—Esperaba más de ti —dijo lentamente—. Creía que había completado mi alma.
—Y lo habías hecho, lo habías hecho, lo hiciste —dijo el Amante, frenético, tan patético que Bellis tuvo que apartar la cara por la vergüenza.
Los cactos trajeron en brazos a Hedrigall desde las cubiertas inferiores y su llegada fue recibida por un estallido de júbilo.
Todo el mundo le gritaba preguntas que lo asustaban y a las que no podía responder. La gente bailaba y gritaba y decía su nombre mientras él los miraba, borracho de lo que parecía terror desorientado. Los cactos, a quienes no lastimaban sus espinas, lo asieron y se lo cargaron a hombros, desde donde se balanceó con aspecto inestable y miró a su alrededor, perplejo.
—¡Damos la vuelta! —gritó Tanner Sack—. ¡
Damos la vuelta
a la ciudad! ¡Traed al Amante! Traed a alguien que sepa cómo hacerlo. Que las dotaciones vuelvan a las grúas de las riendas. Tenemos que enviarle una señal al puto avanc, vamos a
dar la vuelta
. —Envalentonada, la multitud buscó a los Amantes mientras demandaban que les dijeran cómo se hacía, pero los Amantes habían desaparecido.
En el tumulto que había seguido a la aparición de Hedrigall, en aquel carnaval, la Amante se había vuelto, enfurecida y había regresado corriendo a su habitación, seguida por el Amante.
Y, observándolos con mucho detenimiento, preparándose para tomar una ruta diferente, para tratar de entender una última vez lo que había hecho y lo que le habían dicho, fue Bellis Gelvino.
Al entrar en el pasillo, oyó una nueva discusión.
—Yo gobierno aquí —escuchó que decía el Amante, con la voz tensa y comedida—. Yo gobierno este lugar,
nosotros
lo gobernamos, eso es lo que hacemos, eso es lo que
somos
, joder… No hagas esto. Conseguirás que lo perdamos todo.
La Amante se volvió hacia él y Bellis estuvo de repente a la vista. Pero la Amante apenas le dedicó una fracción de segundo y enseguida apartó la mirada, sin preocuparse. No le importaba un ápice quién pudiera estar escuchando.
—Tú… —dijo, mientras tocaba el rostro del Amante. Sacudió la cabeza y cuando volvió a hablar lo hizo con gran tristeza y resolución—. Tienes razón. Ya no gobernamos aquí. Ésa nunca ha sido la razón de mi presencia aquí. No voy a pedirte que vengas conmigo. —Por un segundo, su voz estuvo a punto de quebrarse—. Te me has arrebatado.
Se volvió y, mientras el Amante le suplicaba, le rogaba que lo escuchara, que atendiera a razones, que comprendiera, se marchó.
Bellis había oído bastante. Se quedó largo rato entre viejos heliotipos carentes de significado antes de regresar a las celebraciones que estaban teniendo lugar en el exterior, donde Tanner estaba tratando de dar órdenes, de hacer que la ciudad diera la vuelta.
Ruidosas cuadrillas, sin saber muy bien lo que hacían, conectaron las grúas que manejaban las riendas del avanc. Y lentamente, a lo largo de varios kilómetros, el avanc torció el morro en ciega obediencia y la colosal estela de la ciudad empezó a arquearse y Armada dio la vuelta.
Fue una curva larga y muy poco pronunciada que tardó un día entero en completarse. Y mientras la ciudad le daba la espalda al mar monótono, los piratas burócratas de Anguilagua corrían frenéticos de un lado para otro, tratando de descubrir quién estaba al mando.
La verdad los aterrorizaba: en aquellas horas anárquicas no había nadie que diera las órdenes, no había cadena de mando, ni orden, ni jerarquía, nada salvo una andrajosa y contingente democracia adoptada por el conjunto de los armadanos a causa de la necesidad. Los burócratas no podían aceptarlo y encontraron los líderes que buscaban en Tanner Sack y Hedrigall. Pero estos no eran más que dos participantes: el uno entusiasta, el otro confuso, arrastrado a hombros como una mascota.
¿Es así como termina todo?
Bellis está perdida en la excitación. Se siente débil en ella. Ahora es de noche y está corriendo con una multitud de ciudadanos sonrientes por el linde de Jhour, para asistir al regreso de los botes que llevan a los operarios de las grúas y entonces se da cuenta de que también ella está sonriendo. No sabe cuándo empezó a hacerlo.
¿Ha terminado?
¿Es así como termina todo?
La autoridad que mantenía Anguilagua bajo control y que se extendía más allá de ésta para imponer su voluntad al conjunto de Armada, ha desaparecido. Fue muy fuerte y muy poderosa y lo fue durante mucho tiempo, pero ahora se ha desvanecido con una velocidad y un silencio que dejan a Bellis aturdida.
¿Dónde han ido todos?
, se pregunta. Los gobernantes han desaparecido y la argamasa de su ley y su control, sus alguaciles y su autoridad, han desaparecido con ellos.
