—Bueno, ¿adónde vamos? —pregunté con una sonrisa cuando llegó a las cinco y media.
—Misterio.
—¿Chipping Camden?
—No. Un poco más al sur. —Graham iba en el asiento trasero, como siempre, con la cabeza sobre el hombro de Peter.
—Le gusta tu coche nuevo —comenté, bajando el visor para protegerme del sol.
—Claro que sí. Le gustan los Rovers. Oye, ¿todavía se dedica a atacar a Jos?
—Pues no, ahora que lo dices. Se ve que le ha dado una tregua. O igual se ha aburrido.
—No, lo que pasa es que le da pena, ¿a que sí, Graham? Seguro que piensa: «Pobre diablo. Si supiera…».
—¿Y tú qué le has dicho a Andie?
—Que me voy a Escocia con un autor, para ayudarlo con su nuevo manuscrito.
—¿Y se lo ha creído?
—Que yo sepa sí.
—¿No te llamará al móvil?
—La llamaré yo cada dos horas o así, para que no sospeche.
Nos dirigimos al noroeste por la M4, más allá de Bracknell y Reading. Graham se había quedado dormido, acunado por el ronroneo del coche. Luego salimos de la autopista en dirección a Cirencester, por carreteras de bosques y campos. Las colinas a nuestra izquierda, seccionadas por muros de piedra, parecían en llamas con los colores del otoño. Atravesamos Bisley, donde las casas de color miel relucían como oro viejo bajo el sol de la tarde. Por fin llegamos a Painswick y nos detuvimos ante una mansión estilo georgiano.
—Bienvenida al hotel Painswick —dijo Peter.
—Qué preciosidad —suspiré.
La casa era ancha y profunda, estilo Palladio, con un rosal cargado de rosas en la fachada. A la izquierda había una galería italiana, con una glicinia, sobre un cuidado jardín de croquet. Los vidrios de los ventanales, que se alzaban del suelo al techo, resplandecían al sol.
—¿Nombre, por favor? —dijo la recepcionista.
—Señores Smith —contestó Peter. La mujer sonrió con gesto indulgente. Estaba acostumbrada a esas cosas.
—Y este es… —preguntó, mirando al perro.
—Graham Smith —dije yo. Graham se incorporó sobre las patas traseras para ofrecerle un beso.
—Habitación número uno, en el primer piso. Ya haré que les suban las maletas.
Cuando Peter y yo pasábamos apuros económicos, que era casi todo el tiempo, yo soñaba con un hotel en el campo, y el hotel de mis sueños era muy parecido a aquel. En la habitación había una cama con dosel, con suntuosas cortinas y papel de Colefax y Fowler en las paredes. Estaba decorada con muebles antiguos y en la cómoda había una selección de peines y cepillos forrados de plata. La enorme ventana, con su mullido asiento, daba a un paisaje de colinas en las que pastaban las ovejas. En el baño había un jacuzzi tan grande que se podía nadar a braza y, ¡qué maravilla!, una pila de toallas mullidas. De pronto se me ocurrió una idea espantosa.
—Peter, ¿cómo es que conocías este hotel? Es que… ¿es que habías venido con ella?
—No, claro que no. Lo encontré en Internet.
De pronto llamaron a la puerta. Era el servicio de habitaciones.
—Su champán, señor.
Cinco minutos después Graham estaba instalado delante de la tele, viendo el programa de Delia Smith, mientras Peter y yo nos metimos en el jacuzzi, con las burbujas hasta el cuello.
«Y ahora vamos a preparar unos panecillos de semillas de amapola…», decía Delia.
—Ese libro en el que estás trabajando —pregunté irónica, bebiendo champán—, ¿de qué trata?
Peter deslizó el pie por mi pierna.
—Del lenguaje del cuerpo.
—¿Del lenguaje del cuerpo? Ya.
«Y lo mejor es que…».
