—Hola. —Los dos reímos—. Acabo de oír tu mensaje, Faith. ¡Claro que me acuerdo de ti! Cómo me iba a olvidar. Y sí… me encantaría quedar.
Yo no voy mucho a la iglesia. Tal vez para compensar los años que pasé en el St Bede, cuando íbamos a misa todos los días. Sí, celebrábamos misas a montones, de sobra para toda la vida. Pero aunque ahora no practico tanto, tampoco puedo dejarlo del todo. Una vez eres católica, lo eres para siempre, como reza el dicho. Y es verdad. Aunque hace más de diez años que no me confieso. La verdad es que no sabría qué decir. Cuando era pequeña me encantaba. Me gustaba salir del confesionario sintiéndome espiritualmente limpia. Las monjas nos enseñaban que nuestras almas eran como camisas muy blancas, que se manchaban con el uso diario. Nos explicaban que los pecados veniales eran manchitas como de rotulador, huevo frito o café. Pero los pecados mortales eran manchurrones enormes, como de ketchup, pintura negra o aceite. Decían que confesar era como meter nuestras almas en la lavadora. Una vez Lily preguntó si había que poner el ciclo de agua fría o caliente, y la obligaron a escribir doscientas veces: «No debo hacerme la graciosa». Pero las demás sí creíamos que después de la confesión nuestras almas estarían limpias y relucientes. A mí todavía me gusta pensar que es verdad. A veces me dan tentaciones de cometer algún pecado gordo y luego confesar solo por el gusto de sentirme absuelta. Pero no, no soy muy buena católica. Ya digo que voy muy poco a misa, aunque en Navidad y Semana Santa, no falto. Y puesto que Peter se quedaba con los niños y Graham el día de Pascua, llamé a Lily para ver si quería venir conmigo.
—Podríamos ir a la catedral de Westminster —propuse.
—Gracias, pero no. Ya he quedado para ir a Holy Trinity Brompton.
—Pero si es una iglesia anglicana —dije sorprendida.
—Eh… Sí. Es que creo que en el fondo soy protestante.
—¡Ya sé por qué vas! —Me eché a reír—. Piensas que habrá hombres atractivos.
—¡Faith! —exclamó horrorizada—. ¡Mira que te has vuelto suspicaz! Claro que es verdad que el vicario es bastante mono. —Se la oía mascar una zanahoria—. Pero el caso es que tienen una guardería donde puedo dejar a Jennifer Aniston.
De modo que el domingo de Pascua fui sola a la iglesia. Decidí ir a la de mi barrio, St Edward's, en Chiswick High Road. A las diez y media me encontraba sentada en un banco de la derecha, percibiendo el penetrante y familiar aroma católico de incienso, cera y polvo. Miré el enorme crucifijo, las imágenes y las llamas de las velas votivas, y me puse a pensar en lo que me había pasado los últimos tres meses.
«El Señor esté con vosotros», dijo el sacerdote. Vamos, que en enero era una mujer felizmente casada. «Y con tu espíritu». Tres meses más tarde soy una mujer traicionada, en el camino del divorcio. «Oremos». Mientras agachábamos la cabeza para reflexionar sobre el milagro de la Resurrección, me pregunté si mi matrimonio podría resucitar, aunque lo dudaba mucho. Porque Andie estaba en medio ahora, en nuestro matrimonio. Y tres es multitud. En todo caso, la vidente me había dicho que me divorciaría. Aquello era un auténtico lío. Cuando nos levantamos para rezar el Credo tuve que hacer un esfuerzo de concentración.
