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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (89 page)

Buscó primero a la gente que conocía bien. Hablaba rápidamente y con fiero entusiasmo. Una de las primeras a las que encontró fue Angevine y la incluyó con cuidado en el grupo de estibadores al que le estaba hablando, que no la conocían.

Su pasión era genuina, desprovista por completo de dobleces. No estaba dando discursos.

Bellis observaba cómo se movía entre la muchedumbre que aún seguía reunida en las cubiertas del
Grande Oriente
, arguyendo en tono rabioso sobre lo que habían visto, sobre lo que Hedrigall había visto, sobre cómo y por qué había regresado.

Temblaba de furia. Bellis lo seguía en un curso discreto e irregular. Lo observaba y estaba impresionada con su fervor. Observaba cómo se desperdigaban por la masa las reacciones de sorpresa y asombro, igual que una enfermedad. Observaba cómo se convertía la incredulidad en perplejidad y furia aterrada y luego en determinación.

Tanner insistía (ella lo oía) en que tenían derecho a conocer la verdad y una especie de incertidumbre se agitó dentro de Bellis.

Ella no sabía cuál era la verdad; no estaba segura de lo que creía. No sabía lo que se escondía detrás de la extraordinaria historia de Hedrigall. Había varias posibilidades diferentes. Pero eso no importaba. Ahora mismo se negaba a pensarlo. La habían llevado hasta aquel lugar y ella haría lo que debía y le pondría fin a todo.

Observó cómo aquellos con los que Tanner había hablado hablaban con otros, hasta que fue imposible seguirle el rastro a la historia. Empezó a moverse con impulso propio. Muy pronto, la mayoría de quienes referían una confusa versión de la historia de la huida de Hedrigall de la Cicatriz no podría decir cómo se había enterado.

Los Amantes habían contado gran parte de la verdad sobre la Cicatriz, tal como ellos la entendían, en una forma popular. Había poca gente en Armada que no supiera que las posibilidades manaban de ella, que ésa era la fuente de su poder. Algunos habían visto la espada de Uther Doul en funcionamiento: sabían lo que podía hacer la minería de posibilidades. Y allí, tan al interior del Océano Oculto, tan cerca de la propia Cicatriz, de la que brotaban posibilidades como el plasma, no era difícil creer que Hedrigall —
este
Hedrigall, que desvariaba encerrado en las cubiertas inferiores del vapor— estaba diciendo la verdad.

Y mientras su propio Hedrigall, el que huyó semanas atrás, podía estar en aquel momento a miles de kilómetros de distancia, sobrevolando el océano, o aplastado tras un accidente, o viviendo como ermitaño en alguna tierra extranjera o ahogado en el mar, los armadanos aceptaron que el que habían recogido era un casi-hombre. Un refugiado proveniente de un Bas-Lag terrible en el que Armada había sido destruida.

—Hace dos días —escuchó Bellis que decía una mujer con terror y asombro casi reverentes—. Todos, llevamos muertos dos días.

Era una advertencia. Nadie podía ignorarla.

Mientras el sol atravesaba el cuarto más bajo del cielo, la historia extendió sus dedos por todos los paseos. Su presencia contaminó la atmósfera.

Hedrigall estaba a buen recaudo y los Amantes cometieron el estúpido error de permanecer abajo, haciendo planes. Sobre sus cabezas, Tanner daba rienda suelta a su rabia y corría de barco a barco, difundiendo la noticia.

Bellis esperaba en el
Grande Oriente
, recordando la historia de Hedrigall… la recordaba tan bien que sentía que le llenaba la cabeza y volvió a ver de nuevo el aterrador colapso. No trató de evaluar lo que había dicho. Era una historia, una historia asombrosa, contada de forma asombrosa. Eso era lo único que importaba.

Veía a los armadanos ir y venir a su alrededor, debatiendo y discutiendo con aire sombrío. Se estaban haciendo planes, eso saltaba a la vista; había movimiento. Algo se estaba aproximando a su conclusión.