Sabiamente, los gobernantes de los demás paseos han permanecido en silencio y ocultos. No les serviría de nada tratar de hacerse con el control de esto, este estallido de furia popular y entusiasmo. No son tan necios como para intentarlo. Están esperando.
Todos los temores y los resentimientos y las incertidumbres, todo lo que se ha ido acumulado dentro de los ciudadanos durante semanas y meses, el residuo de cada vez que han tenido dudas y no han dicho nada: eso es lo que insufla aliento a esta reacción. Este motín. La extraordinaria, improbable historia de Hedrigall los ha liberado, les ha dado la certeza que necesitaban.
Para darle la vuelta a la ciudad.
Hasta donde Bellis puede ver, no hay saqueos, no hay violencia ni incendios ni disparos. Todo esto tiene que ver con una sola cosa. Tiene que ver con escapar con vida de este mar pavoroso. El avanc sigue herido pero está avanzando y Bellis puede ver las estrellas y sabe que están regresando al Océano Hinchado.
Es lo que ella quería. Cada kilómetro que se alejaba de Nueva Crobuzón era una derrota. Lo ha intentado todo para conseguir que la puta ciudad diera la vuelta, que volviera en dirección a su hogar y ahora, de forma repentina y por completo inesperada, ha tenido éxito.
¿Cómo ha ocurrido esto?
, piensa. Sabe que debería sentirse orgullosa o triunfante, no como una espectadora perpleja y feliz.
No ignora la razón de sus preocupaciones. Hay preguntas y resentimientos en su interior. Recuerda lo que vio en los ojos de Doul.
Utilizada de nuevo
, piensa, horrorizada e insegura.
Utilizada de nuevo
.
Es una cadena compleja de manipulaciones la que la ha envuelto. Ahora no es capaz de desentrañarla. Aún no es el momento.
En un gesto grande y vulgar, se dejó que se consumieran las bengalas con las que los pilotos daban órdenes a los botes de las grúas. Era una celebración y un desafío: ya no las necesitamos, estaban diciendo los amotinados.
Aún había hombres y mujeres en las calles, sumidos en una frenética celebración, cuando las primeras luces del cielo aparecieron al este.
Bellis estaba en el
Grande Oriente
, cerca de la entrada a los pasillos en los que se encontraban los aposentos de los Amantes. Llevaba algún tiempo esperando. Recordaba lo que la Amante había dicho: «No voy a pedirte que vengas conmigo». Algo estaba llegando a su fin y ella quería presenciarlo.
Había otros en la cubierta, borrachos y cansados la mayoría, cantando y contemplando el mar, pero se callaron cuando la Amante apareció con Uther Doul a su lado. Hubo un momento, un momento feo, en que los ciudadanos recordaron su furia y podría haber ocurrido algo, pero pasó con rapidez.
La Amante llevaba baúles extrañamente abultados. No miraba a nadie más que a Doul. Bellis vio que uno de ellos contenía el quizasadiano, el insólito instrumento de Doul.
—¿Esto es todo? —dijo, y Doul asintió.
—Todo lo que he reunido, salvo mi espada —el rostro de la Amante estaba inmóvil. En calma, duro.
—¿Está preparado el barco? —preguntó y Doul asintió.
Caminaron juntos, sin ser molestados pero observados por todos los piratas, hacia el costado de babor del
Grande Oriente
y luego hacia la maraña de calles que recorría una densa costra de embarcaciones y llegaba hasta Puerto Basilio.
Bellis no apartaba la mirada de la puerta. Esperaba que apareciera el Amante, que llamara a su amante, o que corriera tras ella y le dijera que iba con ella, que nada los separaría, pero no lo hizo.
Nunca habían sido el otro. Nunca habían estado haciendo lo mismo. Quizá sólo por azar habían viajado juntos hasta tan lejos.
Al llegar al extremo del
Grande Oriente
, la Amante detuvo a Uther Doul y se volvió para lanzar una última mirada al barco. El sol no había salido aún, pero el cielo estaba iluminado y Bellis pudo ver su rostro con claridad.
A su través, corriendo desde el cuero cabelludo, sobre la mejilla derecha y hasta la mandíbula, había una nueva herida. Estaba cubierta por una fina capa de ungüento que la hacía brillar como si fuera barniz. Era profunda y de un intenso color rojo y atravesaba varias de las viejas cicatrices, como si quisiera apartarlas.
Bellis nunca escuchó historias sobre aquella última marcha, lo que era muy extraño. En todos los días y semanas que siguieron, cuando alguien hablaba de la noche del motín, nunca oyó hablar sobre la Amante y Uther Doul caminado con parsimonia a través de una ciudad cansada y embriagada por su propia rebelión.
Pero podía imaginarse la escena. Los veía avanzar, como sedados, la Amante triste y pensativa, mirando a su alrededor, memorizando los detalles de la ciudad que había ayudado a gobernar durante tanto tiempo. Cargando con su equipaje, sintiendo el peso de todos los libros de ciencia arcana, los tratados sobre minería de posibilidades que Doul le había dado.
