Apenas se encontraba a setenta metros de ella y aún distinguía a Doul. Lo vio mientras atravesaba a la carrera el empinado puente y encendía la Posible Espada, que parpadeó y se convirtió en un millar de espadas fantasmales mientras lo hacía. Lo vio desaparecer tras una sábana hinchada por el viento y tras ella se escuchó una serie de sonidos rápidos e inesperados.
El austero lino blanco se manchó de rojo.
Revoloteó dos veces, como si hubiera sido herido y entonces fue desgarrado por la caída de un cuerpo moribundo que lo manchó aún más de sangre y lo retorció para convertirlo en un improvisado sudario mientras revelaba lo que había detrás. Doul se erguía en medio de un grupo de heridos que lo vitoreaba mientras propinaba patadas al cadáver del vampiro.
Pero su triunfo fue breve. Brotó energía taumatúrgica del
Montonero
y se derramó como grasa caliente entre los hombres y las mujeres, mientras la madera y el metal empezaban a fundirse y a rezumar. Uther Doul señaló con la espada manchada de rojo y envió a los exhaustos combatientes fuera del barco.
El vampiro que habían dejado atrás no fue el único en caer. Bellis no podía ver toda la batalla —las calles y solares y grúas y avenidas de árboles talados le interrumpían la vista— pero creyó ver, aquí y allá, otros vampiros que sucumbían. Eran aterradoramente rápidos y fuertes y dejaban tras de sí un rastro de cuerpos atravesados, sangrando y muertos pero los superaban en número.
Utilizaban la arquitectura y las sombras como aliados pero no podían evitar todas las andanadas de balas y todas las estocadas que los seguían. Y aunque una sola de éstas no bastara para matarlos, como hubiese ocurrido con hombres y mujeres normales, los hería y los frenaba. E, inevitablemente, ocurría en algún lugar: un grupo de piratas aterrorizados lograba acorralar a una de aquellas figuras gruñentes y le separaba la cabeza de los hombros o lo destrozaban de forma tan salvaje que ni siquiera la preternatural capacidad curativa de los vampiros podía salvar sus huesos y entrañas destruidos.
Si los vampiros hubieran estado solos, puede que hubiesen terminado por ser contenidos pero la mayoría de los guerreros de Anguilagua estaba luchando con el enemigo invisible del
Montonero
.
Pequeños botes bajos armados con cañones y lanzallamas se habían hecho a la mar. Navegaban a toda velocidad hacia el barco factoría, para atacarlo desde todas direcciones, para rodearlo.
Pero en el agua en la que flotaba el
Montonero
, estaban empezando a emerger formas.
El resplandor de los incendios y los disparos iluminaba el mar y a través de unos pocos metros de agua, Bellis pudo distinguir los contornos de las cosas que había debajo. Cuerpos hinchados que se balanceaban como sacos de carne tumefacta, malignos ojillos de cerdo, aletas degeneradas. Y unas bocas muy abiertas tras las que asomaban dientes irregulares, casi medio metro de longitud de cartílago translúcido.
Aparecieron fugazmente en la superficie del agua.
En el nombre de Jabber, ¿qué son?
, pensó Bellis, mareada.
¿Cómo puede controlarlos el Brucolaco? ¿Qué ha hecho?
Los hombres que se les estaban acercando abrieron fuego y las cosas volvieron a sumergirse.
Pero cuando los pequeños botes se aproximaron y los hombres que venían a bordo se inclinaron para apuntar de nuevo, hubo una brusca sacudida orgánica y de pronto estuvieron en el mar, aturdidos y estupefactos y con un chapoteo y un fugaz atisbo de dientes, desaparecieron bajo el agua.
Armada se estaba desmoronando. Bellis atisbo un parpadeo de llamas en la frontera entre Anguilagua y Otoño Seco y escuchó el ruido de salvas. Una turba humana se estaba aproximando y luchaba contra los marineros de Anguilagua. Ya no era sólo una batalla de la ciudad contra los vampiros: a medida que se extendían las noticias sobre la rebelión, todos los que se oponían a los planes de los Amantes habían salido a combatir.
Los hotchi arrojaban sus espinas contra los hombres; los cactos se enfrentaba unos a otros en una fea batalla.
La lucha carecía de estructura. La ciudad estaba ardiendo. Los dirigibles la sobrevolaban, presa de un torpe pánico. Sobre todo aquello se erguía el
Grande Oriente
. Su oscuro hierro seguía silencioso y vacío, aún desierto.
Poco a poco, Bellis se fue dando cuenta de que todo aquello era insólito. Volvió la mirada hacia la trirreme que tenía debajo. El puente de cuerda que la había unido al
Grande Oriente
había sido cortado, así como, se percató ahora, el que había más allá.
Se pegó a la pared con todo cuidado, se inclinó unos centímetros hacia delante y se asomó sobre la cubierta principal. Tres figuras apenas visibles se movían con velocidad vampírica, cortando los cabos y cadenas que unían los puentes a la ciudad. Partieron uno de ellos y éste cayó sobre el mar, mientras su otro extremo golpeaba el flanco del barco al que estaba unido. A continuación se dirigieron al siguiente y repitieron la operación.
