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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (21 page)

BOOK: La chica del tiempo
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La primera carta era difícil de leer, porque estaba muy mal escrita. Pero no tardé en coger el tono general: «Tu te crees marabillosa, ¿berdad? —escribía Mark de Solihull—. Pues no lo eres». Vaya, justo lo que me faltaba, un imbécil analfabeto. «No tengo ninguna confianza en ti. Ni yo ni naide. Todo el mundo dice que eres una hinutil diciendo el tiempo y que siempre lo dices mal. Todo el mundo lo dice, en la cola del bus, en la del supermercao en el sine y en los bares. Todo el mundo lo dice, que Faith es una hinutil…». ¡Por Dios! Rompí la carta y la tiré a la papelera. Las otras, por lo menos, eran más halagadoras. La mayoría comentaba que había adelgazado.

«No adelgaces mucho más —aconsejaba la señora Brown de Stafford—. No queremos que parezcas Posh Spice». «Francamente, yo te prefería gorda», decía el señor Stephenson de Stoke. «Te queda bien el pelo largo —opinaba la señora Daft de Derby—. Pero yo en tu lugar no me lo cortaría escalado». «¿Cómo se forma el arco iris?», preguntaba Alfie de Hove, a sus diez años. «Siento que tengas problemas matrimoniales —escribía la señora Davenport de Kent. ¿QUÉ?—. Acabo de leerlo en el
Hello!
—proseguía su carta—. Así que he querido escribirte unas líneas. Yo me divorcié el pasado julio. Es un infierno, Faith, pero sé que lo superarás». Salí corriendo, con el corazón a cien por hora, hacia la mesa de producción y cogí la revista
Hello!
Allí, en la sección de noticias de famosos salía una foto mía con el titular: NUBARRONES DE TORMENTA PARA LA CHICA DEL TIEMPO. Pero ¿quién demonios les había dicho nada? «Faith Smith, de la AM-UK! está a punto de divorciarse de su marido Peter, editor, después de que él confesara una relación extramatrimonial. Según nuestras fuentes, Faith está destrozada y no alberga esperanzas para su matrimonio, a pesar de los intentos realizados en una consejería matrimonial. El nuevo puesto de Peter Smith como director de Bishopsgate puede verse en peligro, puesto que la compañía es propiedad de americanos pertenecientes al Cinturón de la Biblia y albergan puntos de vista muy estrictos con respeto a la vida privada de sus trabajadores».

Tiré la revista a la basura, volví a mi mesa y hundí la cara entre las manos. Mi vida estaba en un escaparate, a la vista de todo el mundo. «¿Quién les habría ido con el cuento? —me pregunté—. ¿Y por qué?». El
Hello!
no paga este tipo de información. Además, yo no soy una persona famosa, ¿a quién le iba a importar? Es que… ¡Pero claro! Por supuesto. Mira que soy tonta. Tenía que haber sido Andie, la muy bruja. Quiere estar bien segura de que Peter y yo nos separemos. No podía dejar que resolviéramos el asunto entre nosotros, sino que pretende darnos un empujoncito con los medios de comunicación. Esa arpía se había puesto en acción. Volví a leer el artículo. «Faith está destrozada…». «Yo no estoy destrozada», pensé mientras una lágrima caliente rodaba por mi mejilla. «Está desesperada…». «Yo no estoy desesperada», me dije. Las lentillas se me movieron. «De hecho estoy superando de maravilla este horror», pensé, dirigiéndome al servicio. Gracias a Dios no había nadie. Entré en un cubículo, me senté en el retrete y me puse a llorar como una cría. Respiraba entrecortadamente y tenía la cara caliente y mojada. Por fin tiré de la cadena, salí y vi que había alguien. Me coloqué bien las lentillas y la figura borrosa se hizo clara.

—¡Faith! —exclamó Sophie—. Eres tú. Se te oía llorar. ¿Qué te ha pasado?

—Nada —sollocé, acercándome al lavabo.

—Algo te pasa. ¿Cuál es el problema?

