En algún lugar situado a más de tres y menos de cinco mil kilómetros de la frontera de Océano Oculto, el avanc está enfermo.
Unos pocos kilómetros después de las repulsivas manchas de pus, el avanc se detuvo.
Desesperados, los ingenieros y taumaturgos incrementaron las señales repetitivas enviadas por el motor de leche de roca, pero no hubo respuesta. El avanc estaba completamente inmóvil.
Flotaba estático, incapaz de moverse o sin deseos de hacerlo, a varios kilómetros de profundidad.
Y una vez que todo lo que los cuidadores del avanc y los médicos sabían hacer estuvo hecho y siguió sin ocurrir nada, cuando se hubieron probado todas las longitudes de onda posibles para tratar de conseguir que la bestia reanudara su marcha y ésta no hubo respondido, sólo quedó una opción. No podía permitirse que la ciudad siguiera parada.
El avanc estaba enfermo y ningún científico sabía por qué. Tendrían que examinarlo de cerca.
El batiscafo de Anguilagua pendía como un péndulo descompensado de la grúa del
Montonero
, un barco factoría situado a estribor del
Grande Oriente
. El sumergible era una esfera achaparrada de la que sobresalían tuberías y cubierta de remaches, extrusiones fortuitas en el hierro reforzado. El motor asomaba en la parte trasera, como un fardo. Las cuatro portillas y la lámpara química estaban dotadas de cristales del grosor de una mano extendida.
Los ingenieros y las cuadrillas de obreros comprobaban apresuradamente y reparaban el vehículo submarino.
La tripulación del batiscafo
Ctenophore
se estaba preparando en la cubierta del
Montonero
, poniéndose los monos y revisando los libros y tratados que habían traído. Una piloto costrada, Chion, cuyo rostro mostraba las señales de laceraciones rituales; Krüach Amun (Y Bellis, que estaba observando, sacudió la cabeza al verlo, su antiguo pupilo, cuya boca esfínter se dilataba con la agitación); y delante de todos ellos, con un aspecto excitado, orgulloso y aterrado a partes iguales, Johannes Lacrimosco.
No había tenido otra opción que ir: él más que nadie, a excepción de Krüach Aum, entendía al avanc y era imperativo que la criatura recibiera los mejores cuidados posibles. Bellis sabía que hubiera ido aunque los Amantes no lo hubieran obligado.
—Vamos a bajar —le había dicho algún tiempo antes, mirándola con la misma expresión que se veía ahora en su rostro, mientras se preparaba en la cubierta del
Montonero
—. Vamos a echar un vistazo. Tenemos que curarlo —y si bien parecía aterrado, no parecía menos excitado.
Como científico, estaba fascinado. Ella vio miedo en él, pero ningún pesimismo. Bellis lo recordaba describiendo la cicatriz que tenía, provocada por la mordedura de una sárdula. Puede que fuera un auténtico cobarde, pero su cobardía era sólo social. Nunca lo había visto encogerse frente a los peligros que sus investigaciones acarreaban. Y tampoco se había resistido a aquel encargo aterrador.
—Bueno —había dicho Bellis con mucho cuidado—. Te veré dentro de pocas horas, supongo —y Johannes estaba tan excitado que su voz mesurada, la cuidadosa neutralidad de su tono, que socavaba el significado de las palabras y subrayaba el peligro que estaba corriendo, pasó inadvertido para él. Asintió con aire ingenuo, le apretó el hombro en un torpe gesto de despedida y se marchó.
Los preparativos se prolongaron bastante. No se había reunido demasiada gente en el extremo de popa de la ciudad para observarlos y asistir a su marcha. El aire tenso de la ciudad mantenía a la gente alejada. No era que no les importase, sino que se sentían faltos de energía, como si les hubiese sido succionada hasta dejarlos secos.
Johannes levantó la mirada hacia los escasos espectadores y saludó. Acto seguido, entró en la cabina del
Ctenophore
.
Bellis observó cómo sellaban la escotilla de la destartalada embarcación. Observó cómo colocaban el batiscafo sobre el agua, con un balanceo que daba mareos y recordó aquel mismo movimiento cuando había bajado a Ciudad Salkrikaltor. Una enorme grúa del
Montonero
empezó a largar un grueso cable reforzado envuelto en goma y el sumergible inició su descenso.
Tocó las aguas del Océano Oculto con un chapoteo sordo y se hundió sin pausa debajo de ellas. Tardaría al menos tres horas en alcanzar el avanc. Bellis observó las ondas del sumergible que desaparecía hasta que sintió a alguien detrás de ella y, al volverse, se encontró con Uther Doul.
Apretó los labios y esperó. Él la estudió con calma y no habló durante varios segundos.
—Estás preocupada por tu amigo —le dijo—. El
Grande Oriente
es zona prohibida mientras dure esta emergencia pero, si quieres, puedes esperar aquí hasta que regrese.
