—Hola, cariño. ¿Me has echado de menos?
—¡Guau!
—Tú me quieres, ¿verdad?
—¡Guau!
Mientras volvía a casa paseando bajo el sol de primavera, con Graham trotando a mi lado, pensé en lo que Karen había dicho. Repasé mi matrimonio, año por año, y recordé lo felices que habíamos sido. Pensé también en la posibilidad de que todo se terminara, lo devastador que sería. De pronto me vi con los niños en la puerta de la casa, con las maletas y las bolsas. «El divorcio puede ser una catástrofe, emocional y económica… Mucha gente nunca se recupera… Es muy difícil volver atrás…». Aquí me sacudió un escalofrío.
—Karen tiene razón —le dije a Graham al entrar en el parque, agachándome para quitarle la correa—. Tiene toda la razón del mundo. —El perro salió disparado como un misil y volvió treinta segundos después con una golosina en la boca.
—¡Eh! —oí gritar a lo lejos—. ¡Que es nuestro!
—¡Graham! —le reprendí con suavidad—. Robar está muy mal. ¿Quieres devolver eso?
Mientras él se alejaba me adentré entre los árboles y me quedé mirando las prímulas y azafranes de primavera, con los pétalos picoteados por los pájaros, y los manojos de tallos verdes que pronto serían narcisos. Por fin me senté en un banco, cerré los ojos y pedí a Dios que me ayudara. Murmuré una oración y en ese preciso instante salió el sol. Sentí su calor en la cara y fue como tener una iluminación, una especie de visión, supongo. Entonces supe que todo saldría bien. Peter y yo no íbamos a romper después de quince años felices. «Al fin y al cabo —me dije, ya volviendo a casa con Graham—, cosas peores pueden pasar». Cosas mucho peores. Cosas terribles. Todos los días salen en los periódicos. Y Peter solo me había sido infiel una vez y estaba muy arrepentido.
—Por eso confesó —le dije a Graham, ya abriendo la puerta de casa—. Me lo confesó porque tiene conciencia y porque es un hombre decente.
Ahora me daba cuenta que había estado mal por mi parte echárselo todo en cara. Era una actitud mezquina y estúpida. Y si no, solo hay que pensar en la cantidad de hombres que engañan a sus mujeres una y otra vez, por sistema incluso, sin un atisbo de remordimientos.
Cogí nuestra foto de boda, en su marco de plata un poco deslustrado, y se me llenaron los ojos de lágrimas. A partir de este día, recordé. En lo bueno y en lo malo, había prometido. Habíamos tenido muchas cosas buenas, y ahora nos tocaba un poco de lo malo. En eso consistía el matrimonio. Miré el rostro de Peter, honesto y atractivo, y pensé: este es el hombre al que quiero, el hombre de mi vida. Sí, ha cometido un error, pero todos cometemos errores, así que tengo que perdonar y olvidar. «Y le perdonaré —pensé, casi embelesada, mientras encendía la tele—. Porque errar es humano y perdonar, divino». Ahora me imaginaba la escena de la reconciliación, y sentí una oleada de calor de la cabeza a los pies.
—Cariño —le diría—, has cometido un error muy grave. Casi tiras por la ventana nuestro matrimonio por un momento de lujuria. Has permitido que te tentaran, y has caído en la tentación. Pero quiero que sepas que te perdono.
Él sonreiría, vacilante al principio, como si no pudiera creer lo que oía, luego con auténtica alegría.
—Sí, cariño —murmuraría yo, mientras él me envolvía en sus brazos—. Vamos a comenzar de nuevo. Aprovecharemos este infortunado episodio para fortalecer nuestro matrimonio, para avanzar. ¿Y sabes una cosa, Peter? Vamos a ser más felices que antes.