—Sí, del lenguaje del cuerpo.
«… no tardan mucho en subir».
Peter dejó su copa y me atrajo hacia él.
«Se vierte la levadura líquida en el centro…».
—Esto, por ejemplo —dijo, besándome— es lenguaje corporal positivo.
—¿Ah, sí? ¿Y esto? —susurré, poniéndole la mano en el muslo.
«Y mezclar hasta formar una masa bien consistente…».
—Sí, eso también es positivo.
«Ahora debería estar esponjosa y elástica».
—Es verdad.
—Y eso —dijo él, acariciándome los pechos— es señal de que hay algo más que un interés casual.
—No me digas…
«Dejar en un lugar cálido, para que leude…».
—Y esto —prosiguió Peter, deslizando la mano entre mis piernas— es señal de que comenzamos a llevarnos de maravilla.
Nos levantamos sin dejar de besarnos y nos dejamos caer en el suelo del baño.
«Se ponen uno al lado de otro…».
—¡Faith! —exclamó Peter, con su cara muy cerca de la mía.
«Se espolvorean generosamente con semillas de amapola…».
—¡Peter!
—Te quiero, Faith.
—Yo también te quiero.
«Y se meten los panecillos al horno».
Cuando me desperté al día siguiente me quedé en la cama, disfrutando del contacto del lino puro en la piel y oyendo la lenta respiración de Peter como si fuera música. Al ver el sol entrar por la rendija de las cortinas fue como si se hubiera producido un milagro. Me sentía también descocada, como madame Bovary.
—
J'ai un amant
—me dije.
Porque aquello ya no era inocente. Estaba teniendo una aventura. Había sido infiel, pensé consternada. Había violado el séptimo mandamiento. Había cometido adulterio, en cierto modo. Y era maravilloso. Al pensar en Jos sentí una punzada de remordimientos, aunque no exactamente una sensación de culpa. En mi mente nuestra relación había terminado. Se había acabado la noche anterior. A mi vuelta le diría, con todo el cuidado posible, que no podíamos continuar. Pensé en cómo reaccionaría, pero me di cuenta de que tampoco me importaba demasiado. Peter tenía razón. Yo no quería a Jos. Me resultaba atractivo e intrigante, era muy atento conmigo y era verdad que me había acostumbrado a tenerle cerca. Pero ahora aparté ajos de mi mente y me volví hacia Peter para rodearlo con mis brazos. «Este es el hombre de mi vida», pensé apoyando la mejilla contra su hombro desnudo. Nunca desearía a nadie más. Estábamos tan juntos que le hice cosquillas con las pestañas. Él abrió los ojos y sonrió.
—Te quiero, Faith —dijo soñoliento.
—Te quiero, Peter.
—¿Cuánto hacía que no dormíamos juntos?
—No lo sé. Más de un año.
—Pues habrá que recuperar el tiempo perdido, ¿no te parece? —Asentí con la cabeza. Él me besó y me acarició la cara—. Esto es el principio, Faith —dijo muy serio.
—Sí, lo sé.
—Es nuestro nuevo capítulo. —Sonreí—. Desde luego contigo ha hecho falta un poco de
Persuasión
, porque estabas llena de
Orgullo y prejuicio
.
—No, era más bien
Sentido y sensibilidad
—señalé—. Por culpa de tus
Amistades peligrosas
.
—Pero ahora estamos
Lejos de la multitud
.
—En
Una habitación con vistas
.
Sabía que siempre consideraría aquel fin de semana como uno de los más mágicos de mi vida. No había ni una nube en el cielo. El aire estaba tan limpio que parecía brillar. Los bosques se teñían de oro, bronce y rojo. Siempre recordaría aquello.
—¿Qué es exactamente un veranillo de San Martín? —me preguntó Peter.
Estábamos paseando con Graham por las colinas de Costwold y en ese momento pasábamos por una avenida de hayas cobrizas. Las hojas crujían bajo nuestros pies.