A Bellis se le encogieron las tripas. Los vampiros la estaban atrapando, confinándola en el barco con ellos. Se pegó a la pared, incapaz, de moverse, como si una película de hielo la hubiese atrapado.
A bordo de un viejo pesquero, bajo un alero mohoso, Uther Doul le atravesó la cara a un hombre con la espada. Se apartó de la cosa aullante y destrozada que había hecho y alzó la voz sobre los ruidos de violencia.
—
¿Dónde
—rugió— está el puto Brucolaco?
Y mientras hablaba, se situó frente al
Grande Oriente
. Se detuvo unos segundos al reparar en sus propias palabras y levantó la mirada hacia la borda del vapor, hacia su cubierta invisible y sus kilómetros de pasillos, donde había dejado a los Amantes reunidos en sesión de emergencia con sus asesores científicos y en ese momento se le abrieron los ojos.
—¡Maldición! —gritó y empezó a correr.
Bellis oía una voz.
Venía desde un lugar muy próximo, justo al otro lado de la esquina en la que se encontraba, paralizada, junto a la puerta de la sección sobreelevada. Contuvo la respiración con el corazón helado de miedo.
—¿Comprendes? —escuchó. La voz era tensa, áspera y gutural. El Brucolaco—. Él estará en alguna parte de
esa
sección… no sé exactamente dónde pero no dudo que lograrás encontrarlo.
—
Entendemos
—Bellis cerró los ojos al escuchar el sonido horripilante de la segunda voz. Sonaba como si las palabras susurradas fueran un eco fortuito emitido por una película de limo al abrirse—.
Lo encontraremos
—continuó—
y recuperaremos lo robado y luego nos marcharemos y el avanc volverá a ser libre para moverse
.
—Bien, seré rápido, entonces —dijo el Brucolaco—. Aún hay dos personas a las que debo matar.
Los pasos se alejaron. Bellis se arriesgó a abrir los ojos y a mover la cabeza ligeramente y vio que el Brucolaco se dirigía con andar calmado y presuroso hacia la sección elevada de la superestructura bajo la cual se encontraban las salas de reuniones del
Grande Oriente
.
Escuchó el ruido de la puerta que había al otro lado al abrirse y unos sonidos rápidos y húmedos en el umbral al pasar los intrusos.
La comprensión y el asombro se abatieron sobre ella con tal fuerza que se tambaleó. Supo con una repentina bocanada de inspiración lo que eran aquellos recién llegados y el qué —y a quién— estaban buscando.
¿Tan lejos…?
, pensó, mareada.
¿Tan lejos?
Pero no tenía dudas.
Conteniendo la respiración para que su aterrorizado ritmo no la traicionara, Bellis se asomó por el recodo. No había nadie a la vista.
Desesperada, trató de pensar lo que debía hacer. Escuchó un sonido atropellado y una serie de gritos terribles procedentes de los barcos circundantes. No pudo evitar un grito ahogado al ver lo que la taumaturgia de los intrusos había hecho, lo que le estaba haciendo ahora mismo a los hombres y mujeres de Armada. Sacudió la cabeza y gimió, aturdida por la sangre y los cadáveres desfigurados que veía.
Otro rayo de energía procedente del
Montonero
cruzó el aire y una cólera vívida se aposentó de repente en sus entrañas, haciéndola temblar. Seguía teniendo miedo pero su furia era mucho más fuerte.
Estaba dirigida a Silas Fennec.
¡Jodido bastardo!
, pensó.
¡Jodido cerdo estúpido y egoísta! ¡Mira lo que has conseguido! ¡Mira lo que has traído aquí!
Contempló la carnicería mientras sus propias manos se quedaban sin sangre.
Tengo que ponerle fin a esto
.
Y entonces supo cómo.
Supo lo que había sido robado y supo dónde estaba.
Mientras los vampiros empezaban a cortar el cabo deshilachado del último de los puentes del
Grande Oriente
, una figura que empuñaba una espada cayó de un salto sobre los tablones. Los vampiros retrocedieron, sorprendidos y buscaron a tientas sus armas.
Uther Doul llegó a la cubierta. La mujer vampiro que tenía más cerca sacó su pistola de chispa y se volvió hacia él mientras sacaba la lengua y gruñía y sus colmillos se extendían como los de una serpiente. Doul la decapitó con algo parecido al desdén.
Sus dos camaradas contemplaron el tatuaje de los talones de su camarada sobre la madera. Doul caminó hacia ellos sin vacilar y huyeron corriendo.
—¿
Dónde
—rugió Uther Doul tras ellos— está el
Brucolaco
?