Ahora me imaginaba que estábamos en la iglesia, renovando nuestros votos delante de un grupo, reducido pero selecto, que ya sabía lo que habíamos pasado. Estarían nuestros padres y los niños, por supuesto, y alguno de nuestros mejores amigos. Todos intentarían contener las lágrimas mientras Peter y yo nos mirábamos a los ojos y decíamos una vez más: «Sí, quiero». Y Peter también lloraría, apenas capaz de pronunciar palabra por la emoción. De hecho las lágrimas rodaban por mi rostro mientras cambiaba de un canal a otro en la tele. Y mientras me enjugaba los ojos con una mano y acariciaba a Graham con la otra, aparecieron los créditos del programa del corazón Mujeres independientes.
—Todo va a salir bien, Graham —añadí entre sollozos—. Mamá y papá no se van a separar, cariño. No te preocupes.
De pronto lanzó un ladrido, no de asentimiento, sino porque había llegado el correo. Bajó de un brinco del sofá y salió disparado a la puerta, donde se veían cinco sobres en el felpudo. Dos marrones —seguramente facturas que, como siempre, dejé para Peter—, una postal de mi madre desde Guadalupe —«¡Nos lo estamos pasando de miedo!»—, dos cartas para Matt —vaya, ¿de quién serían?— y un sobre blanco dirigido a mi nombre. Lo abrí y de pronto me detuve, distraída por lo que veía en la televisión.
«La caza de talentos es una industria relativamente nueva pero floreciente —oí al presentador—. Porque hoy en día los buenos profesionales no acuden a solicitar sus puestos de trabajo, sino que se ven atraídos a ellos por inteligentes intermediarios, o más bien intermediarias. Porque algunos de los mejores cazatalentos son mujeres, y hoy tenemos con nosotros a una de ellas. ¡Vamos a recibir con un fuerte aplauso a Andie Metzler!».
Oí el aplauso de cortesía del público, entré como hipnotizada en el salón y me quedé mirando fijamente la pantalla. Era ella. Andie Metzler. El golpe fue como un hachazo en las rodillas. Me dejé caer en una silla. Allí estaba. La Otra. La mujer que se había acostado con mi marido. La mujer que fumaba Lucky Strike. La mujer que había salvado la vida profesional de Peter y había acabado con mi tranquilidad.
«Las mujeres son muy buenas cazadoras de talentos —decía—. Son más intuitivas… tienen un enfoque más sutil… se organizan mejor… Ffion Jenkins es una gran profesional, y la mujer de Michael Portillo, por supuesto».
De pronto me di cuenta de que la foto de Ian Sharp no le hacía justicia. Su corto pelo rubio relucía como el oro. Tenía la cara con forma de corazón, sin una sola arruga. Tenía las piernas largas y se la veía muy elegante, reclinada en la silla del estudio, con su exquisito traje cayendo en suaves pliegues. Era preciosa. No se podía negar. Aunque su voz era un poco dura y ronca.
«Fue una mujer la que reclutó a Greg Dyke para el puesto de director general de la BBC —la oí decir—. La Imperial Chemical Company tiene contratada a una mujer para que cubra sus puestos más altos y yo misma he colocado a directores ejecutivos en bancos, compañías de telecomunicaciones y más recientemente en una de las mejores editoriales».
Una náusea me subió a la garganta. Me la quedé mirando con un odio profundo, un odio que nunca había sentido. Me la imaginé en el Ritz con Peter. Me los imaginé comiendo, bebiendo champán. Luego me los imaginé en la cama. Tenía ganas de dar un cuchillazo a la televisión y matarla en aquel instante. Deseaba que los focos se le cayeran encima y la aplastaran. Quería que se abriera el suelo del estudio y se la tragara. Todavía tenía el dedo metido en el sobre. Lo abrí distraída y saqué la carta sin dejar de mirar con odio a mi rival.
«Otra cualidad de la mujer en la caza de talentos es que somos muy tenaces —decía con su voz ronca y su acento americano—. Tenemos ambiciones para nuestros clientes y los tenemos en muy alta consideración. No nos damos por vencidas hasta que hemos cazado a quien queremos».