—Lo estuve leyendo el otro día —contesté—. Es un período de tiempo cálido en otoño o a principios del invierno.
—Este es nuestro veranillo de San Martín. —Peter me abrazó y me dio un beso—. Es el final de esta pesadilla de estar separados. ¿No es verdad, Faith?
—Sí, es el final. O más bien el principio del final.
—Pararemos el divorcio.
—Voy a llamar a Rory Cheetham-Stabb para cancelarlo.
—Por lo general lo que se cancelan son los compromisos, no los divorcios —comentó Peter.
En ese momento sonó su móvil con el tonillo de Andie. Lo había dejado conectado para que ella no sospechara.
—Hola, Andie. Sí, estoy bien. Perdona, pero estoy muy ocupado. Sí, ya te lo advertí. Sí, todo va muy bien. ¿Tú cómo estás? Bien. No, ahora mismo estamos trabajando. ¿Pájaros? No, no, es que tenemos la ventana abierta. Sí, ya te llamaré luego. Claro que te llamaré. Adiós.
»Lo siento —me dijo nada más colgar—. No me gusta tener que mentir delante de ti. Bueno, no me gusta mentir y punto. De momento no tengo más remedio, pero no será por mucho tiempo porque pienso terminar con ella la semana que viene.
El fin de semana pasó como un relámpago entre comidas, champán, paseos, charlas, jacuzzis y amor. Jugamos al croquet, al backgammon, paseamos por Slad Valley y visitamos la tumba de Laurie Lee. La última tarde fuimos a la iglesia de Painswick. La sombra de los setos se extendía por el jardín. Luego volvimos a Londres, saciados de amor. Peter me dejó en la esquina. Como no queríamos que nos vieran besándonos nos despedimos dándonos la mano.
—Nos vemos el martes en Snows, Faith. Entonces decidiremos.
—¿Nos das algo? —me pidieron dos niños pequeños disfrazados con máscaras de vampiros y capas negras el martes, cuando me dirigía a Snows—. ¿Nos das algo? —repitieron desafiantes. Se me había olvidado que era Halloween.
—Está bien. —En un ataque de generosidad inducido por el amor les di un billete de cinco libras.
Peter todavía no había llegado al restaurante. Me llevaron a la misma mesa que habíamos ocupado la noche de nuestro aniversario, diez meses antes. Aquello había marcado el principio de nuestra separación, y esta reunión significaba el final. En enero había llegado un período helado, pero ahora el hielo se había evaporado como el rocío. Al mirar por la ventana vi acercarse a Peter. Parecía muy contento.
—¡Hola, cariño! —me saludó con un beso—. Vamos a pedir champán.
—¿Champán? —pregunté dudosa.
—Sí. Esto hay que celebrarlo, ¿no?
—No sé si deberíamos. Al fin y al cabo estamos a punto de hacer daño a dos personas —dije bajando la voz y sintiéndome algo culpable.
—Es verdad. —Peter se mordió el labio—. Estamos a punto de portarnos muy mal. Mira, por respeto a nuestras ex parejas vamos a pedir vino espumoso italiano.
Nos tomamos la copa de vino como una pareja de adolescentes enamorados en su primera discoteca.
—¿Se lo has dicho a Lily?
—No, todavía no.
—Tienes miedo de que te lo reproche, ¿verdad?
—No seas tonto.
—¿Y has llamado al abogado? —preguntó Peter mientras echaba un vistazo al menú.
—Ha estado ocupado todo el día, pero le he dejado dos mensajes para que me llamara.
—Se va a poner hecho una furia. No le gustará nada perder a una clienta.
—Bah, tiene un montón de clientas.
—Ay, Faith, estoy tan contento.
—Yo también. ¿Pero no crees que esto no está del todo bien? —dije con una sonrisa.
—Está fatal.
Yo me sentía achispada por el amor y por el vino.