El tiempo se movió rápidamente. El sol estaba muy bajo. Por toda Anguilagua, los talleres estaban cerrando y sus trabajadores se reunían y convergían hacia el
Grande Oriente
.

A las seis en punto, los Amantes salieron. Algún rumor de lo que estaba ocurriendo se había filtrado hasta ellos, una consciencia imprecisa de que su paseo y la ciudad estaban en crisis.

Salieron a la luz, seguidos por Uther Doul, con expresiones duras y nerviosas en los semblantes. Bellis vio que pestañeaban de asombro ante las filas de ciudadanos que tenían delante. Docenas de ellos, alineados como un ejército harapiento: había hotchi y cactos entre los humanos, e incluso llorgiss de Anguilagua.

Sobre ellos, sacudiéndose mientras sus nervios morían bajo la luz del sol, se encontraba el Brucolaco. Y a la cabeza de todos, un poco adelantado y con la barbilla alzada, venía Tanner Sack.

Los Amantes miraron a sus hombres y mujeres y Bellis estuvo segura de ver que se encogían. Los observó un instante y luego los ignoró. Volvió la vista hacia su mercenario. Uther Doul no la miró a los ojos.

—Hemos hablado con Hedrigall —dijo la Amante con una voz que no traicionaba ansiedad alguna.

Para su asombro, Tanner Sack la interrumpió.

—Ahórranoslo —dijo. A su alrededor se intercambiaron miradas. La gente estaba impresionada por la fuerza de su voz.

Los Amantes lo miraron fijamente, mientras los ojos se les abrían ligeramente, con los rostros inescrutables.

—Ya basta de mentiras —dijo Tanner—. Sabemos la verdad. Sabemos dónde ha estado Hedrigall… este otro Hedrigall, el que habéis encerrado para esconderlo de nosotros. Sabemos
de dónde
viene.

Avanzó, y la masa avanzó con lentitud tras él, resuelta.

—Jaddosk —gritó Tanner—, Corscal, Guddrum, todos, id a buscar a Hedrigall. Está abajo, en alguna parte. Traedlo aquí. —Un grupo de cactos nerviosos se adelantó hacia los Amantes y Uther Doul y la puerta que había tras ellos.


¡Alto!
—gritó la Amante. Los cactos se detuvieron y miraron a Tanner. Éste avanzó y la multitud lo siguió. Envalentonados, los cactos volvieron a moverse.

—Doul… —dijo la Amante, con voz peligrosa. Todo el mundo se detuvo, al instante.

Uther Doul dio un paso adelante y se interpuso entre los Amantes y los armadanos que avanzaban.

Y, al cabo de un segundo, Tanner fue a su encuentro.

—¿Todos, Uther Doul? —dijo, lo bastante alto para que todos los que había a su alrededor lo oyeran—. ¿Quieres acabar con todos? ¿Crees que puedes hacerlo? Porque vamos a subir a Hedrigall aquí, y si los amenazas —señaló a los cactos—, entonces el resto iremos con ellos y nos amenazarás a todos. ¿Crees que puedes acabar con todos? Mierda, quizá puedas hacerlo, quizá sí, pero si lo haces… ¿qué? ¿A quién van a gobernar tus jefes entonces?

Había cientos de armadanos tras él y todos asintieron mientras hablaba y algunos hasta gritaron para mostrar que lo respaldaban.

La mirada de Uther Doul pasó de Tanner a las masas que venían tras él y luego regresó a Tanner. Y entonces mostró debilidad, su autoridad se quebrantó, titubeó y giró la cabeza. Inseguro, se volvió para mirar a sus jefes, en busca de una clarificación. Se encogió ligeramente de hombros y ladeó la cabeza en una pregunta muda.
Tiene razón, ¿qué queréis que haga? ¿Queréis que los mate a todos?