—Seguro —exclamé.
«Vamos tras ellos —añadió Andie con una suave risita—. Y créeme, al final los conseguimos».
De reojo capté en el papel que tenía en la mano la palabra «¡Enhorabuena!», y casi sin querer bajé la vista. Querida señora Smith, leí mientras Andie seguía hablando.
«Sí, la caza de talentos es una carrera muy gratificante…».
Tengo el honor de informarle en nombre de la revista IPC…
«… en todos los sentidos…».
… que ha ganado usted el primer premio…
«… Es además compatible…».
¡… en nuestro concurso «Gane un Divorcio»!
«… con el matrimonio y la maternidad…».
… Ha respondido usted correctamente a nuestras preguntas…
«… lo cual para mí es muy importante…».
… así que ha ganado un divorcio con todos los gastos pagados…
«… puesto que pienso formar familia muy pronto…».
… ¡con el famoso abogado especialista en divorcios, Rory Cheetham-Stabb!
De momento no hice nada con la carta. La conmoción era demasiado fuerte. Me la quedé mirando un rato, girándola entre las manos. Luego fui al primer piso y la escondí en el cajón de mi ropa interior. No esperaba ganar. Simplemente había enviado las respuestas al concurso antes de pensármelo dos veces. Era un sorteo, para el cual había que responder las siguientes preguntas: a) ¿Cuál fue el acuerdo al que se llegó en el divorcio de la princesa Diana? b) ¿Estaba Jerry Hall legalmente casada con Mick Jagger? c) ¿Cuánto tiempo debe pasar entre la separación y el divorcio? Las respuestas no eran difíciles: a) Diecisiete millones, b) No, y c) Seis semanas y un día. Como ya saben, no me puedo resistir a un concurso, pero la verdad es que nunca pensé que podía ganar. Y ahora no tenía ganas de reclamar mi premio. Acababan de ofrecerme lo que muchísimas mujeres envidiarían: un divorcio en bandeja de plata, con todos los gastos pagados. Pero, lejos de sentirme eufórica, me parecía estar asomada a un abismo. «Espera —me había dicho Karen—. Espera». Y eso hice, esperar a que pasara el golpe de haber visto a Andie Metzler. Y pasó, poco a poco, hasta que al final del día estuve ya bastante tranquila, capaz de pensar racionalmente de nuevo. Y para entonces decidí que no, que no quería el divorcio. Al fin y al cabo, razoné, Peter no estaba liado con ella. Lo único que había hecho era acostarse con ella una vez, bajo presión, llevado por la euforia del momento. No era una relación a largo plazo, sino un desliz concreto. Andie no era su amante, no suponía ninguna amenaza para mí. No era más que un instante fugaz, nada más. De modo que durante los dos siguientes días intenté restablecer la comunicación con Peter, porque apenas habíamos intercambiado palabra desde San Valentín.
Nos habíamos evitado el uno al otro, lo cual no es muy difícil debido a mi horario de trabajo. Yo estaba tan furiosa que ni siquiera le había preguntado qué tal le iba el nuevo empleo. Pero ahora quise romper el hielo.
Estuvimos hablando, con cierta torpeza al principio, de su trabajo, del mío, de los niños, y pronto nos relajamos y nos encontramos charlando de las cosas de las que solíamos charlar. Luego fuimos a dar un paseo por el río con Graham. Pero ni Peter ni yo mencionamos su aventura, que seguía ahí entre los dos, como una bomba sin estallar. Dábamos rodeos en torno a ella, pasábamos con cuidado por encima y fingíamos que no existía. Y yo pensaba que si la ignorábamos, acabaría por desactivarse ella sola y desaparecer. Decidí que Andie no era más que un pitido desagradable en el cardiograma, por otra parte sano, de nuestro matrimonio. Superaríamos el bache. Otras parejas lo habían hecho. Nosotros saldríamos adelante. Así que hice un esfuerzo por mostrarme cariñosa con Peter, aunque sin pasarme. Peter tenía que saber que yo seguía sufriendo y que durante una época me encontraría más fría que de costumbre. Sin embargo sabía que al final yo cedería, porque había decidido salvar mi matrimonio, así que no volví a mirar la carta del Chat.