Yo no quería decir nada. Era demasiado personal.

—Anda, dime qué te pasa —repitió, mientras yo miraba en el espejo mi cara hinchada.

—Es que acabo de recibir algunas cartas muy desagradables de mis admiradores.

—Ah. Bueno, a ti por lo menos te escriben —replicó ella alegremente—. A mí no me llega ni una carta. Pero no creo que valga la pena llorar por eso. ¿Seguro que no te pasa nada más?

—No, no, no. Es que… Bueno, ya sabes cómo nos afecta este horario que hacemos aquí. Todos los problemas parecen mayores.

—Sí, ¿pero qué pasa, Faith? A lo mejor puedo ayudarte. —Me puso la mano en el brazo y yo me la quedé mirando, con un sollozo atascado en la garganta y los ojos llenos de lágrimas.

—Es que voy a divorciarme —gemí por fin. Sophie asumió una expresión comprensiva, pero no de sorpresa. Ya lo sabía, era evidente. Era obvio que todo el mundo lo sabía—. Pero no lloro por eso, sino porque acabo de ver un artículo en el
Hello!
Y al verlo así, escrito en una revista, de pronto me ha parecido real. ¡Está en la prensa! No te imaginas cómo duele.

—Sí lo imagino. A mí me aterrorizaría ver expuesta mi vida privada. ¡Madre mía! —exclamó con una risita—. ¡Conmigo se iban a poner las botas!

—Me voy a divorciar —sollocé, con la cara surcada de lágrimas.

—Faith. —Sophie me rodeó los hombros con el brazo—. ¿De verdad tienes que divorciarte?

Yo bajé la vista. ¿Tenía que divorciarme?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque mi marido… me ha sido infiel. Y yo no puedo soportarlo. No puedo olvidarlo. Tengo la sensación de que todo se ha terminado.

—Mira, ya sé que no nos conocemos mucho —Sophie me ofreció un pañuelo—, pero ¿puedo darte un consejo?

—Sí —gemí, consciente, un poco avergonzada, de que era diez años menor que yo.

—Yo he estado en la misma situación que tu marido —explicó. Ah. Debía de ser con ese tal Alex—. Hace poco le fui infiel a una persona. Fue un craso error, y me temo que alguien lo descubrió. Y… —Vaciló. Era evidente que le resultaba difícil contar aquello—. Ahora… ahora esa persona no puede perdonar ni olvidar. Yo no estoy casada, así que no habrá divorcio, pero aun así… —Suspiró con amargura—. Es un calvario.

La miré, un poco más tranquila, agradecida por su confidencia, sobre todo porque Sophie suele ser muy discreta en cuanto a su vida privada. No tenía que haber sido fácil para ella, y solo lo había hecho por ayudarme.

—Si puedes perdonarle, hazlo —me aconsejó—, porque creo que así serás más feliz.

—Sí, puede ser. No sé. Muchas gracias, Sophie.

De pronto oímos el ruido de una cisterna y, para nuestra sorpresa, Tatiana salió de uno de los cubículos.

—Sí, Sophie —dijo con una sonrisa—. Muchísimas gracias.

