Los gritos no pueden oírse sobre las explosiones.
La sangre se derrama a mares por los costados de las naves armadanas. El metal estalla y se desgarra y los barcos son serrados de repente y arrastran a la muerte a sus propios tripulantes. Los artilleros de Armada abren fuego y sus salvas trazan ardientes y letales parábolas sobre sus enemigos. Pero aquel millar de metros ha sido implacable y la flota armadana está casi medio quebrantada.
El mar se ha convertido en un matadero. El agua está inundada de cadáveres. Se mueven con el oleaje y las corrientes en una danza macabra. Emiten nubecillas de sangre parecidas a la tinta de los calamares. El mar los transforma: las entrañas se despliegan como el coral; los jirones de piel desgarrada se tornan aletas. Dientes de hueso los atraviesan.
Tanner es muy lento y siente frío. Mientras se eleva pasa junto a una mujer que aún se mueve, demasiado débil para nadar, pero viva todavía. Se vuelve hacia ella con horror mudo y la arrastra hacia la superficie pero antes de que alcancen el aire sus movimientos se convierten en las convulsiones de los nervios muertos, y mientras Tanner la suelta y la deja ir ve que hay movimiento a su alrededor, por todas partes, que hasta donde alcanza su vista hay hombres y mujeres ahogándose, que no puede ayudarlos, que están demasiado débiles para seguir viviendo. Allá donde mira ve sus movimientos horripilantes y desesperados y de repente se siente extrañamente ajeno a todos ellos, consciente no de los hombres y mujeres, khepri y cactos y costrados y hotchi, sino de los incontables y ciegos movimientos repetitivos que se sumergen lentamente en las profundidades, como si estuviera contemplando la lenta agonía de un grupo de insectos metidos en una tinaja llena de agua de lluvia.
Sale a la superficie en un momento de calma, una quietud fortuita acontecida en plena matanza entre las filas de los navíos armadanos. A su alrededor los barcos se están partiendo con ruidos desagradables. Se estremecen, vomitan fuego y humo, se hunden con un siseo en las frías aguas, arrastrando consigo sus agonizantes tripulaciones.
Tanner lucha. Es incapaz de pensar con palabras. Las salvas comienzan de nuevo a sacudir el agua a su alrededor, a convertirla en un sanguinolento caldo de metal y muerte.
El aire crepita. Los navíos crobuzonianos disparan salvas elictro-taumatúrgicas; las balistas arrojan tinas de potentes ácidos. Pero ahora, aun destrozada como está, el resto de la flota de Armada contesta al fuego enemigo.
Disparan proyectiles del tamaño de hombres que impactan en los colosos crobuzonianos y los abren formando flores de metal de labios dentados. Barcos de guerra hechos de madera parecen montar en cólera y navegan furiosamente entre sus enemigos y suenan sus cañones para mellar las placas de armadura, romper las chimeneas y destrozar las amarras de su artillería.
El
Tridente
y su flotilla de aeronaves han llegado sobre los barcos de Nueva Crobuzón. Empiezan a vomitar un diluvio esporádico de proyectiles: bombas de pólvora; pellejos llenos de combustible que se abren mientras caen y derraman un fuego pegajoso: dardos y cuchillos con pesas. Los aeronautas buscan a los capitanes y artilleros. El calor de las explosiones sacude a los dirigibles y les hace perder el rumbo.
Y los barcos armadanos siguen acercándose. Disparan y se acercan cada vez más y exploran y se hunden y arden y a pesar de ello siguen acercándose, impulsados de forma implacable por sus tripulaciones hacia los colosos.
Se alza una masa de cuerpos oscuros.
Los taumaturgos crobuzonianos, utilizando el poder de las baterías y de sus propios cuerpos, han dado vida a una multitud de golems: torpes construcciones de alambre, cuero y arcilla, feas y de tosca hechura, con garras que se parecen a los esqueletos de los paraguas y ojos de cristal transparente. Sacuden las feas alas en un frenesí con el que remontan el vuelo. Son fuertes como monos, sin propósito ni mente, tenaces.
Sujetan a los aeronautas armadanos por los tobillos y empiezan a trepar por sus cuerpos, desgarrándoles la carne y reventando sus globos hasta que éstos caen sangrando sobre las cubiertas.
Los golems se alzan como el humo desde la flota crobuzoniana y se arrojan contra las cabinas de mando y las ventanas de las aeronaves enemigas, las ciegan, destrozan sus cristales, rasgan la tela de sus globos, revierten a sus componentes inanimados mientras caen pero docenas de ellos permanecen en el aire para seguir hostigando a la flota aérea armadana.
Sobre la batalla el aire parece tan denso como el mar. Es viscoso y untuoso con las descargas de los cañones y las catapultas y los lanzallamas, con los dirigibles que se precipitan hacia abajo expulsando una hemorragia de gas, con los golems cazadores y la niebla empapada de sangre y las bocanadas de hollín.
Hay una terrible lentitud, un cuidado solemne detrás de cada movimiento. Cada corte, cada golpe aplastante, cada bala que atraviesa un ojo y perfora el hueso, cada explosión de fuego, cada navío que estalla parece parte de algo planificado.