Cuatro días más tarde llamaron de la revista para que recogiera mi premio, pero yo, para ganar tiempo, les dije que estaría muy ocupada durante una semana por lo menos. Porque para entonces sabía que Peter y yo nos habríamos reconciliado y el premio se lo podría llevar cualquier otra. Los niños vinieron el fin de semana a casa e hicimos lo que solemos hacer los fines de semana. Aunque Matt se lo pasó asomándose continuamente al buzón, no sé por qué.
El domingo por la tarde estaba en la cocina mientras Peter cargaba el coche para llevar a los niños de vuelta al colegio, cuando sonó el teléfono. Lo cogió Katie. La oí charlar un rato y pensé que debía de ser algún amigo suyo. Pero por fin llamó a Peter:
—¡Papááá! ¡Teléfono!
—¿Quién es?
—No sé. Es una americana. Candy o Randy o Mandy o algo así. Quiere hablar contigo.
Yo salí disparada de la cocina como una tarántula tras su presa. ¡La muy perra! ¡Qué valor! ¡Llamar a mi casa para hablar con mi marido, mi marido desde hace quince años, el padre de mis dos hijos! ¡Desde luego se iba a enterar! Pero Peter llegó antes al teléfono.
—No, no —decía, jadeando un poco por la carrera—. No, no —repitió. Se había puesto como un tomate—. Sí. Mmm —murmuró evasivo—. Bien, gracias por llamar. Adiós.
Nada más colgar me miró con expresión culpable. Yo apretaba tanto los labios que me dolían. Entonces llegaron los niños con las bolsas. Me despedí con un beso y subí al primer piso.
Cuando Peter volvió, tres horas más tarde, me encontró en la cocina. Se sentó en silencio y apoyó la cabeza en las manos.
—¿Has vuelto a verla? —pregunté. Peter no contestó. Yo tenía la boca más seca que un papel de lija, y oía los latidos de mi corazón—. ¿Has vuelto a verla?
Peter respiró hondo y negó con la cabeza.
—En realidad no.
—¿Cómo que en realidad no? ¿Qué demonios significa eso?
—Está bien —confesó, alzando la vista—. La he visto. Tomamos una copa.
—¿Una copa? Mira qué bien.
—Eso fue todo, Faith. Una copa.
—¿Y qué demonios hace llamando a casa?
—Es que… —Volvió a apoyar la cabeza en las manos—. Es que… tenía que hablar conmigo y mi móvil estaba desconectado. Pero tienes razón, Faith. No debería haber llamado aquí.
—Desde luego que no. —Yo misma estaba pasmada de lo tranquila que parecía. Era como escuchar a otra persona—. ¿Sabe que yo lo sé?
—Sí —suspiró Peter—. Le dije que no podía volver a pasar, pero…
—Pero ¿qué?
—Que no…
—¿Qué no acepta un no por respuesta?
Peter se puso colorado.
—No.
—Así que anda detrás de ti, ¿eh? —dije, con una voz tan dura como el pedernal—. Es eso, ¿no?
—No lo sé. Es que para ella no fue un desliz. Dice que…
—¿Qué?
—Que está enamorada de mí.
—¡Vaya! ¡Qué romántico! ¿Y tú? —exclamé. De pronto mi enfado se convirtió en angustia—. ¿Estás…? —pregunté con voz rota—. ¿Estás…? —intenté de nuevo, pero no pude seguir. Se produjo un silencio durante el que solo se oía el tictac del reloj de la cocina—. Peter, ¿estás enamorado de ella? —logré balbucir por fin.
—No, pero…
—¿Qué? —Me dolía la garganta y se me había movido una lentilla.