—… de depresión anticiclónica.
«No lo sé. ¿Quién tiene la cinta?».
—De modo que no hay la menor posibilidad de que salga el sol.
«¡Búscala!».
—Sobre todo en Chiswick.
«¿Qué?».
—Más adelante podemos tener algún chubasco en el sureste.
«¡No la encuentro!».
—Así que no se olviden del paraguas.
«¡Dios! ¡Rellena, rellena, Faith! ¡¡Rellena!!».
—Y hablando de paraguas —proseguí—, todos sabemos que a veces llueve a cántaros…
«Un minuto y medio, por favor, Faith».
—Pero ¿sabían ustedes que también pueden llover ranas y peces?
«¡Muy bien!».
—Sí, es una anécdota poco conocida. Todos sabemos que los cumulonimbos pueden provocar tormentas.
«¿Quién lo sabe?».
—Pues bien, a veces en la parte baja de esas nubes se forman tornados.
«¡Joder! ¡Yo sí que tengo un tornado en el culo! ¡Anoche cené un arroz al curry mortal!».
—Y si estos pequeños tornados pasan sobre un estanque, absorben ranas y peces.
«¡Venga ya!».
—Cuando luego la tormenta se aleja, el tornado muere y las ranas y peces caen del cielo.
«¡La leche!».
—Se han dado casos de lluvia de lenguados en el Támesis.
«No me digas. Muy bien Faith, en tres, dos…».
—Pero por suerte son casos muy raros.
«Y cero. Gracias».
—Nos vemos en media hora.
Al volver a la oficina vi un ejemplar de la revista Bella en la mesa de producción. ¿TE ENGAÑA TU MARIDO?, gritaba el titular. Últimamente cada vez que veo algo sobre la infidelidad, me lo leo de cabo a rabo. Aquí se contaban unas historias espantosas de mujeres que encontraban ligas en la cesta de la colada o pescaban a sus maridos in fraganti en su propia casa con la
au pair
. También se narraban situaciones de pesadilla, en las que la Otra decide poner las cosas en claro. Shirley, de Kent, encontró en el parabrisas de su coche una nota de la amante de su marido, y Sandra, de Penge, recibió, mediante una llamada telefónica, la confesión de la Otra. A mí me horrorizaba la perspectiva de que Jean pudiera hacerme algo así. Casi podía oírla amenazarme con un acento escocés:
—Noo, escucha tú, querida —me diría con tono agresivo—. ¡Estoy enamorada de tu marido!
—¡Oh, no!
—No te engañes. ¡Él también me quiere!
—¡No diga eso!
—Hace seis meses que salimos.
—¡Dios mío!
—¡Y te va a dejar para venirse a vivir conmigo!
Me quedé tan espantada que me dieron ganas de llamar a Ian Sharp para preguntarle qué hacer. Pero no podía, porque él aconseja a los clientes que no le llamen a menos que haya concluido su investigación. Y tiene razón, porque, en primer lugar, yo no tenía forma de llamarle desde nuestra oficina de planta abierta y, en segundo lugar, si le llamara desde casa el número aparecería en la factura del teléfono, con lo cual Peter podría averiguarlo todo. Así que había que tener paciencia y esperar. Pero estaba tan preocupada que apenas podía funcionar. Por eso me conmovió tanto que Sophie hablara conmigo en los lavabos, durante la pausa comercial.
—¿Estás bien, Faith? —me preguntó mientras yo me retocaba el maquillaje. Pensé que era todo un detalle, porque nunca habíamos tenido una charla.
—Sí, estoy bien. Gracias. Estoy bien, de verdad. Sí, muy bien.
—Ah, bueno. Es que por lo general se te ve bastante contenta y hoy pareces un poco… deprimida.
—No, no, qué va.
—Un poco distraída.
—No, para nada. ¿Por qué lo dices?
—Bueno, porque te acabas de echar desodorante en el pelo.
—¿Sí? Ay, es verdad. Qué tonta. Es que estoy cansada, nada más. Es este horario. Qué te voy a contar. Se van los biorritmos a la porra.
Pero tú lo estás haciendo muy bien —añadí, para cambiar de tema—. Eres una presentadora estupenda, y sabes cómo hacer frente a Terry. Si fuera yo, no pararía de llorar. En fin —proseguí mientras ella se lavaba las manos—, creo que tienes un futuro fantástico en la AM-UK!
Al oírme decir eso Sophie se sobresaltó. Luego hizo una mueca muy curiosa. A mí me pareció rarísimo.
Los siguientes días pasaron con una lentitud desesperante. Tenía los nervios de punta y no podía dormir. Y aún peor, me encontraba el nombre de Jean hasta en la sopa. La actriz Jean Tripplehorn había rodado una nueva película, leí en el
Mail
. Jean Marsh, de la serie
Arriba y abajo
, se iba a comprar una casa nueva, según el
Hello!