Es un sórdido engaño.
A través de la oscuridad, Tanner distingue los vientres de los barcos enemigos y el centenar de formas que los rodean: navíos que avanzan a toda velocidad describiendo espirales, submarinos individuales fabricados a partir de la concha de
nautili
gigantes. Los submarinos armadanos dispersan a las pequeñas embarcaciones, se lanzan sobre los costados de hierro de los acorazados, emergen como ballenas.
Tanner está de pronto lejos, en mar abierto, entre los veloces tritones de Soleado que lo han aceptado entre sus filas. Ha extendido sus largos tentáculos y se ha aferrado a la concha quitinosa de uno de los pequeños submarinos nautilus. Se asoma por la pequeña portilla de cristal y puede ver cómo lo mira horrorizado el hombre de su interior que cree que ha debido de enloquecer al ver aquel rostro que le grita salvajemente, aquel rostro crobuzoniano, en el agua, que profiere una descarga de maldiciones en su propia lengua mientras levanta una voluminosa arma a la altura de su rostro y dispara.
El proyectil revienta el cristal y se hunde en la cara del marinero de Nueva Crobuzón, le destroza el pómulo y la base del cráneo y lo clava al fondo de su diminuto submarino. Tanner Sack mira fijamente al hombre al que acaba de matar… no, al hombre que aún no está muerto, cuya boca tiembla con espasmos de agonía y terror mientras el mar irrumpe como un vómito en su vehículo y lo ahoga.
Tanner se aparta y tiembla violentamente mientras contempla cómo muere el hombre, cómo se llena de agua el nautilus y cómo empieza a dar vueltas y a descender.
Los muertos y los pedazos están por todas partes, en los barcos y en el agua, como pedazos de papel dispersados por un incendio.
Tanner Sack caza hombres.
Aquí y allá zozobran las embarcaciones. Está rodeado por hombres agonizantes venidos de lo que un día fue su hogar. Sangran y expulsan el aire a borbotones. Están demasiado lejos de la superficie. Ninguno de ellos volverá a respirar.
Tanner vomita de repente, la repugnancia le abre la garganta por la fuerza y brota de él. Se siente asqueado, ajeno al paso mismo del tiempo, como si estuviera borracho o soñando, como si todo aquello no fuera algo real sino un recuerdo, incluso mientras ocurre.
(Por debajo de él pasan cosas oscuras y llenas de curiosidad y piensa que son sus aliados los tritones y sabe de inmediato que no es así
.
Desaparecen y Tanner no tiene el tiempo, ni puede permitirse el lujo, de preguntarse lo que eran)
.
La batalla progresa a sacudidas convulsas. Un barco de relojería de Libreros se abre con un sonido desgarrador y vomita engranajes y enormes muelles y los cuerpos destrozados de las khepri. Las aguas que rodean las embarcaciones de Jhour se han espesado con la savia de los cactos masacrados. Cuando las bombas destrozan a los costrados, las nubes de su sangre se solidifican mientras estallan y forman una metralla de costras. Hay hotchi destrozados entre los cascos.
Las bestias invocadas por las brujas jaiba de Armada golpean con sus colas empenachadas los barcos crobuzonianos y arrojan sus tripulantes al agua, donde los engullen con súbitas sacudidas de mandíbulas como cuchillas. Pero hay demasiadas como para controlarlas y terminan por convertirse en un peligro para las brujas.
En la niebla de la batalla, barcos de Armada chocan entre sí y las balas y jabalinas de Nueva Crobuzón atraviesan la carne de sus camaradas.
En momentos diferentes, por toda la batalla, hay hombres y mujeres que levantan la vista hacia el cielo, hacia el sol, a través de las nubes enrojecidas, a través del agua, a través de la película formada por su propia sangre y la de otros. Algunos yacen en el mismo lugar en el que han caído, agonizantes, sabiendo que la de ese sol es la última luz que verán.
El sol está bajo. El crepúsculo no estará a más de una hora.
Dos de los grandes vapores de Armada han sido destruidos. Otro, con los cañones de popa retorcidos como miembros paralizados, está muy dañado. Han desaparecido docenas de barcos pirata y acorazados de bolsillo.
Entre los colosos de la flota crobuzoniana, sólo el
Beso de Darioch
está perdido. Hay otros dañados, pero siguen luchando.
Los crobuzonianos están ganando. Una punta de flecha formada por algunos exploradores, acorazados de bolsillo y sumergibles ha logrado atravesar las líneas de los armadanos y se precipita sobre la propia ciudad, apenas a unos kilómetros de distancia. Bellis presencia su avance a través del enorme telescopio del
Grande Oriente
.
El
Grande Oriente
es el reducto, el corazón de la ciudad.
—Resistiremos —está gritando Uther Doul a los que lo rodean, a los francotiradores emplazados en lo alto de los mástiles.
Nadie ha sugerido lo contrario. Nadie ha sugerido que la ciudad azuce al avanc y escape.
