No mencionó el hecho que de nunca podría enviar esa carta, de que seguiría escribiéndola en Armada hasta su muerte.
No hay nada extraño en ello
, quiso decir.
Tiene sentido
. Sentía un feroz impulso de autodefensa.
No pienses en ello como si hubiera un vacío al otro extremo
, pensó con fiereza mientras lo miraba.
No es así
en absoluto.
—Tienes que escribir con cuidado —dijo Doul—. Sobre ti y nada más. Nada de chistes privados. Debe de ser una carta fría.
Sí
, pensó Bellis sin apartar la mirada.
Supongo que debe serlo
.
—Vosotros los exiliados —dijo Doul—. Vosotros y vuestros escritos. Silas Fennec es igual. Si lo miras ahora mismo lo verás tratando de escribir algo en su cuaderno de notas con la mano izquierda.
—¿Habéis dejado que se lo quede? —dijo Bellis mientras se preguntaba qué le habría ocurrido a su mano derecha y sospechaba que lo sabía. Uther Doul pasó la mirada de manera ostentosa por toda la habitación: sobre su ropa, los cuadernos, la carta.
—Ya ves cómo tratamos a nuestros prisioneros —dijo con lentitud y Bellis recordó que también ella era una prisionera, igual que Tanner Sack, igual que Fennec—. ¿Por qué no acudiste a los Amantes —dijo de repente— cuando Fennec te dijo que Nueva Crobuzón estaba en peligro? ¿Por qué no trataste de enviar un mensaje de ese modo?
—A ellos no les hubiera importado —respondió—. Hasta puede que se hubiesen alegrado: un rival menos en el mar. Y piensa en los restos que podrían saquear. No hubieran hecho nada.
Tenía razón y podía sentir que él lo sabía. Sin embargo, el gusano volvió a agitarse.
—Lee la carta —dijo de repente—. Demuestra que yo no sabía nada.
Él no respondió durante mucho tiempo.
—Has sido juzgada —dijo al fin.
Sintió que se le helaba la sangre en las venas. Sus manos empezaron a temblar; tragó saliva varias veces y apretó los labios.
—El Senado se reunió —continuó Doul— después de que interrogáramos a Fennec. En general se acepta que Sack y tú no tomasteis parte deliberadamente en el aviso a las fuerzas de Nueva Crobuzón. Se ha aceptado tu historia. No hace falta que me enseñes tu carta.
Bellis asintió y sintió que se le aceleraba el corazón.
—Colaborasteis —dijo él con la voz apagada, como muerta—. Contasteis todo lo que sabíais. Os conozco, os he estudiado, a los dos. Os he estudiado con mucho cuidado.
Ella volvió a asentir.
—Así que se os ha creído. Y eso es todo. Podéis salir libres si queréis —hizo una pausa, entonces, apenas un segundo diminuto. Y, más tarde, Bellis recordaría esa pausa y no podría perdonársela—. Podéis elegir vuestra sentencia.
Bellis apartó la mirada, alisó su carta y respiró profundamente durante unos instantes y entonces volvió a mirarlo.
—¿Sentencia? —dijo—. Dijiste que me creías…
—Sí —respondió él—. Yo fui la razón principal de que
te
creyeran —no lo dijo como si esperara gratitud por ello—. Y por eso vuestras perspectivas son las que son. Por eso no estáis muertos, como lo estará Silas Fennec en cuanto hayamos conseguido de él lo que necesitamos. Pero ya sabías que no podrías salir impune de esto. ¿Desde cuando determina la intención el juicio? Sea lo que fuese lo que pensaseis o lo que os convencieseis para pensar, sois responsables de haber desencadenado una guerra que le ha costado la vida a miles de
los míos
. —Su voz se endureció—. Deberíais consideraros afortunados de que queramos mantener los detalles de este asunto en secreto. Si los ciudadanos llegaran a enterarse de lo que habéis hecho, sería vuestra sentencia de muerte. La discreción nos permite mostrar un cierto grado de indulgencia. Deberías estar contenta por mi testimonio respecto a tu carácter. He tenido que luchar mucho para conseguir que os liberen a los dos. —Su hermosa voz la estaba aterrorizando.
—Dime —se oyó pedir, y Doul la miró a los ojos mientras respondía.
—Estoy aquí en representación del Senado, para ver a Tanner Sack y Bellis Gelvino —dijo con claridad—. Para sentenciaros a los dos. Diez años de confinamiento, aquí. O el tiempo que ya habéis cumplido más latigazos. La elección es vuestra.
Se marchó poco después, dejando a Bellis completamente sola.
Fennec la había traicionado. No habría panfletos de Simon Fench. Nadie la escucharía. La ciudad no rectificaría.
Doul ni siquiera le había pedido que le mostrara la carta. No se la había quitado, no se había asomado por encima de su hombro mientras ella la tenía entre las manos, no había mostrado el menor interés en ella.
¿Es que no entiendes lo que te he contado?
, pensó Bellis.