—Pero vamos a cortar con ellos de muy buenas maneras —añadió Peter muy serio.
—Desde luego.
—Lo vamos a hacer bien.
—Seguro.
—Vamos a mandarlos al cuerno con mucho tacto.
—Muchísimo. De hecho los vamos a mandar al cuerno con tanto tacto que hasta les va a gustar.
—Sí. Por ejemplo, yo le voy a comprar a Andie un buen regalo, para compensar.
—Y yo voy a mandar a Jos de viaje —repliqué, decidida a superar a Peter.
—Vaya, qué generosa.
—Le voy a mandar a hacer un crucero alrededor del mundo en el
Queen Elisabeth II
.
—Faith, menudo detalle. Seguro que le encanta.
—Voy a terminar con él con muchísimo tacto —repetí, un poco borracha—. ¿Y sabes lo que le voy a decir? —Me incliné sobre la mesa y miré a Peter a los ojos—. «Lo siento mucho, Jos, pero tengo que decirte una cosa. Lo nuestro se ha acabado. No podemos seguir juntos. ¿Por qué? Porque lo manda el destino. Siento muchísimo dejarte así, pero siempre te tendré respeto y afecto. Siempre pensaré en ti con amor…».
—¡Tampoco exageres! —exclamó Peter.
—Bueno, vale. A ver… «Siempre te consideraré un amigo. Siento que lo nuestro no haya salido bien… —Casi sentía un nudo en la garganta—. Ya sé que te he hecho daño —añadí tragando saliva—. Pero siempre te estaré agradecida por el tiempo que hemos pasado juntos. Y siempre estaré orgullosa de haber salido contigo».
—¡Genial, Faith! —aplaudió Peter.
—Sí, no ha estado nada mal, ¿eh? ¿Y tú?
—Yo no tendré ocasión de hacer un discurso como el tuyo. Andie me tirará los platos a la cabeza antes de que termine de decirle que tengo que hablar con ella. Pero lo superará. No estará sola mucho tiempo. —Entonces Peter se levantó—. Perdona un momento, cariño. Tengo que ir al servicio.
En cuanto Peter se marchó me di cuenta de que en una mesa había un hombre que me sonaba mucho, aunque no sabía de qué. Estaba solo, leyendo el periódico. Le conocía, eso seguro, pero no situaba su cara, y el vino no me dejaba pensar con claridad. ¿Quién era? Era alguien a la vez memorable y anodino.
—¡Claro! —exclamé—. ¡Ya sé quién es!
Era el detective privado, Ian Sharp. Intenté llamar su atención y casi le saludé con la mano, pero en el último momento me contuve. Al fin y al cabo, me dije, podía estar trabajando.
—Cariño, ¿conoces a ese tipo? —me preguntó Peter cuando volvió a la mesa.
—¿Cómo dices?
—Que si conoces al tipo ese de allí. No dejas de mirarle.
—No, no, qué va. No sé quién puede ser —mentí.
¿Cómo podía confesarle a Peter lo que había hecho? El me miró un poco incrédulo, pero entonces llegó el camarero con los primeros platos y nos olvidamos del tema. Yo había pedido de nuevo cordero, igual que la última vez, y Peter, lenguado. Ahora se oía de fondo la canción
Ahora veo con claridad
.
«Ahora veo con claridad, ha dejado de llover», cantaba Johnny Nash.
—Me encanta esta canción —comentó Peter—. Parece que la hayan escrito para nosotros.
«Veo todos los obstáculos en mi camino…».
—A ver, planes. ¿Por qué no nos mudamos de casa? —dijo Peter—. Ahora nos lo podemos permitir.
«Han desaparecido los nubarrones que me cegaban…».
—Y así podríamos empezar de nuevo.
«Va a ser un día claro y soleado».
—Podríamos coger una casa junto al río.
«Sé que saldré adelante, ahora que ha desaparecido el dolor…».