Jos recogió los platos de la mesa y me rodeó con los brazos.
—¿Esa es la razón de que hayas estado un poco distante, Faith? ¿El embarazo de Andie?
Asentí, aliviada de que él mismo me diera una excusa.
—Supongo que fue un poco traumático —comentó.
—Y que lo digas.
—¿Cómo?
—Que sí, que fue un trauma porque… bueno, todavía no estamos ni divorciados siquiera.
—Pero a ti esto no te afecta —prosiguió Jos. «Si tú supieras», pensé yo—. Es evidente que Peter seguirá adelante con su vida —añadió él—. Y tú tienes que hacer lo mismo. Mira, vamos a hablar de algo más agradable. Quiero reservar el billete para Turks y Caicos. ¿Por qué no hablamos de fechas?
La perspectiva de un viaje me animó. Hacía más de un año que no salía. Un cambio de aires y un poco de sol me sentarían bien. Tal vez si Jos y yo pasábamos un tiempo a solas volveríamos a estar unidos. Así que al día siguiente pedí vacaciones en el trabajo y Jos sacó los billetes para el Caribe. Nos marcharíamos el 5 de diciembre. Esa noche, mientras me lavaba los dientes, miré el mural que había pintado Jos, con las palmeras y el mar azul y pensé: «Ese paisaje será real dentro de muy poco».
Mientras tanto, en la AM-UK! nadie comentaba la marcha de Sophie. La habían borrado del programa como borraban a los disidentes soviéticos de los libros de historia. El lunes por la tarde su nombre había desaparecido de la puerta del camerino. Sophie no existía. Yo la llamé tres veces, pero siempre me salía el contestador así que pensé que no querría hablar con nadie. De modo que fue una sorpresa oír
El laberinto moral
en Radio 4 el miércoles.
«Nuestra invitada de esta semana, en el tema de la libertad de prensa, es Sophie Walsh», anunció Michael Buerk.
—¡Es Sophie! —exclamé. Graham movió la cola.
«Sophie Walsh —comenzó Michael Buerk—, su vida privada ha aparecido en todos los periódicos esta semana. Seguramente estará usted a favor de una ley de protección a la intimidad».
«Seguro que sí», pensé. Sophie respiró hondo para serenarse.
«El historiador francés, Alexis de Toqueville, dijo una vez que para disfrutar de los inestimables beneficios de la libertad de prensa, es necesario aceptar sus inevitables males. Yo estoy totalmente en contra de la censura y absolutamente a favor de lo que ahora mismo tenemos: la autorregulación».
Esto creó un rumor entre los demás invitados.
«¿Nos está diciendo que no le importa lo que ha tenido que soportar esta semana?», preguntó David Starkey, casi indignado.
«No, no es eso lo que estoy diciendo. Por supuesto que me importa. A nadie le gusta encontrarse con ocho fotógrafos cada vez que sale de casa. A nadie le gusta que anden hurgando en su basura o intentando robarle el correo. A nadie le gusta que los periódicos sensacionalistas estén llamando a todos sus conocidos. Lo que yo digo es que mi pasión por el derecho a la libertad de prensa supera el disgusto personal que pueda sentir viendo que se ha violado mi intimidad».
«Pero no solo han violado su intimidad, la han invadido de manera intolerable», terció Janet Daley acalorada.
«Sí, así es», contestó Sophie.
«Y el gobierno, a raíz de la declaración de derechos humanos en Europa, puede ahora imposibilitar que los periódicos justifiquen la publicación de historias como la suya, que no tienen ningún interés público».