La llevó a una pequeña habitación situada en la parte trasera del
Grande Oriente
cuya ventanilla daba al
Montonero
. Doul la dejó allí sin decir palabra y cerró la puerta tras de sí. Pero la había llegado a un lugar más cómodo y mejor amueblado que sus propios aposentos y cinco minutos después de que hubiera llegado, uno de los camareros de Anguilagua le trajo un té sin que se lo hubiera pedido.
Bellis se lo tomó a sorbitos mientras contemplaba el agua. Estaba perpleja e inquieta. No entendía por qué la trataba Doul con aquella indulgencia.
Al principio, en la diminuta cámara esférica del
Ctenophore
, en la que tres cuerpos se amontonaban juntos, hacía meramente calor. Se apretaban los unos contra los otros, circunvalando los brazos y las piernas de los demás para poder asomarse por las pequeñas portillas.
La luz desapareció con asombrosa velocidad y Johannes asistió a esta mengua de la visibilidad con nerviosa fascinación. Estaban descendiendo junto a una de las cadenas que sujetaban al avanc, dejando atrás un gigantesco eslabón tras otro, cubiertos todos ellos por una capa de crustáceos y generaciones de algas. Plácidos peces con ojos de ternero investigaban su luz, contemplaban a los intrusos conforme descendían, nadaban en espiral alrededor de los tubos por los que se les suministraba aire y se apartaban de las burbujas que exhalaba su embarcación.
A medida que la luz en el mar declinaba, la cadena iba adquiriendo un aspecto siniestro. Sus negros eslabones, sugerentes como jeroglíficos, se sumergían de forma casi vertical conformando patrones que de repente resultaban oscuros y tenebrosos.
Al borde de la oscuridad absoluta el mar parecía absolutamente inmóvil, ajeno a las corrientes del Océano Oculto. La tripulación no hablaba. La cabina estaba ahora a oscuras. Llevaban linternas químicas y luces a bordo pero no podían arriesgarse a gastarlas durante el descenso. Era abajo donde necesitarían ver. De modo que se acomodaron lo mejor que pudieron, apelotonados, en medio de la más profunda negrura que cualquiera de ellos hubiera experimentado jamás.
Sólo se oía el resollar de las respiraciones y una tenue percusión cuando alguien movía un miembro en la estrechez de la cabina y golpeaba el metal o a alguno de los otros. El susurro del aire bombeado. El motor no estaba encendido: era la gravedad lo que llevaba la nave a las profundidades.
Johannes escuchó el sonido de su propia respiración y la de los que lo rodeaban y se dio cuenta de que las estaban sincronizando de forma inconsciente. Lo que significaba que tras cada exhalación había una pausa, un momento en que podía fingir, durante una fracción de segundo, que estaba solo.
Ya estaban mucho más allá del alcance del sol. Calentaban el mar. El calor de las calderas se filtraba a la cabina y a través de la piel de metal del navío a un agua que lo devoraba con avidez.
El tiempo no podía sobrevivir a aquella inescrutable y calurosa oscuridad, al monótono susurro de aire y al crujido del cuero y el roce de la piel. Se rompía y desangraba. Los momentos no se sucedían unos a otros sino que nacían muertos.
Estoy fuera del tiempo
, pensó Johannes.
Por un instante aterrador sintió una claustrofobia que era como bilis pero se mantuvo en silencio y cerró los ojos (y se vio confundido por la oscuridad que encontró allí, ni más ni menos profunda que la que acababa de abandonar). Tragó saliva y se sobrepuso. Extendió la mano, palpó el cristal de la portilla y el tacto de la fría superficie humedecida por la condensación —al otro lado, el agua era como hielo— lo dejó estupefacto.
Tras incontables minutos, la oscuridad del exterior se quebró momentáneamente y la tripulación entera reprimió un jadeo mientras el tiempo regresaba como una descarga eléctrica. Una especie de lámpara viviente estaba pasando a su lado, un ser lleno de tentáculos que invirtió el cuerpo con una sacudida peristáltica, se envolvió a sí mismo en sus entrañas luminiscentes y salió disparado, llevándose consigo el austero resplandor.
Chion encendió la lámpara de proa. Tras algunos titubeos, su brillo fosforescente proyectó un cono de luz. Podían ver sus límites con tanta claridad como si estuvieran hechos de mármol. No había nada visible en el haz de la lámpara, a excepción de una sopa de diminutos detritos, partículas que parecían ascender mientras el
Ctenophore
se sumergía. No había nada que ver, ni lecho oceánico, ni vida marina, ni nada. Aquella oscuridad aplastante que habían iluminado los deprimió más profundamente que la oscuridad. Continuaron su descenso a oscuras.
El caparazón de hierro empezó a crujir a causa de la presión. Cada diez o doce segundos había un nuevo temblor y un nuevo crujido, como si la presión se estuviese incrementando en zonas repentinas y concretas.