Doul a su lado, la mano apoyada sobre la espada, para protegerla en sus últimos minutos a bordo de Armada. ¿Era necesario? ¿Tenía que acompañarla? Bellis no escuchó ninguna historia en la que se dijera que había luchado contra sus conciudadanos.
¿Y estaba la Amante de veras sola?
Parecía difícil de creer que tras tantos años de presencia allí no hubiera nadie dispuesto a seguirla. Su lógica narrativa no era el mercantilismo brutal que impulsaba a Armada pero ¿era posible que le fuera ajena a todos los ciudadanos? Ella no hubiera podido manejar un barco, ni siquiera uno pequeño, por sí sola. A Bellis no le costaba imaginar que, mientras caminaba por la ciudad, atraía a su lado a ciertos hombres y mujeres que abandonaban sus escondites, que sentían su paso y acudían. Alienados por sus vecinos, impelidos por otras motivaciones, una pequeña muchedumbre reunida gota a gota tras la Amante y Uther Doul, caminando a su mismo paso, también cargando con sus equipajes y preparados para abandonar la ciudad.
Románticos, narradores de cuentos, inadaptados, los suicidas y los locos. Bellis se los imaginaba tras la Amante.
No podía sino pensar que había una pequeña tripulación de ellos cuando por fin la Amante emergió bajo los aleros y atravesó los almacenes desiertos de los muelles. Se imaginó que debían de haberse unido a ella en la cubierta del barco preparado y que la habrían ayudado a encender y atizar los motores antes de partir, antes de decir adiós.
Pero Bellis no lo sabía. Puede que la Amante se hubiese marchado sola.
Lo único que sabía era que al cabo de casi una hora, mientras el sol estaba aún muy bajo y vertía una luz muy densa, un velero atravesó sin que nadie lo molestara la estrecha entrada de Puerto Basilio y salió al mar. No era grande. Su cubierta estaba equipada con pequeñas grúas y cabrestantes, toda clase de motores y calderas cuyos propósitos Bellis ignoraba por completo. Parecía bien preparado y limpio.
Bellis no podía verlo con claridad. Su mirada sobrevolaba los contornos irregulares de los tejados de Armada, planos y en vertiente, rojos y grises, de pizarra, de hormigón, de hierro y apenas alcanzaba a distinguir el progreso del navío bajo la luz oleosa del sol de la mañana, junto a los demás navíos amarrados cuidadosamente en el puerto, a través de la abertura en la materia de barcos que constituía la ciudad. Podía ver el humo de madera que expulsaba mientras las fuertes y extrañas corrientes del Océano Oculto se lo llevaba.
A poca distancia de Bellis, el Amante estaba observando.
Sus ojos estaban tan inundados de lágrimas que parecía que se los hubiera frotado con tierra. Y, por supuesto, en su mejilla sólo se veían las viejas cicatrices.
El barco aceleró. Se movió con una velocidad firme y determinada que Bellis nunca había presenciado en el Océano Oculto. Sin alharacas, sin salvas de artillería o fuegos artificiales, tomó rumbo norte, en sentido contrario a la ciudad, en medio de su estela y hacia el horizonte, hacia la Cicatriz.
Mucho tiempo después de que hubiera desaparecido de la vista, Uther Doul regresó al
Grande Oriente
, solo.
Doul estaba de pie bajo el mástil en el que habían crucificado al Brucolaco, cuyos débiles chillidos daban comienzo como de costumbre con la mañana.
—Bajadlo —dijo con autoridad a un grupo de hombre y mujeres próximos. Levantaron la mirada, sobresaltados, pero no hicieron ninguna pregunta—. Bajadlo y llevadlo a su casa.
Y en aquella mañana extraordinaria, mientras la ciudad se abría camino a tientas hacia unas reglas nuevas y nadie sabía lo que era permisible o normal o aceptable o correcto, la piadosa orden de Uther Doul fue obedecida.
Ya no eres el Amante
, pensó Bellis de repente. Volvió la vista hacia la línea del horizonte, donde el pequeño velero había desaparecido. Pensó en la discusión de los Amantes y en la nueva herida, una cicatriz recién nacida que desgarraba el rostro de la Amante, que la volvía a crear, separada de él.
Ya no eres el Amante
.
Trató de concebirla de nuevo, allí, al timón de su nave, de camino al lugar más extraordinario del mundo. Trató de pensar en ella de otro modo, de ser clara, de otorgarle crédito o culpa de acuerdo a sus merecimientos, de pensar en aquella mujer, pilotando un navío perdido hacia el fin del mundo, sin seguir más planes o deseos que los propios.
Pero seguía pensando en ella como
Amante Amante Amante
, a pesar de que trataba de no hacerlo.
No conocía el nombre de la mujer.
Las cosas han estado muy liadas por aquí. Nunca podrías creer lo que he estado haciendo
.
Ya no vamos a la Cicatriz. Estamos regresando por donde vinimos. Volvemos a como eran las cosas antes
.