«Es cierto. Pero yo creo que no está bien. Porque a la larga el resultado será que el Parlamento tendría control sobre la prensa, y no me imagino nada peor. Al fin y al cabo, en gran parte del mundo el hecho es que los periodistas son simplemente portavoces de los poderosos o bien actúan como meros propagandistas. Los que son objetivos e independientes corren un gran riesgo. ¿Es eso lo que queremos en nuestro país? Por supuesto que no. La libertad de prensa sigue siendo una garantía vital de la democracia. ¿Cómo podrían haber salido a la luz delincuentes como Maxwell o Jonathan Aitken, si fuera fácil amordazar a los periódicos? Si un ministro del gabinete engaña a su esposa mientras promete a los votantes un gobierno más honesto, ¿no tiene el público derecho a saberlo?».
«Sí, pero su historia personal no tenía ningún interés público, ¿no es así?», señaló Michael Buerk.
«No. Era simplemente una historia sensacionalista. Pero el hecho es que es verdad, así que no me puedo quejar. Nadie me ha difamado. Aunque rechazo de plano la demanda de la señora Davenport de que devuelva ciertos objetos que ella misma me dio voluntariamente, y niego el valor que ella les asigna, yo misma puedo defenderme en ese frente. Pero básicamente, para contestar a su pregunta, yo diría que soy en cierto modo un personaje público»
«¿Cómo puede decir esto tan tranquila? ¿Es que es masoquista?», preguntó Janet Daley incrédula.
«No, soy realista —contestó Sophie—. Sabía que este episodio estaba en mi pasado y que algún día podría salir a la luz. Pero acepté voluntariamente un trabajo que me colocaba todos los días delante de cinco millones de personas. Con esto renunciaba hasta cierto punto al derecho a mi intimidad. Me disgusta haber perdido mi trabajo —concluyó—. No solo porque no era necesario, sino porque sé que lo estaba haciendo bien. Pero eso es un tema muy distinto del que estamos tratando aquí, y serán mis abogados los que se encarguen de ello».
«Muchas gracias, Sophie Walsh».
Llamé inmediatamente a Mimi.
—Mimi, acabo de oír a Sophie. ¡Ha estado fantástica! Seguro que ha sido cosa tuya. Muchas gracias.
—Bueno, me enteré de que en
El laberinto moral
pensaban hablar sobre la libertad de prensa, así que llamé al editor. Luego me telefonearon todos para comentarme que Sophie había estado impresionante.
Envié un mensaje a Sophie, a través de su agente, en el que le decía que su intervención me había parecido magnífica y que esperaba que se pusiera en contacto conmigo en algún momento. Mientras tanto Tatiana había sido nombrada copresentadora con Terry y la vida siguió como antes. Jos comenzaría a trabajar para Opera North en enero y yo ya tenía ganas de irme de viaje.
—Claro que cuidaremos de Graham —dijo mi madre—. Turks y Caicos, qué bien. Estaréis muy cerca de Cuba, cariño. La Habana es fascinante. Y Haití tampoco queda lejos. También podríais pasaros por la República Dominicana.
—Mamá —la interrumpí—. No me apetece nada de eso. Quiero estar tranquila. Han pasado muchas cosas este año y lo que necesito son unas vacaciones.
—Claro que sí. Si os vais de viaje es que las cosas van bien con Jos, ¿no? ¿Te ha presentado ya a sus padres?
—Voy a ver a su madre la semana que viene. Vive cerca de Coventry.
—¿Y su padre?
—No se ve con él —expliqué—. Y nunca habla de él, así que no le he preguntado.
—Nosotros también tenemos ganas de conocer a Jos. ¿Cómo está Peter?
—Bien, supongo. Aunque la verdad es que no lo sé. —No pude contarle a mi madre lo del embarazo de Andie. Apenas podía soportar pensar en ello siquiera, cuanto menos discutirlo con otra gente. Intentaba eliminar de mi mente la idea de la barriga de Andie.
—Sé que le caerás fenomenal a mi madre —comentaba Jos mientras nos dirigíamos hacia Coventry por la M1—. Ya es casi como si te conociera, porque te ha visto mucho en la tele.