Tú sabes las revelaciones que hay aquí. Ésta no es una carta normal, toda secretos y detalles personales y gestos de asentimiento y referencias carentes de significado para todos salvo para dos personas. Es algo único: mi expresión más clara, mi propia voz, todo cuanto he hecho y visto aquí
.
¿No quieres leerla, Doul?
Se había marchado después de que ella eligiera su castigo, sin una sola mirada al grueso fajo de papeles que seguía en sus manos. Todas aquellas pruebas que nadie leería, que seguirían languideciendo dentro de ella. Incomunicadas.
Bellis pasó las páginas, una tras otra, al tiempo que recordaba todo cuando le había ocurrido en Armada. Trató de calmarse. Había algo muy importante que tenía que abordar. Sus planes se estaban desplomando. Ahora que Fennec había sido capturado, no había nadie que pudiera difundir la información que poseía, nadie que pudiera detener el loco plan de los Amantes de cruzar el Océano Oculto. Y ella tenía que volver su atención a esto, tenía que tratar de dar con alguna manera de revelar la verdad.
Pero no podía concentrarse en ello, no podía concentrarse en nada que no fuera lo que Doul acababa de decirle.
Sus manos estaban temblando. Apretó los dientes furiosa; se pasó las dos manos por el cabello peinado hacia atrás y exhaló, pero no pudo dejar de temblar. Tuvo que apretar la pluma con mucha fuerza contra el papel para que el temblor no volviera las palabras ilegibles. Garabateó una sola y rápida frase y entonces se detuvo de súbito y la miró fijamente y no pudo escribir más. Leyó lo que había escrito, una vez tras otra.
Mañana me van a azotar
.
Ahora, en este pozo de negra noche donde los momentos yacen inmóviles como cosas aterrorizadas y nosotros los que vagamos somos libres del tiempo, camino por las calles
.
Mi ciudad se mueve. Sus contornos cambian
.
Las agujas convergen y vuelven a separarse y los cabos se fruncen como músculos y soportan la tensión mientras el cielo de Armada se parte, se cura, se parte
.
Los animales salvajes que viven en las sombras acallan sus lloriqueos, olisquean mi olor a muerte y se marchan (a cuatro patas o dos) rápidos y cobardes a través del paisaje marinero serrado al azar, por las trincheras de madera y ladrillo que recorren las cubiertas transformadas. Los cadáveres de navíos asimilados. Escalerillas de castilletes, ojos de buey, trinquetes, pescantes y anclas encajados en una arquitectura ajada por la sal
.
Tras cada muro una anatomía marítima, una momia, un sacrificio, como un sirviente asesinado en los cimientos del templo. Ésta es una ciudad de fantasmas. Todos los barrios están malditos. Vivimos como gusanos de osario en nuestros barcos muertos
.
Flores y raíces marchitas luchan por la escasa luz de las lámparas en las grietas de los muros, en surcos de hormigón y madera. La vida es tenaz, como bien sabemos los que hemos muerto
.
Regueros de polvo, trozos de hueso y ladrillo junto a las heridas de bordes mellados abiertas por la cirugía de las bombas: carbón y escombros, baldíos salpicados por el aburrido monólogo de la ciudad. Pintura, vejez, toda la basura de las deslavazadas y rechonchas torres de pisos (en las cubiertas de proa) y las casuchas (a la sombra de los baupreses). Tiestos y ruedas como tatuajes pobres, desfiguraciones deliberadas. Infinitas marcas, esculturas accidentales y obradas (la monotonía salpicada de señales de vida y preferencia, marquesinas abandonadas tal cual, serpentinas en el ganado dormido)
.
Donde queda cristal está quemado y cuarteado… intrincado de sombras. Las ventanas iluminadas están manchadas de sombra. Brillan austeras, frías
.
Las polillas y las aves nocturnas, las cosas que se mueven bajo la luna, emiten sus pequeños sonidos. Los pasos que se escuchan son disolutos; rápidamente pierden toda pretensión de forma. Es como si hubiese niebla, aunque no la hay. Quienes hemos salido a caminar esta noche salimos de ninguna parte y a ninguna parte regresamos deprisa
.
Junto a fábricas cabarés iglesias, sobre puentes que traquetean como vértebras. Armada navega sobre las olas, adormecida y feliz como un cadáver moteado de podredumbre
.
Entre las tablas de este cadalso se ve el mar. Me veo allí (entre las sombras, incierto) y, más allá de mí, el agua negra. Una oscuridad tan profunda (fortuitas luces químicas como luciérnagas extraviadas) que es una forma de comunicación alienígena. Tiene su propia gramática. Invisible contemplo los peces de las piscifactorías, dando vueltas y vueltas como autómatas en sus jaulas, los tritones, las tuberías agrietadas y llenas de quelpos que se sumergen, las cadenas cubiertas de moluscos y resbaladizas algas y la gran forma invisible que nos arrastra a todos, idiota y fútil
.
A mi alrededor la historia es opresiva y carece de sentido, una pesadilla a la que he de darle forma
.