Al hacerlo, al mostrar una duda, le dio el triunfo a Tanner. Éste volvió a mover la mano y los cactos pasaron junto a Doul y los Amantes y entraron en el pasillo para buscar a Hedrigall, incómodos pero no asustados, sabiendo que no tenían nada que temer.

Los Amantes ni siquiera los miraron. Sus ojos estaban fijos en Tanner Sack.

—¿Qué más queríais saber? —dijo éste con voz dura—. Os han mostrado lo que nos pasará a todos. Pero esto os ha enloquecido tanto, os ha atrapado de tal modo, que hasta ignoraríais
lo que sabéis
. Aún queréis seguir adelante. Y no nos lo diríais, nos
mentiríais
, nos dejaríais seguir, mudos y estúpidos como el puto avanc, hasta el barranco. Ya es
suficiente
. Esto se acaba aquí. No vamos a seguir. Damos la vuelta.

—¡Maldita sea! —la Amante agitó el puño frente a Tanner mientras lo miraba a los ojos. Escupió en la cubierta, a sus pies—. ¡Puto cobarde!
¡Idiota!
¿De verdad crees que la historia que nos ha contado es cierta?
Piensa
un poco, maldición. ¿De verdad piensas que la Cicatriz es así? ¿Y de verdad te crees que, en medio de todo el océano, en medio de todo
el puto Océano Oculto
, íbamos a encontrarlo por pura casualidad? ¿Crees que es una jodida
coincidencia
que nuestro propio Hedrigall escapara y que luego encontremos a
otro
, de otro lugar, que cuenta historias para asustar a los idiotas?
¡Es el mismo hombre!
Éste ha sido siempre su plan, ¿es que no lo ves, joder? Pensamos que había huido, pero no lo hizo. ¿Dónde iba a ir? Soltó las amarras del
Arrogancia
y se escondió en algún lugar. Y ahora, cuando estamos tan cerca, tan jodidamente cerca del lugar más asombroso del mundo, aparece para asustarnos. ¿Por qué? Porque es un cobarde, como tú, como todos vosotros. Éste era su plan. Ni siquiera tuvo el valor necesario para huir solo. Esperó para llevaros a todos consigo.

Algunos vacilaron al escuchar sus palabras. A pesar de su furia desatada, no carecía de sentido.

Pero Tanner no cedió un ápice.

—Ibais a ocultar la verdad —dijo—. Ibais a mentir. Hemos venido con vosotros hasta tan lejos y nos ibais a mentir. Porque estáis tan ciegos de codicia que no podíais arriesgaros a que lo arruináramos todo. No sabéis nada sobre la Cicatriz —gritó—.
Nada
. No me hables de coincidencias, no me digas que es increíble… puede que sea así como
funciona
. No lo sabéis. Lo único que nosotros sabemos es que uno de los mejores hombres de Anguilagua que jamás he conocido está ahí abajo, encerrado en vuestra cárcel, advirtiéndonos que si vamos a la Cicatriz todos moriremos. Y yo lo creo. Esto se acaba aquí. A partir de ahora
nosotros
decidimos lo que se hace. Tomamos el control. Vamos a dar la vuelta, regresamos. Vuestras órdenes de seguir adelante…
ya no son válidas, coño
. No podéis encarcelarnos o matarnos a todos.

Hubo un rugido entonces, una exhalación de emoción en masa y la gente empezó a cantar aquí y allá,
Sack, Sack, Sack
.

Bellis no prestaba atención. Algo extraordinario estaba ocurriendo, algo casi inaudible bajo el estrépito que los rodeaba.

Tras Uther Doul, el Amante había estado observando y escuchando con incertidumbre en los ojos. Alargó un brazo, tocó a la Amante e hizo que se volviera, le dijo algo que nadie pudo oír pero que hizo que ella reaccionara con incredulidad y cólera.

Los Amantes estaban discutiendo.