Los barcos crobuzonianos soportan el fuego de los cañones emplazados en la
Sorghum (y no lo devuelven, advierte, Bellis, no se arriesgan a causar daño a la plataforma)
. Están ya tan cerca que sus estructuras pueden verse: los puentes, las torretas y barandillas y cañones; y las tripulaciones que preparan las armas y comprueban su estado, que gesticulan y se organizan en formaciones. La cordita humea sobre la cubierta y a Bellis le lloran los ojos. Ha empezado el tiroteo.
Es una incursión organizada. Los invasores no desembarcan al llegar al extremo de popa de la ciudad: mantienen su formación en punta de flecha y se introducen directamente en la bahía de embarcaciones que rodean a la
Sorghum
. Resulta evidente que se encaminan al
Grande Oriente
.
Bellis se aparta de la barandilla. Debajo de ella, la cubierta hierve de armadanos ansiosos por combatir. Se da cuenta de que ha quedado atrapada en la plataforma por una muchedumbre de cuerpos armados; de que es demasiado tarde para escapar.
Parte de ella quiere lanzar un grito de bienvenida —una bienvenida desesperada— al ver llegar a los crobuzonianos. Pero sabe que no tienen el menor interés en llevarla a casa, que para ellos es irrelevante que viva o muera. Siente una incertidumbre desesperada al darse cuenta de que no sabe que bando quiere que salga victorioso en esta batalla.
Mientras retrocede, se siente de pronto como si hubiera entrado en otra persona, se da cuenta de que ha sentido una perturbación en el aire y ha oído que alguien retrocedía de ella dando un rápido paso. Se revuelve al instante para ver, mientras el pánico hace presa de ella, pero no hay nadie allí. Está sola sobre la batalla.
Baja la vista hacia la hirviente muchedumbre de hombres y mujeres armados y sin que ella se dé cuenta sus ojos se posan sobre Uther Doul. Está completamente inmóvil.
Con una descarga de fuego de mosquete, la marina crobuzoniana aborda Armada. En el punto en que las dos fuerzas se encuentran, se desencadena un baño de sangre. Los cactos de Armada se encuentran en primera fila y los crobuzonianos se enfrentan a una línea formada por sus enormes cuerpos llenos de espinas. Los cactos parten a los hombres por la mitad con grandes golpes de sus tajadores de guerra.
Pero también hay hombres-cacto entre los crobuzonianos; y hombres que disparan arcos huecos con giratorias chakris reforzadas que impactan con la fuerza de hachas contra los músculos y huesos vegetales de los cactos, cortan miembros y destrozan fibrosos cráneos; y hay taumaturgos a bordo de los navíos invasores, que juntan sus manos y envían rayos de no-luz de oscuro resplandor sobre la masa de los armadanos.
Los invasores los están obligando a retroceder.
Alrededor de la estrecha plataforma de Bellis se encuentra ahora la marinería de Nueva Crobuzón. La mujer está paralizada. Parte de ella quiere salir corriendo hacia los invasores, pero aguarda. No sabe lo que va a ocurrir. No sabe lo que ella va a hacer.
De nuevo, vuelve a haber alguien en la plataforma, a su lado. Esa sensación va y viene.
Con una monótona y sangrienta inexorabilidad, las tropas de Nueva Crobuzón avanzan por la cubierta del
Grande Oriente
.
Hombres de uniforme se acercan a Uther Doul desde popa, babor y estribor. Está esperando. Los armadanos caen a su alrededor, son repelidos, abatidos por las balas de las pistolas de chispa y una cascada de espadas.
Bellis está mirando a Doul cuando por fin, de improviso, rodeado ahora por una hueste que se le acerca cada vez a más velocidad, por pistolas y mosquetes y sables curvos, se mueve.
Profiere un grito, un aullido prolongado que es salvaje pero musical, que cobra forma y se convierte en su propio nombre.
—
Doul
—grita y repite, como si fuera la llamada de un cazador—.
¡Dooooooouuuuuul!
Y es respondido. Los armadanos que luchan en la cubierta recogen la llamada y su nombre resuena como un eco por toda la nave. Y, mientras los soldados de Nueva Crobuzón tratan de rodearlo, tratan de mantenerlo a raya con sus armas, Uther Doul ataca al fin.
De repente empuña una pistola en cada mano, desenvainadas de las cartucheras del cinturón, y las levanta y dispara en direcciones diferentes y cada una de ellas revienta la cara de un hombre. Inservibles ahora que las ha utilizado, las arroja lejos de sí mientras gira sobre sus talones
(el hombre que hay a su lado sigue inmóvil)
y vuelan dando vueltas a gran velocidad y golpean a un hombre en el pecho y a otro en la garganta y entonces Doul tiene otras dos pistolas en las manos y vuelve a disparar simultáneamente
(y ahora, sólo ahora, terminan las dos primera víctimas de caer al suelo)
y otros dos hombres caen dando feas volteretas, muerto uno moribundo el otro y él se vuelve y vuelven a ser proyectiles sus armas que derriban y dejan inconscientes a sendos enemigos.