Los profesionales de la meteorología siempre miramos el cielo al salir de casa. Normalmente sabemos lo que va a pasar por la forma de las nubes. Si hay cirros, por ejemplo, seguro que hará buen tiempo. Son nubes largas, como hechas jirones, muy altas y hechas de hielo. Si vemos cumulonimbos, es que se acerca tormenta. Son enormes nubarrones oscuros que suelen provocar lluvia, truenos y relámpagos. Luego están los estratos, que son capas planas de nubes que producen lloviznas o niebla. Pero hoy, mientras me dirigía al despacho de Rory Cheetham-Stabb, el cielo estaba lleno de blancos cúmulos esponjosos. A mí me encantan los cúmulos, porque provocan mi tiempo favorito: una mezcla de lloviznas y sol. En esta época del año suele haber grandes nubes, como enormes cojines, en un cielo azul. Las nubes pueden ser blancas, grises o a veces están teñidas de dorado. Y los vientos de la primavera las hacen surcar el cielo, provocando súbitas lluvias. Luego sale el sol y se forma el arco iris. Así que me encanta ver cúmulos. La verdad es que me gusta poder mirar el cielo y saber al instante lo que va a pasar. Ojalá las cosas fueran tan fáciles en mi vida privada. Porque aquí sí que no puedo predecir nada. No, el mapa del satélite no está nada claro. Por un lado parece que la maquinaria avanza hacia el divorcio, y casi puedo oír el chirrido de los engranajes. Pero por otra parte, es tan terrible que me siento tentada de echarme atrás. Pensé en lo que Sophie había dicho. Pensé en todo lo que había en juego. Era evidente que Peter también dudaba. Pero las cosas han cambiado tanto entre nosotros que no sé qué hacer. Es como si la nave de nuestro matrimonio se hubiera estrellado y ahora estuviéramos buscando la caja negra.

—Su marido está dudando por una sola razón —aseguró Rory Cheetham-Stabb en su despacho, una hora más tarde—: porque sabe lo que le va a costar.

—Ya —respondí con una punzada en el corazón—. Yo pensé que sería porque me quiere y espera que nos reconciliemos.

—Señora Smith —comenzó el abogado con paciencia—, no quiero parecer escéptico, pero suele pasar: a la hora de la verdad, el hombre se pone a chillar como un cerdo en el matadero. Lo que querrían, claro, es tenerlo todo. Seguir adelante con su matrimonio y mantener a su querida. Dígame, ¿a usted le parecería aceptable? —Negué con la cabeza—. Es posible que su marido también dude porque sabe que el divorcio afectaría a su nuevo empleo.

—Así que ha visto usted el artículo del
Hello!
—dije consternada.

—Sí.

—Es verdad que Peter estará en la editorial seis meses a prueba, de modo que el momento no podía ser menos oportuno. Créame, en verdad tenemos problemas, pero no quiero que le despidan.

—Ni yo —replicó Rory Cheetham-Stab—. Al fin y al cabo es nuestra gallina de los huevos de oro. Mire, señora Smith, usted ha sido una esposa modelo. Durante quince años ha esgrimido usted su tarjeta de fidelidad, y ahora esperamos obtener cierta… cantidad como compensación.

Me pregunté qué tipo de tarjeta tendría Andie. La tarjeta de aprovechada, sin duda.

—Da la casualidad de que sé bastantes cosas de Bishopsgate —prosiguió Rory Cheetham-Stabb—. Son una banda de puñeteros.

Publican un montón de libros absurdos sobre cómo-salvar-su-matrimonio. Así es como empezaron. La editorial es propiedad de un consorcio de prensa norteamericano, de Georgia. El presidente, Jack Price, es un puritano. No le gusta que sus empleados tengan problemas en su vida privada, porque no encaja con la imagen de Bishopsgate. Y no le falta razón. De modo que no le va a gustar nada que su nuevo director ejecutivo esté metido en un proceso de divorcio. Su marido no querrá tener ningún problema personal hasta que termine su período de prueba. Pero no sé quién habrá ido con el cuento a la prensa.

—Yo creo que ha sido Andie Metzler.

—Mmmm. ¿Quién más lo sabe?

—Bueno, podría haber sido cualquiera de los que nos vieron en el consejero matrimonial. Además, tuvimos una pelea horrible en Le Caprice el día de San Valentín. Pero por otra parte, no somos famosos, así que la nuestra no es una historia de mucho interés. Y el caso es que quien quiera que informara a la prensa, debía tener algún motivo, así que debe de haber sido Andie.

—¿Por qué?

—Porque está loca por que Peter se divorcie. Rory Cheetham-Stabb unió las puntas de los dedos y entornó sus ojos azules.

—Lo dudo, señora Smith. Recuerde que su marido no es solo su amante, sino también su cliente. Si le despiden durante el período de prueba, la señora Metzler tendrá que devolverle sus pingües honorarios. No, esa hipótesis no tiene sentido.