«Creo en un solo Dios…». Quiero decir, ¿de qué sirve ir a la iglesia si una tiene la mente en otras cosas? «Padre Todopoderoso…». Aunque no dejaba de preguntarme con qué frecuencia vería Peter a la bruja aquella. «Creador del cielo y de la tierra…». No le he preguntado porque, francamente, no quiero saberlo. «De todo lo visible y lo invisible…». Pero una cosa es segura: Si él se ve con ella, yo también tengo derecho a quedar con otra gente. «Creo en un solo Señor Jesucristo, hijo único de Dios…». Y pensé en lo mucho que me apetecía ver a Josías. «Nacido del Padre antes de todos los siglos». En este momento está trabajando en Manchester. «Dios de Dios, Luz de Luz…». Y por eso no me había devuelto la llamada… «Dios verdadero de Dios verdadero…». Pero en cuanto oyó mi mensaje en el contestador, me llamó desde allí. «De la misma naturaleza del Padre…». Ya lo sé: ¡Increíble! «Por quien todo fue hecho». Es evidente que sabe lo que se hace. «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo…». Tiene un aspecto divino. «Y se hizo hombre». Sí, es un hombre muy atractivo. «Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos». ¿Habrá estado casado? «Padeció y fue sepultado». Seguramente. «Y está sentado a la derecha del Padre». ¿Tendrá hijos? «Una misma adoración y gloria». Seguro que sería muy buen padre. «Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica…». Tiene unos ojos grises preciosos. «Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados…». Y una sonrisa maravillosa. «Espero la resurrección de los muertos…». Me siento muchísimo mejor desde que me llamó. «Y la vida del mundo futuro. Amén. Y ahora vamos a la lectura del Antiguo Testamento», prosiguió el sacerdote, mientras nosotros nos sentábamos.
De pronto me incorporé de un brinco. ¡No me lo podía creer! Era sobre Josías.
«Josías reinó durante treinta y un años en Jerusalén. —Era otra señal, pensé sin aliento, inclinándome en mi banco—. Josías hizo lo recto en ojos de Jehová… sin apartarse a la diestra ni a la siniestra».
El pasaje contaba qué gran rey había sido Josías, y cómo destruyó los ídolos y estatuas de los israelitas y cómo, por desgracia, tuvo que matar también a unas cuantas personas. Y en el sermón el sacerdote explicó que Josías era la fuerza de la renovación y que había convertido a la fe a los que eran espiritualmente infieles. Y entonces pensé que Dios definitivamente estaba intentando decirme algo. Yo había sido víctima de una infidelidad y ahora Josías iba a sanar mi dolor. Pero antes de la comunión, cuando nos dábamos la paz unos a otros, volví a pensar en Peter. «Que la paz sea contigo», nos decíamos. Así es como ando normalmente estos días, como la máscara de Jano, mirando adelante y atrás a la vez. «Que la paz sea contigo», murmurábamos, mientras nos dábamos la mano con timidez. «Que la paz sea contigo». ¿Podría salvarse mi matrimonio? No lo sé. No lo sé.
A las siete de esa misma tarde tuve una idea bastante aproximada de las posibilidades. Los niños volvieron con unas elegantes bolsas de plástico, las cuales albergaban los huevos de Pascua más enormes que he visto en mi vida. Eran de Godiva y debían de haber costado una fortuna. Hasta Graham tenía un paquete gigantesco de chocolatinas para perro.
—Vuestro padre ha tenido todo un detalle con los huevos de Pascua —comenté mientras preparaba la cena.
—No, si no son de papá —contestó Katie.
—¿Ah, no?
—No —dijo Matt, mientras quitaba la cinta de terciopelo del suyo—. Nos los dio Andie.
—¿Andie? —Apenas pude pronunciar su nombre.
—Sí, Andie. La hemos conocido hoy.
—¡Ya! —exclamé furiosa—. ¿Y dónde la habéis visto, si puede saberse?
—En el piso de papá —explicó Matt—. Y si estos huevos te parecen grandes, ¡deberías haber visto el que le regaló a él!
—¿En el piso de papá? —salté.
Esa arpía intentaba corromper a mis hijos. Por un momento me la imaginé paseándose medio desnuda ante ellos.
—No te preocupes, mamá —terció Katie—. No estaban haciendo nada. Ella ni siquiera había sido invitada. Simplemente se pasó por casa para darnos los regalos.
—¿Y eso por qué, si ni siquiera os conocía?
