Crobuzón. Bellis se detuvo al instante al ver los dibujos de las Costillas y la Aguja y la Estación de la Calle Perdido. Lo hojeó con rapidez y su rostro se contrajo con muecas de divertido desprecio al reparar en la grotesca distorsión de los hechos que ofrecía. Los relatos sobre el Círculo Monetario y la Semana Polvorienta y, lo que resultaba aún más vergonzoso, las Guerras Piratas sugerían, en un lenguaje infantil e ingenuo, que Nueva Crobuzón era un baluarte de la libertad que siempre lograba sobrevivir a pesar de enfrentarse a fuerzas enemigas que contaban con una injusta e insuperable superioridad.
Shekel la estaba observando, fascinado.
—Prueba con éste —le dijo y le tendió
El Huevo Valiente
. Él lo tomó con aire reverente—. Es para niños pequeños —le dijo—. No te preocupes demasiado por la historia, te va a parecer muy tonta. No significa nada. Pero quiero saber si eres capaz de seguir el hilo de la narración, si puedes comprender lo que ocurre utilizando las palabras como te he enseñado antes. Cumple las órdenes de las letras, di las palabras. Seguro que te encuentras con algunas que no comprendes. Cuando eso ocurra escríbelas, haz una lista con ellas y tráemela.
Shekel la miró bruscamente.
—¿Que las escriba? —dijo.
Ella vio en su interior. Todavía se relacionaba con las palabras como si fueran entidades ajenas: bromas sutiles que por fin empezaba a comprender, aunque sólo un poco. Pero aún no estaba convencido de que fuera capaz de utilizarlas para codificar sus propios secretos. No se había dado cuenta de que al aprender a leer había aprendido a escribir.
Bellis encontró un lápiz y un pedazo medio usado de papel en uno de sus bolsillos y se los entregó.
—Tú limítate a copiar las palabras que no entiendas exactamente igual que aparecen en el libro. Y luego me las traes —le dijo.
Él la miró y otra de aquellas sonrisas beatíficas se instaló en su semblante.
—Mañana —prosiguió Bellis—. Quiero que vengas a verme a las cinco en punto y pienso hacerte algunas preguntas sobre la historia del libro. Además, quiero que me leas algunos pasajes —Shekel la miró mientras cogía el libro y asintió de forma vigorosa, como si acabasen de cerrar algún trato en la Perrera.
El comportamiento de Shekel cambió cuando salieron del galeón. Volvió a mostrarse socarrón, se pavoneó un poco al caminar e incluso empezó a hablarle a Bellis de la banda de los muelles a la que pertenecía. Pero aferraba
El Huevo Valiente
como si le fuera la vida en ello. Bellis registró el préstamo a su propio nombre, un acto de confianza que realizó sin pensar y que a él lo conmovió profundamente.
Aquella noche volvió a hacer frío y Bellis se sentó cerca de la estufa. Las rutinas de la cocina y la comida, con su implacable necesidad, empezaban a irritarla. Las llevaba a cabo sin la menor alegría, lo más rápidamente posible y a continuación se sentaba y seguía trabajando con los libros de Lacrimosco, tomando notas. A las nueve paró y sacó su carta. Escribió.
Azul, 27 de Polvo de 1779 (aunque esto no significa nada en este lugar. Aquí estamos a Disepre 4 del Cuarto de Halconeras, 6/317), Chimenea del
Cromolito
.
No pienso dejar de buscar. Al principio, cuando leía los libros de Johannes, los abría al azar, los hojeaba sin orden y juntaba lo que encontraba formando retazos, con la esperanza de hallar inspiración en ellos. Pero me he dado cuenta de que así no voy a llegar a ninguna parte.
El trabajo de Johannes, él mismo me lo dijo, es una de las fuerzas motrices que hay tras esta ciudad. La naturaleza del plan del que forma parte, que no quiso explicarme pero que es lo bastante importante como para arriesgarse a llevar a cabo un acto de piratería contra la mayor potencia de Bas-Lag, debe de estar escondida en alguna parte entre las páginas de sus libros. Al fin y al cabo, fue uno de esos libros el que lo convirtió en una tentación irresistible para los Amantes. Pero no alcanzo a sospechar siquiera cuál de sus obras puede ser la «lectura imprescindible» para el proyecto secreto del que me habló.
De modo que los estoy leyendo todos ellos con cuidado, uno detrás de otro; empiezo por el prefacio y continúo hasta el índice. Reuniendo información. Tratando de averiguar qué designios pueden esconderse en estas obras.