—Seguro que a mí también me cae ella bien. —Entonces suspiré hondo y añadí—: Oye, espero que no te importe que te lo pregunte, ¿pero qué pasa con tu padre? ¿Es que nunca le ves?
—No —contestó él cortante.
—Perdona, no quería ser indiscreta.
—No pasa nada —contestó Jos—. Tienes derecho a preguntar, pero es que no hay nada que decir. Mi padre no se portó bien con nosotros. Abandonó a mi madre cuando yo tenía tres años, así que apenas me acuerdo de él.
—¿Por qué se marchó?
—Decía que mi madre había perdido interés en él porque estaba obsesionada conmigo. No tardó en encontrar a otra. Se fueron a vivir a Francia en 1967 y desde entonces no le he visto.
—¿Y no te gustaría verle?
—Pues no. Para nada. A él sí le gustaría. De hecho me escribe de vez en cuando, pero me temo que ya es demasiado tarde.
Me quedé mirando por la ventanilla, pensando en lo que Jos había dicho. «Qué lástima», pensé. Ha de ser muy triste que te rechace tu propio padre. Eso explicaba ciertas cosas de Jos, como su necesidad de amor y aprobación. Pobre Jos. Probablemente se había pasado la vida intentando compensar esa falta de amor. El día se había teñido de gris y comenzaba a caer una lluvia bochornosa. A través del movimiento de metrónomo de los limpiaparabrisas se veía la cinta negra de la carretera. Los abedules plateados parecían abandonados, despojados de sus hojas. Pasamos Northampton y nos desviamos por la M6. Pronto nos detuvimos junto a una casa adosada al norte de Coventry. Jos hizo sonar la bocina dos veces y su madre abrió la puerta. Se parecían mucho. Los rasgos marcados de Jos eran una versión masculina de los de su madre, aunque el rostro de ella era algo más suave. Compartían los mismos ojos grises y pelo rizado.
—Hola, señora Cartwright —saludé, tendiendo la mano. Mis nervios se evaporaron en cuanto ella me acogió en un cálido abrazo.
—¡Faith! —exclamó encantada—. Qué alegría conocerte. Jos no para de hablar de ti. Y no me llames señora Cartwright —añadió—. Llámame Yvonne.
Sonreí, desarmada con el calor de su bienvenida. Era un alivio que se mostrara tan amable, ya que no había sabido muy bien qué esperar. Le di mi abrigo y alcé la vista sorprendida. Todas las paredes estaban cubiertas de obras de Jos: los diseños de sus escenografías para ópera y teatro se amontonaban con sus premios Olivier. En la escalera había pósters enmarcados de sus producciones. Estaba
Carmen
, en el Coliseum;
Los pescadores de perlas en Roma
;
Otelo
en el Teatro Nacional y
Hedda Gabler
en la RSC. En cada centímetro de la casa había algún tributo al éxito de Jos. Pero lo que más me llamó la atención fueron las fotos: había por lo menos ocho de Jos colgadas en la escalera y otras seis en la mesa del recibidor. En el saloncito se veían diez o doce en marcos de plata: en su primer día de colegio, en su bicicleta con unos doce años; recibiendo un premio escolar, trabajando en alguna escenografía con un mono manchado de pintura, de viaje con su pelo rubio todavía más claro por el sol. Aparecía en fotos con Bernard Haitink, con Sam Mendes, Trevor Nunn, Darcey Bussell. Y en varias, con Yvonne.
—¡Vaya! —exclamé cortés—. Es evidente que está usted muy orgullosa de Jos.
—Sí, desde luego.
—Siento lo de las fotos —dijo Jos con una mueca—. Me da un poco de vergüenza, pero a mi madre le gusta.
Mientras Jos ayudaba a su madre en la cocina yo pensé en las fotos que tengo en casa. En la mesa del salón hay una de cada uno de mis hijos, y la foto de la boda, que desde hacía tiempo estaba metida en un cajón. Por fin nos sentamos a tomar el té e Yvonne me preguntó por mi trabajo y los niños. Me sentí bien hablando con ella, aunque no perdió oportunidad de alabar a su hijo.