—Para comprarnos, por supuesto —explicó Katie con paciencia—. Digamos que son sobornos. Es el clásico comportamiento de la aspirante a progenitor adoptivo —prosiguió, partiendo un buen trozo de chocolate—. Los compañeros potenciales intentan congraciarse con los hijos de su objeto del deseo para vencer su hostilidad natural y ganar su aceptación. Pero no te preocupes, mamá —añadió alegremente—, que esto no va a romper el hielo con Matt ni conmigo.
—Y mucho menos con Graham —dijo Matt con desdén—. ¡A él no le ha dado siquiera chocolate de verdad!
—¡No pienso permitir que mezcles a Andie con los niños! —exclamé en cuanto llegamos a la conciliación, tres días después. Era una casa alta y estrecha en Wimpole Street—. ¡No te atrevas a involucrarlos de nuevo!
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles? —preguntó amablemente la recepcionista.
—Mira, Andie se presentó sin avisar —explicó Peter con cansancio—. No sabía que iba a venir.
—Ya es suficientemente malo que estés viendo a esa… a esa arpía, para que ahora tengas que meter en eso a los niños y a Graham.
—¿Tienen ustedes hora?
—Yo no los he metido en nada —protestó Peter.
—¡Exponerlos a ella de esa manera!
—Andie no es una enfermedad, ¿sabes?
—¿Puedo ayudarles?
—Los has dejado emocionalmente confusos.
—No están confusos.
—¡Desde luego que lo están! —mentí—. Estaban… traumatizados cuando llegaron a casa.
—¡No digas tonterías!
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—No me gusta que la veas.
—¿Y por qué no iba a verla? —exclamó él—. ¡Al fin y al cabo me has echado de casa!
—Vale, es verdad. Pero si sigues saliendo con ella, y eso es evidente, ¿por qué querías que intentáramos una reconciliación, eh?
—Porque… porque… ¡Ay, yo qué sé! No sé qué va a pasar —saltó él, mesándose el pelo.
—Ya —dije sarcástica—. Tú lo que quieres es tenerlo todo seguro, ¿no? Pues te advierto una cosa: no se puede nadar y guardar la ropa.
—Esto, perdonen…
—¡Sí! ¿Qué pasa? —gritamos los dos al unísono.
—¿Me pueden decir su nombre, por favor?
—Ah. Señor y señora Smith.
—¿Es su nombre auténtico?
—Sí.
—¿Y están aquí para intentar salvar su matrimonio?
—Así es.
—Bien. La señora Strindberg los recibirá en diez minutos. Tomen asiento en la sala de al lado.
La espaciosa sala de espera estaba decorada con reproducciones de antigüedades y jarrones llenos de desvaídas flores secas. En las sillas dispuestas contra las paredes había seis parejas, con los labios fruncidos y las caras largas. Una cierta sensación de vergüenza flotaba en el ambiente. Para distraerme me puse a hojear las revistas, aunque casi todas estaban pasadas de fecha: el número del Chat de «gane un divorcio», el
Moi!
de diciembre. Fui a coger el
Marie Claire
y al alzar la cabeza, ¡madre mía!, vi a Samantha y Ed, que viven en nuestra misma calle. ¡Dios! ¡Y yo que pensaba que eran la pareja perfecta! Habíamos coincidido en un par de fiestas. Me puse colorada. Qué vergüenza para ellos, pensé, que los vieran allí. Samantha me sonrió tensa y yo le devolví la sonrisa con toda la simpatía que permitía la situación, preguntándome si debería decir «me alegro de verte» o algo así. Pero en ese momento se oyeron unas voces provenientes de la puerta a nuestra izquierda, en la que rezaba ZILLAH STRINDBERG. Era evidente que el ambiente se estaba caldeando al otro lado. Al principio solo se entendían palabras sueltas: «reconciliación… qué estupidez… venga ya… ¡tonterías!… intentarlo… para qué…». Vaya, era evidente que la pareja no se estaba reconciliando precisamente. Ahora que todo el mundo se había quedado en silencio, se oía bastante bien lo que decían:
—Hemos hablado mucho y las cosas parece que se están solucionando.