Gritando con todas sus fuerzas, Bellis golpeó la manija y la cerradura con el candelabro que había encontrado. Lo introdujo en la grieta e hizo palanca. Saltaron astillas de la madera y ésta se abolló, pero la puerta era gruesa y estaba bien hecha y pasaron varios minutos ruidosos antes de que cediera. Bellis profirió un aullido de triunfo al ver que se abría en medio de una hemorragia de astillas.
Abrió los armarios de Doul y buscó debajo de su cama, dio golpes a los listones del suelo, en busca de la estatua. No estaba en el armero ni con el extraño aparato que, según le había dicho, era un instrumento musical de los Espectrocéfalos. Pasaron los minutos mientras ella seguía presa de una agonía al imaginar el baño de sangre que debía de estar teniendo lugar en el exterior.
Encontró la estatua de repente, envuelta en su trapo en el interior del cilindro que Doul usaba para guardar jabalinas y flechas. Con una súbita punzada de miedo reverente, la acunó entre sus brazos mientras corría por los vacíos corredores del
Grande Oriente
, ahora más dueña de sí, en busca del ala segura de la vieja nave, donde la habían tenido encerrada. Parecía que llevara un niño entre los brazos.
Los Amantes se habían reunido en una sala que muy pocos de sus consejeros conocían. La batalla había comenzado apenas hacía una hora.
La Amante estaba gritando a los aterrados científicos, diciéndoles que Aum y Lacrimosco estaban
muertos
, y que algo estaba
destruyendo la ciudad
y que tenían que saber lo que
era
para poder
combatirlo
, cuando, de un fuerte golpe, la cerradura se desintegró y la puerta se abrió, reventada.
En medio de un silencio estupefacto, todos los presentes se volvieron hacia el Brucolaco.
Estaba en el umbral, respirando pesadamente, con la boca abierta y los dientes crueles a la vista. Saboreó el aire con la lengua y recorrió con la mirada la reunión. Entonces, abrió los brazos en un amplio ademán que incluía a todos los presentes menos los Amantes.
—Marchaos —susurró.
El éxodo no tardó más que unos pocos segundos y los Amantes y el Brucolaco se quedaron a solas.
Contemplaban al vampiro, no con miedo, pero sí con cautela, mientras se les acercaba.
—Esto acaba —susurró— aquí.
Sin decir palabra, los Amantes se separaron con lentitud, convirtiéndose así en dos objetivos. Cada uno de ellos había sacado sus pistolas y nadie habló. El Brucolaco se aseguró de que se interponía entre ellos y la puerta.
—No quiero gobernar —dijo y parecía haber una nota de genuina desesperación en su voz—, pero esto se acaba aquí. Esto no es un plan, es una puta locura. No dejaré que destruyáis la ciudad —retrajo los labios y se preparó para saltar. Los Amantes levantaron sus armas, sabiendo que no serviría de nada. Intercambiaron una mirada de soslayo pero rápidamente se volvieron de nuevo hacia el Brucolaco, que estaba preparado para lanzarse sobre ellos.
—
Apártate
.
Era Uther Doul. Se encontraba junto a la puerta, con la espada, que despedía destellos de color hueso, en la mano.
El Brucolaco no se volvió del todo. Sus ojos no abandonaron a los Amantes.
—Sé una cosa sobre ti, Uther —dijo—, una cosa al menos. Armada es tu hogar y la necesitas y sé que a pesar de toda esa mierda que repites sobre la
lealtad
—su voz se hizo muy dura por un segundo—, la ciudad es la única cosa a la que no traicionarías. Y tú sabes que
ellos
van a destruirla.
Guardó silencio, como si esperase una respuesta.
—Apártate —fue todo lo que dijo Doul.
—Aunque la puta
Cicatriz
existiera —susurró el Brucolaco, aún sin volverse— y aunque lograran llevarnos hasta allí y por algún milagro de los dioses sobreviviéramos, nos destruirán de todos modos. No somos una fuerza expedicionaria, esto no es ninguna puta
gesta
. Esto es una ciudad, Uther. Vivimos, compramos, vendemos, robamos, comerciamos. Somos un
puerto
. Esto
no
tiene nada que ver con
aventuras
. —Se volvió y miró a Uther Doul con expresión cáustica—. Tú lo sabes. Por eso viniste aquí, maldita sea, Uther. Porque estabas asqueado y harto de las
aventuras
. Tengamos un poco de racionalidad… No necesitamos a esa puta bestia, no necesitamos que arrastre nuestro culo por medio mundo, nunca lo hemos necesitado. Lo importante no es que algún cabrón construyera esas cadenas hace siglos; lo importante es que las dejaron
vacías
. Y si sobrevivimos a esta locura, mientras sigamos unidos a ese bastardo avanc estos dos nos arrastrarán a otra puta locura hasta que todos muramos. Esa no es nuestra lógica, Doul. No es así cómo Armada hace las cosas. No fue por esto por lo que vinimos aquí. No dejaré que termine así.
—Brucolaco —dijo Doul—, esta elección no te corresponde.
Lentamente, los ojos del vampiro se abrieron y unas líneas duras se dibujaron en su rostro.