Un ritmo se vuelve sensible (dimana de un lugar oculto), le da forma a esta noche, vuelve a encender la marcha del tiempo y los relojes dejan de contener la respiración
.
Regreso a mi navío lunar por los tejados. Pasando sobre tejas de pizarra y tablones y toda clase de híbridos, cruzando un bosque debajo de húmeros campanarios, depósitos de agua iluminados por la luna, en paseos que no son el mío. No gobierno aquí, no hay hemotasa, ha pasado un día desde la última vez que me alimenté y me costaría bien poco deslizarme por este tubo de desagüe como una cualquiera de las gotas de calcio que lo recorren. Bien poco encontrar un paseante nocturno lleno de sangre y disponer luego de su cadáver; pero esos tiempos han quedado atrás, ahora soy un burócrata, no un depredador y así es mucho mejor
.
Falta mucho tiempo hasta el amanecer, pero ha ocurrido algo. Nos movemos hacia el amanecer. Mi tiempo ha pasado
.
Estoy sobre los pesqueros de arrastre y las casas flotantes y ya no (con el resonar de pasos sobre los tablones, huidizo, se diría) a través de Sombras y sus casuchas y su industria, hacia mi gordo barco. Otoño Seco, donde las calles son más silenciosas y están cubiertas de polvo
.
¿De dónde viene? Sacudido constantemente por la brisa marina, ¿cuándo tiene tiempo el polvo de posarse?
En algunas luces (ensueños no menos ciertos por ello) lo veo denso como la nieve y las telas de araña se interponen en mi camino a casa. A solas me ahogo en el polvo y lo exhalo en convulsiones; polvo, el desecho seco del tiempo
.
Yo sé cuando algo está ocurriendo. Conozco los ritmos de la ciudad, hay algo nuevo aquí
.
Hay huellas en la cubierta color luna del Uroc. Una mano que me es desconocida ha asido este aparejo
.
Busco al recién llegado
.
Veamos
.
¿Qué sois?
En mis pasillos, de camino a mis aposentos, habéis dejado vuestros desechos. Una, dos gotas de agua salada. Rayas en el barniz y el hierro. ¿Qué sois?
No podéis esconderos de mí. Me dais la bienvenida a mi hogar
.
Y ¡oh!, ya veo, allí en el umbral me habéis dejado sangre
.
Como azúcar espolvoreado
.
Puedo oíros detrás de mi puerta
.
Mi habitación huele como un estuario. Coágulo de río y sangre de pez. Traqueteáis por mí, extraños, sacudís los huesos que lleváis encima, como una invocación. No he abierto ninguna de las hendiduras que iluminan con los rayos de la luna mis aposentos, pero la luz es para los vivos. Estos que os miran son ojos de vampiro
.
Y os dan la bienvenida
.
Tres de vosotros me esperáis formando un cuadro siniestro: reclinados junto a mi cama, enfrente de mi ventana y ahora junto a mí, cerrando mi puerta, recibiéndome respetuosamente en casa
.
Miraos
.
Miraos brillantes como grandes colas de salamandra plegadas en capas, sobre el suelo de mi camarote, los cráneos severos y aerodinámicos como los de peces víbora, los dientes protuberantes como hileras de clavos, los ojos negros y grandes como pozos de brea, la piel húmeda tensa sobre huesos envueltos en músculo como la savia en la madera nudosa. Mirad cómo os erguís en mi cuarto
.
Y tú, yaciente sobre mi cama como el desnudo de un pintor, sonriéndome sin pretenderlo tu rostro de pez, el cuello retorcido con encantamientos y huesos mientras me llamas educadamente con señas, ¿de quién es la cara que traes en la mano?
¿De quién es la cabeza que habéis conseguido para traerme sangre? ¿Qué mujer era ésta? ¿Una centinela que os descubrió? ¿Una extraviada de la guerra con Nueva Crobuzón, ahogada o hecha pedazos fuiste tú el que le cortó el cuello para traerme este repugnante trofeo? El corte es una sanguinolenta y fibrosa laceración
.
La mujer morena me mira fijamente desde tu puño
.
¡Mírate!
Dejas caer la carne muerta y te yergues como algo que nunca he visto
.
—
Seigneur Brucolaco
—
me dices con una voz aún más fría que la mía
—.
Tenemos que hablar
.
No me importa. Hablaré contigo. Sé quiénes sois. Creo que os estaba esperando
.
Y mientras las horas se van desgranando en dirección al alba ¡oh! a qué conspiraciones ¡oh! a qué secretos damos luz
.
Has llegado tarde, cosa del río. Hombre del agua. Has llegado tarde desde el Mar de la Garra Fría, registrando estas corrientes salinas en busca de lo que os robaron. Nada de cuanto me dice tu boca llena de sangre está claro. Como la cosa de río que eres serpenteas, en dirección a lo que pretendes decir y expulsas un chorro de palabras efluviales para camuflar tu propósito. Pero yo he tratado con videntes, poetas y Tejedoras y puedo seguirle el rastro a tus insinuaciones
.