—¿Sí?
—Y hemos decidido que no vamos a divorciarnos.
—¿Qué?
—Sí. Hemos decidido seguir juntos —dijo una voz masculina.
—No me parece una buena idea.
—De verdad, señora Strindberg, hemos reflexionado largo y tendido.
—No sé de qué me habla.
—Y hemos decidido intentarlo otra vez.
—Eso ya lo he oído.
—Es que hemos dejado que los pequeños problemas se interpongan entre nosotros…
—Sus problemas no son pequeños y hemos perdido de vista lo más importante.
—¿Qué es lo más importante?
—Que todavía nos queremos.
—¡Eso no tiene nada que ver!
—Así que muchas gracias por su ayuda, pero vamos a seguir juntos.
—No, lo siento —dijo Zillah Strindberg, ahora con voz más estridente—, pero yo creo que deberían divorciarse.
—No, no queremos.
—Porque es evidente…
—De verdad, lo tenemos muy claro.
—… que son ustedes del todo incompatibles.
—No lo somos.
—Sí lo son.
—No lo somos. Nos llevamos muy bien.
—¡Lo siento! —casi gritó Zillah—. Pero yo no lo creo. De hecho estoy segura de que deberían separarse.
—Pero es que no queremos separarnos. Antes sí, pero ahora no.
—Miren, tal como yo lo veo…
De pronto se abrió la puerta y la pareja salió apresuradamente. Luego apareció Zillah Strindberg, visiblemente agitada, con las mejillas rojas. Se alisó el pelo, consultó su libreta y carraspeó.
—Señor y señora Smith —llamó con una sonrisa.
Peter y yo nos miramos y salimos disparados.
—Nos viene un gran frente nuboso —informaba el lunes en la tele.
«Oye, Faith ha adelgazado mucho. Diez…».
—De modo que el día se presenta un poco sombrío.
«Sí, está casi para echarle un polvo. Ocho…».
—Aquí en la imagen del radar…
«Supongo que sabes por qué está tan delgada. Siete…».
—Vemos cómo avanzan estas lluvias de abril
«Tiene serios problemas con su marido. Seis…».
— De modo que las perspectivas son bastante inestables.
«El tío se está tirando a una norteamericana. Cinco…».
—Sobre todo en Londres.
«Tres. Así que ella le ha echado de casa. Dos…».
—Aunque podríamos tener alguna racha soleada.
«Mi hermana se los encontró en la conciliación. Uno…».
—Pero no confíen mucho en ello.
«Vive en su misma calle».
—Y eso es todo. Nos vemos a las nueve.
«¿Alguna posibilidad de que se solucione?».
«Cero».
—Gracias, Faith —dijo Sophie con una sonrisa encantadora—. Están ustedes viendo AM-UK! En este momento son las ocho y media, y vamos con los titulares de las noticias…
Desconecté mi micrófono. Estaba temblando. Dios mío, Dios mío, todo el mundo lo sabía. Y yo que había intentando ser discreta… Fui al despacho e intenté distraerme ordenando mi mesa. De todas formas me hacía falta; había pilas de faxes y memorandos y tres tazas sucias de café. El alga se había soltado del gancho y mi casita del tiempo estaba llena de polvo. Me la regaló Peter cuando conseguí el trabajo en la AM-UK! Hacía tres meses que lo intentaba, desde que salió la vacante. Los niños ya estaban en el colegio, así que me puse loca de contenta cuando me dieron el puesto. Entonces Peter me compró la casa del tiempo. Es como un chalecito suizo y dentro hay un hombre con los típicos pantalones cortos de cuero, y una mujer con traje tirolés. El hombrecito lleva un paraguas, y cuando va a llover, él sale y la mujer se queda dentro. Cuando la mujer sale y el hombre se queda, es que va a hacer bueno. Pero a veces, cuando hace lluvia y sol, los dos salen juntos. Hoy el hombrecillo había salido él solo, con su paraguas en ristre. «Es toda una metáfora», pensé sombría, mientras comenzaba a abrir el correo.