El silencio se fue haciendo en la multitud mientras se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo. Bellis contuvo el aliento. Aquello la asombró profundamente. El que pudieran estar susurrándose, mientras enrojecían, las cicatrices blancas de rabia, entre siseos, musitados tajantes que fueron ganando en fuerza poco a poco hasta que se convirtieron en gritos, ignorando a quienes los rodeaban que los observaban presa de un asombro estúpido.

—…tiene razón —escuchó Bellis que gritaba el Amante—. Tiene razón, no lo sabemos.

—¿
Qué
es lo que no sabemos? —respondió la Amante con otro grito. Su rostro parecía ultrajado, terrible—. ¿
Qué
es lo que no sabemos?

Sobre sus cabezas, una bandada de pájaros asustados cruzó el cielo y descendió rápidamente para posarse en algún lugar que desde allí no se veía. Armada crujió. El silencio seguía y seguía. Tanner Sack y los demás amotinados estaban paralizados. Observaban la discusión entre los Amantes con un asombro más digno de un acontecimiento geológico.

Mientras Bellis seguía con la mirada al último de los pájaros, sus ojos fueron a posarse sobre la figura destrozada del Brucolaco y se quedaron allí, a pesar de que el vampiro la repugnaba. Sus convulsiones estaban muriendo, su cuerpo se calmaba. Había abierto los ojos, del blanco color de la leche y ciegos por la luz del sol, y sacudía la cabeza lentamente.

Estaba escuchando. Bellis estaba segura.

Los Amantes ignoraban todo cuanto ocurría a su alrededor. Uther Doul se hizo a un lado en silencio, como si quisiese ofrecerle una mejor visión a la asamblea.

No hubo ningún otro sonido.

—No lo sabemos —volvió a decir el Amante. Bellis sintió como si un arco de calor o electricidad hubiese saltado entre los ojos de los dos Amantes—. No sabemos lo que hay más allá. Podría tener razón. ¿Podemos estar seguros? ¿Podemos correr el riesgo?

—Oh… —respondió la Amante y su voz brotó como un suspiro quejumbroso. Contempló a su Amante con terrible decepción y congoja—. Oh, maldita sea —resolló en silencio—, dioses, púdrete y jódete hasta que te mueras.

Volvió a reinar el silencio y una estupefacción palpable.

—No podemos obligarlos —dijo el Amante al fin. Su voz temblaba violentamente—. No podemos gobernar sin consenso. Esto no es una guerra. No puedes enviar a Doul contra
ellos
.

—No me des la espalda ahora —dijo la Amante con la voz inestable—. Me estás dando la espalda. Después de todo lo que hemos hecho. Después de que te hiciera. Después de que nos hiciéramos el uno al otro. No me niegues…

El Amante miró a su alrededor, al círculo de rostros que los rodeaba. Un pánico visible se apoderó de él. Extendió las manos.

—Vamos adentro.

La Amante estaba rígida, sus cicatrices brillaban. Estaba tensa por el esfuerzo que le costaba controlarse. Sacudió la cabeza, enfurecida.

—¿Desde cuando nos importa que nos escuchen? ¿Qué es esto? ¿Qué te ha pasado? ¿Es que eres tan idiota como estos necios? Tú crees que el cuento que nos ha contado ese bastardo es cierto, ¿no? ¡Tú lo crees!

—¿Aún soy

—contestó el Amante con un chillido— y tú aún eres
yo
? ¿O no? Eso es lo único que importa.

Estaba perdiendo algo. Algo se le estaba escapando entre los dedos. Bellis veía cómo se atenuaba y marchitaba dentro de él una conexión tan vital como un cordón umbilical, y luego se secaba y se partía. Sacudiendo los brazos, enfurecido, aterrorizado de repente, solo por vez primera desde hacía muchos años, trató de decir algo más.

—No podemos hacerlo, no podemos. Harás que lo perdamos
todo

La Amante lo observó, con el rostro frío como el hielo.

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