La percusión se fue haciendo más fuerte conforme descendían, hasta que de repente Johannes se dio cuenta de que no era sólo su nave, no sólo era el metal que los rodeaba lo que se estremecía, sino el mar —todo el mar, las toneladas de agua que los envolvían— vibrando, sacudiéndose con convulsiones simpatéticas, un eco de los atronadores latidos que se alzaban desde abajo.
El corazón del avanc.
Cuando la enorme grúa del
Montonero
hubo largado kilómetros enteros de cable, saltó un cierre de seguridad y detuvo su descenso. El
Ctenophore
se estremeció, zarandeado por el atronador bombeo que lo rodeada. Sus ocupantes sentían los latidos del corazón del avanc a través del metal como algo sólido.
Chion encendió una lámpara, Los tres tripulantes del batiscafo se miraron los rostros sudorosos y color sepia. Resultaban grotescos, envueltos en sombras. Con cada latido que hacía temblar su nave, una sacudida de miedo atravesaba a cada uno de ellos. La oscuridad parpadeaba por toda la estrecha cabina, destellaba sobre los indicadores y diales.
Chion empezó a tirar de las palancas e introdujo varias tarjetas en el motor analítico que tenía a un lado. Hubo un momento aterrador en el que no ocurrió nada y entonces la esfera empezó a estremecerse con el sonido de sus mecanismos.
—Debe de estar a unos doscientos metros por debajo de nosotros —dijo Chion—. Nos lo tomaremos con calma.
Con un crujido, el
Ctenophore
se inclinó hacia abajo y se dirigió hacia el avanc
La lámpara volvió a cobrar vida. El frío rayo atravesó la interminable noche marina. Johannes estudió el agua, las partículas en suspensión y vio que se estremecía al ritmo del corazón del avanc. La boca se le llenó de saliva al pensar en aquellos millones de toneladas de agua ansiosos por aplastarlos.
Algo se volvió tangible debajo de ellos, como un fantasma. Johannes estaba aterrorizado. Descendían hacia una gran zona plana de oscuridad menos marcada, un campo quebrado y cubierto de guijarros que iba haciéndose visible poco a poco. Apenas discernible en un principio, fue creciendo en solidez mientras sus contornos fortuitos y quebrados iban apareciendo en el rayo fosfórico. Limoso y cubierto de rocas, se extendía en todas direcciones interrumpido tan solo por manchas, colonias de líquenes de las profundidades. Albergaba gran cantidad de vida marina. Johannes distinguió el tenue parpadeo de los peces bruja, seres ciegos, parecidos a las anguilas; los achaparrados ecurianos; los gruesos y pálidos trilobites.
—Estamos en lugar equivocado —dijo Chion con voz tensa—. Hemos llegado al lecho del océano —pero mientras pronunciaba la última palabra, la voz se le quebró y se tornó un susurro tembloroso al reparar en su error. Johannes asintió con una especie de triunfo y asombro, como un hombre en presencia de su dios.
El corazón del avanc volvió a latir y una enorme cresta interrumpió la vista, la reconfiguró de repente elevándose más de siete metros y levantando una nube de polvo y partículas mucosas. La gruesa cresta, extendida hasta donde alcanzaba la lámpara del Ctenophore, recorrió la superficie de la nudosa planicie, se dividió en dos o tres y dibujó varias sendas diferentes a lo largo de la llanura.
Era una vena.
Llena de sangre, pulsante, protuberante. Poco a poco, volvió a encogerse.
El sumergible estaba perfectamente situado. Se encontraban sobre la espalda del avanc.
Incluso Krüach Aum, carente de emociones como era, parecía estupefacto. Se acurrucaron juntos y cuchichearon en busca de aliento.
El paisaje que se extendía por debajo de ellos en todas direcciones era una bestia.
El
Ctenophore
avanzaba con lentitud, a unos ocho metros sobre la superficie del avanc, a lo largo de un valle situado entre dos venas. Johannes lo contemplaba a través de las aguas densas. Los colores de la criatura lo habían hipnotizado. Había esperado un blanco anémico pero la piel moteada del ser contenía estrías de cientos de tonos diferentes, arrolladas en espirales tan diferentes como huellas dactilares: gris guijarro, rojos, ocre.
En algunas zonas, sobresalían de la piel del avanc unas extrusiones córneas o rocosas: pelos que rodeaban al
Ctenophore
como árboles osificados. Chion hacía maniobrar el sumergible entre ellos.
Sobrevolaban orificios; impurezas y ampollas en la carne del avanc que de repente y de forma fortuita se dilataban, abrían agujeros boqueantes, túneles pulsantes de suaves paredes y jalonados de alvéolos más grandes que hombres y que conducían al interior de la carcasa.
El
Ctenophore
se deslizaba como una mota de polvo sobre la piel.
—En el nombre de los dioses, ¿qué estamos haciendo? —susurró Johannes.
Krüach Aum estaba tomando notas y bosquejos de forma apresurada mientras Johannes observaba boquiabierto lo que había ayudado a conjurar.