Por supuesto, no soy una científica. Nunca había leído libros como éstos. Gran parte de lo que contienen me resulta incomprensible.
«El
acetabulum
es una depresión situada en el extremo exterior del os innominatum, justo en el punto en que se unen el ilium y el isquium».
Leo estas frases como si fuesen poesía: ilium; isquium; os innominatum; ecto-cuneiforme y cresta nemial; plaquetas y trombín, queloides, cicatrix.
El libro que menos me ha gustado hasta el momento es
Anatomía de la Sárdula.
Johannes fue atacado una vez por una sárdula joven y debió de ser en aquella época cuando realizó la investigación que dio lugar al libro. Puedo imaginarme a la criatura, atrapada en una celda, sometida por medio de vapores soporíferos, sacudiendo el cuerpo mientras siente que va perdiendo la conciencia. Y luego muerta y transferida a un frío libro que va despellejando la pasión de Johannes al mismo tiempo que la piel de la sárdula. Una monótona relación de huesos y venas y tendones.
El libro que prefiero ha resultado una sorpresa. No es ni
Teorías de la Megafauna
, ni
La Vida Transplanar
, obras que tratan tanto de filosofía como de zoología y que por ello mismo esperaba que me resultaran más próximas que las otras. Sus abstrusas divagaciones me resultan intrigantes pero vagas.
No, el volumen que con más atención he leído, el que mejor he comprendido, el que más me ha interesado, ha sido
Depredadores de los Bajíos de la Bahía de Hierro
.
Es una concatenación de narraciones sumamente intrincada. Cadenas de salvajismo y metamorfosis. Puedo verlas todas. Cangrejos diablo y gusanos harapo. Una venera abierta en canal a cámara lenta por un hambriento pez estrella. Una anémona de cuentas devorando a un bocón con un estallido implosivo.
Johannes ha logrado conjurar un vívido paisaje marino para mí, lleno de polvo de conchas, erizos de mar y mareas implacables.
Pero no me revela nada nuevo sobre los planes de la ciudad. Sea lo que sea lo que los gobernantes de Armada tienen en mente, tendré que bucear más para averiguarlo. Seguiré leyendo estos libros. Son las únicas pistas que tengo. Y así no seguiré intentando comprender a Armada para poder aprender a vivir feliz en mi oxidada chimenea. Comprenderé
a dónde estamos yendo
y
por qué
y así sabré cómo escapar.
De repente llamaron a la puerta. Bellis levantó la mirada, alarmada. Eran casi las once en punto.
Se puso en pie con lentitud y bajó la estrecha escalera en espiral situada en el centro de la habitación cilíndrica. Johannes era la única persona en todo Armada que sabía dónde vivía y desde su altercado en el restaurante no habían vuelto a hablar.
Se acercó despacio a la puerta, esperó y la brusca llamada volvió a sonar. ¿Habría venido a disculparse? ¿A volver a enfurecerla? ¿Y ella? ¿Quería volver a verlo, quería volver a abrirle la puerta a esa amistad?
Se dio cuenta de que todavía estaba enfadada con él y también un poco avergonzada.
Llamaron una tercera vez y Bellis se adelantó, dispuesta a escuchar lo que tu viera que decirle para despedirlo a continuación. Cuando abrió la puerta se quedó helada y boquiabierta de asombro mientras la seca frase que había preparado se le escapaba convertida en un susurro junto al aliento.
Quien se encontraba en el umbral, encorvado a causa del frío y mirándola con cautela era Silas Fennec.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato, bebiendo el vino que Fennec había traído.
—No está nada mal, señorita Gelvino —dijo al fin mientras examinaba con mirada apreciativa el cilindro de metal gastado que era su casa—. Muchos de los recién llegados se encuentran en lugares mucho menos atractivos. —Bellis enarcó una ceja pero él volvió a asentir—. Le prometo que es cierto. ¿No los ha visto?
Por supuesto que no.
—¿Dónde vive usted? —le preguntó.
—Cerca del paseo Vos-y-los-Vuesrros —dijo él—. En la base de un clíper. Sin ventanas —se encogió de hombros—. ¿Son suyos? —señaló los libros que había sobre la cama.
—No —dijo ella y se apresuró a guardarlos—. Sólo me dejaron mi cuaderno de notas. Joder, me quitaron hasta libros que había… vaya, escrito yo misma.
—Lo mismo que a mí —dijo él—. Lo único que conservo es mi diario. Es el registro de años de viajes. Hubiera sido muy doloroso perderlo —sonrió.