—Es muy buen chico… le ha ido tan bien… nunca se olvida de mí, ¿sabes?… Voy a casi todas sus representaciones… no pude ir a
Madame Butterfly
porque no me encontraba muy bien… Sí, ya estoy mucho mejor, gracias… Sí, es verdad, Londres queda un poco lejos.
«Jos es toda su vida», pensé. No tiene marido ni otros hijos, de modo que Jos es el centro de su existencia y todos sus pensamientos giran en torno a él.
Jos fue a la cocina y su madre y yo nos quedamos a solas. Para evitar un silencio embarazoso decidí contarle lo de Parrot Cay, pero antes de que pudiera abrir la boca ella me sorprendió:
—Quiero darte las gracias, Faith —anunció en un susurro de complicidad.
—¿Las gracias? ¿Por qué?
—Por hacer tan feliz a Jos. —Me ruboricé—. Nunca le había visto tan contento.
—¿De verdad? —sonreí.
Yo hubiera preferido cambiar de tema, pero ella prosiguió:
—Ha tenido muchas novias, ¿sabes? —comentó, quitándose una miga de la falda.
—¿Ah, sí? No habla mucho de su pasado.
—¡Sí, madre mía! —exclamó ella con una risita—. Claro, es un hombre muy atractivo.
—Es verdad.
—Y un hombre tan atractivo y tan inteligente es lógico que atraiga a las mujeres.
—Así es.
—Algunas estaban locas por casarse con él.
—¿Sí? —dije cortésmente, aunque aquello era más de lo que yo quería saber.
—Y me temo que una o dos han sido muy, muy persistentes.
—¿Ah, sí?
—Sí, sí, muy persistentes. —¿Qué demonios querría decir eso?—. A veces Jos las traía a verme. Ellas me decían muy enfadadas que Jos no quería comprometerse. A mí me daban pena, claro, ¿pero qué podía yo hacer? Es que Jos no estaba preparado para comprometerse, por lo menos hasta que te conoció a ti. Adora a tus hijos.
—Sí, es muy bueno con ellos.
—Y estoy segura de que será un padre maravilloso.
—Sí, seguro que sí.
En el camino de vuelta a Londres me volví hacia Jos.
—Tu madre me ha estado contando cosas de tu emocionante pasado —sonreí.
—¿Cómo? —preguntó él, algo irritado.
—Ha divulgado tus más oscuros secretos —bromeé.
—Ya. ¿Y qué te ha dicho?
—Uf, de todo. Me habló de tus novias. Todo un harén.
—Pero ¿qué dijo exactamente? —insistió, con los labios apretados en un gesto duro.
—Es broma, cariño. No me dijo nada malo. ¡Pero sí cree que eres lo mejor del mundo! Solo comentó que serías muy buen padre, y eso ya lo sé yo.
Entonces Jos puso la radio. Era la repetición de
El comienzo de la semana
. Me sorprendió volver a oír a Sophie. Por eso no me había llamado. Estaba muy ocupada. En esta ocasión hablaba de Estados Unidos.
«Una Europa de dos velocidades es una idea peligrosa… Francia y Alemania unidas… Una unión política con todas las de la ley… Extensión del voto mayoritario…».
—¡Es mi amiga Sophie! —exclamé—. La chica de mi trabajo, ya sabes. —De pronto Jos fue a mover el dial—. No, no cambies de cadena, por favor. Me gustaría oírla.
«Europa debería seguir siendo una comunidad de estados igualitarios… Las instituciones norteamericanas pertenecen a todos sus miembros… Y por supuesto debemos conservar nuestro poder de veto».
—¡Es tan lista! Se le da muy bien la política. Estaba muy desaprovechada en la AM-UK!
—¿Tú llegaste a… conocerla bien? —me preguntó Jos con recelo.