—Puede que tenga razón —suspiré—. En cualquier caso está loca por él, de modo que no querría que le despidieran.

Pero Rory Cheetham-Stabb no me escuchaba. Tenía una expresión ausente.

—¿Sabe? ¡Creo que tiene usted razón! —exclamó de pronto—. Sí. Acabo de verlo claro. Ha sido ella, señora Smith. Sin duda una mujer muy astuta.

—¿Qué quiere decir?

—Ella quiere que Peter se divorcie, y al mismo tiempo no quiere que pierda el empleo. De modo que se habrá dedicado a tranquilizar a los de Bishopsgate, con quienes todavía estará en contacto, asegurándoles que la vida privada de Peter se normalizará muy pronto cuando…

—¡Se case con ella!

—Exacto. —Creí que iba a vomitar—. De esta forma, Andie Metzler tiene a su marido todavía más atrapado. Esto significa que puede presionarle para que haga oficial su situación a la vez que se asegura de que el divorcio sigue adelante.

—Un plan brillante —repliqué abatida—. Se ha propuesto atrapar a Peter y no se detendrá ante nada. Ella también está a prueba, y lo sabe. Quiere que le hagan un contrato fijo. Pero ¿cómo sabe usted tanto de Bishopsgate?

—Porque la ex mujer de Jack Price es inglesa. Yo le llevé el divorcio el año pasado.

—¡Jack Price está divorciado!

—Sí, señora Smith. Es un mujeriego. Su mujer lo aguantó treinta años, hasta que se hartó.

—Pero si está divorciado, ¿por qué es tan puritano con sus empleados?

—Porque se puede permitir el lujo de la hipocresía. La verdad es que obtuve muy buenos resultados en ese divorcio. Conseguí a la señora Price ocho millones, de libras, no de dólares. En fin, vamos a seguir con la segunda etapa de su divorcio. Es la declaración de bienes —explicó, mientras me tendía un formulario—. Firme aquí, al final de la página, haga el favor. Muy bien. Espléndido.

—Sácale todo lo que puedas —me aconsejaba Lily la noche anterior. Había ido a verla sintiéndome deprimida y confusa. Ella insistió en equiparme para mi cita con Josías. Sacó de su reluciente nevera Smeg una botella de champán y unos canapés. Jennifer gruñía a sus pies—. No supliques, cariño —le dijo, dándole un trocito de foie gras—. Mira, no quiero criticar el lamentable comportamiento de Peter —añadió mientras sacaba dos copas—. Pero todo esto es solo culpa suya.

—Sí, ya lo sé. Pero es que no quiero ser una de esas mujeres que se aprovechan de su marido. Yo solo quiero… no sé, lo justo.

—No digas tonterías. ¡Peter tiene que pagar! Que Rory Cheetham-Stabb saque lo que pueda.

—Puede —dije—. No sé.

—¿Peter tiene abogado?

—Sí.

—Pues ya se apañarán entre ellos.

Mientras Lily abría la botella de Laurent Perrier eché un vistazo a la cocina, con su suelo de madera clara, sus relucientes superficies de granito, los exprimidores y las máquinas de café. Era un piso digno de aparecer en La casa ideal. Atravesamos el enorme salón, con su moqueta blanca y sus gigantescos arreglos de amarilis escarlata, el cuadro de Damien Hirst y el caballo de Elisabeth Frink en su pedestal de mármol. Y las revistas, por supuesto. Revistas por todas partes. Se veían en todas y cada una de las superficies y tiradas en el suelo. Las portadas relucían como cristal bajo las luces que destellaban en el techo como estrellas. Fuimos sorteándolas con cuidado, con las flautas de champán en la mano.

—Llevas casada quince años. —Lily sacó tres grandes bolsas de ropa de diseño—. Así que te mereces una buena pensión, Faith. ¡Entonces podremos divertirnos a base de bien!

—¿Ah, sí? —pregunté dudosa, mientras ella abría la primera bolsa.

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