En el
TV Quick!
contaban que se estaba realizando una nueva serie basada en la novela de Jean Plaidy, y en el Channel 4 daban un ciclo de las películas de Jean Simmons. Tuve que hacer un esfuerzo constante por mantenerme ocupada durante la semana. Terminé
Madame Bovary
(esa mujer pagó un precio muy alto por destrozar su matrimonio), fui al gimnasio y a la piscina, participé en varios concursos y pasé bastante tiempo con Graham. No sé cómo resistí la tentación de llamar a Ian Sharp cada diez segundos. Pero no dejaba de imaginármelo siguiendo a Peter por la calle. «Pobre Peter», pensé. Me sentía como si le estuviera traicionando, y también me daba pena. De hecho no sabía cómo iba a poder mirarle a la cara, pero por suerte él también tuvo una semana liadísima, así que apenas nos vimos. Me dijo que tenía tres almuerzos, dos presentaciones y varias reuniones con Andy, por supuesto. Yo me pregunté si alguno de esos almuerzos sería con Jean y qué restaurante elegirían, qué se dirían el uno al otro, si harían manitas o algo peor y si Jean se sentiría culpable por estar saliendo con un hombre casado. Llevaba un diario detallado de mis sentimientos, para poder realizar una buena entrevista con Lily para la revista. Hasta que por fin, por fin, llegó el temido día y fui a ver a Ian Sharp.
Llamé a la puerta con el corazón desbocado. Era como esperar los resultados de algún análisis médico aterrador. Respiré hondo por la nariz y me preparé para lo peor.
—Dígame lo que sea —imploré—. ¡Tengo que saberlo!
—Señora Smith, no hay absolutamente nada que decir.
—¿Nada? —pregunté con un hilo de voz—. ¡Vaya!
—No he encontrado ninguna prueba en absoluto de que su marido tenga una amante.
—¿Nada? —Es curioso, pero más que aliviada estaba sorprendida.
—Nada —repitió él encogiéndose de hombros—. Absolutamente nada. Cero.
—¿Está seguro? —Ahora comenzaba a sentirme indignada. Al fin y al cabo aquello significaba que me había equivocado de plano.
—Estoy seguro en un noventa y nueve por ciento.
—Pero ¿y los tres almuerzos que tenía esta semana? Pensé que se encontraría con ella.
—Pues si era ella la persona que estaba con él, señora Smith, le aseguro que no había nada entre ellos. El señor Smith se comportó con toda corrección en todo momento. Charló con su acompañante, pagó la cuenta, se despidió y volvió al trabajo. Mire —dijo, abriendo su ajada carpeta y enseñándome una fotografía en blanco y negro—. Estuvo almorzando con esta señorita…
—Es Lucy Watt, una autora.
—¿Y esta? —preguntó.
—Ah. Es una agente. Coincidí con ella una vez. Creo que trabaja en A. P. Trott.
—Yo estaba sentado en la mesa de al lado de su marido, y le aseguro que no vi ninguna señal de flirteo en su comportamiento. También almorzó con un hombre en Charlotte Street. —Me enseñó otra foto.
—Ah. No sé quién es. Probablemente el cazatalentos, Andy Metzler.
—Y tomó una copa en Quaglino's con esta mujer.
La fotografía tenía mucho grano. Sentada a la mesa con Peter había una rubia muy atractiva, de mi edad más o menos, a la que no había visto nunca. Y aunque Peter sonreía, no estaba haciendo nada malo. De hecho parecía algo tenso.
—¿Conoce usted a esta mujer, señora Smith?
—No. —Me encogí de hombros—. Parece bastante dura, ¿no? Seguro que es una agente, proponiendo algún contrato con algún autor.
Por último había seis fotos de Peter en las presentaciones de libros, una de las cuales tuvo lugar en el Groucho. La otra en Soho House.
—¿Se coló usted en las presentaciones? Es impresionante.
—Las dos estaban atestadas de gente, señora Smith. No me costó nada confundirme con la multitud. Soy un camaleón —añadió con orgullo.
—Pero ¿cómo se las arregló para sacar fotos sin flash?
—Trucos del oficio. —Se dio unos golpecitos en la nariz.
En todas las fotos aparecía Peter hablando con los autores en cuestión, Robert Knight y Natalie Waugh, y con sus colegas de las editoriales. En una de ellas incluso charlaba amistosamente con Charmaine.
—Después de estos dos eventos su esposo cogió un taxi y volvió directamente a su casa. Y sé que fue directamente a su casa porque le seguí. Así que por lo que he visto esta semana, señora Smith, yo diría que está usted equivocada. ¿Le molesta que le diga lo que pienso? Yo creo que sus sospechas han sido fruto de la paranoia. No tienen ninguna base real.
—Sí, es verdad que estaba paranoica. —Y ahora sentía tal alivio que tenía ganas de darle un beso—. Es que… no sé, creo que me dejé llevar por mi imaginación —expliqué con una sonrisa—. Pero me he quedado muy tranquila.
—De todas formas es mi deber decirle que también es posible que la mujer, la tal Jean, no estuviera en Londres esta semana. Podría haber salido de viaje…
—Ah, es verdad. A Escocia tal vez.
—Y así sería imposible que se hubiera visto con su marido.
—Sí. —Mi euforia se había hundido como una piedra.
—Lo que le estoy diciendo es que aunque creo que su marido es inocente, no puedo estar seguro del todo. Si quisiera usted tener una certeza absoluta, tendríamos que seguirle durante un período más largo.
—Sí, lo comprendo.
—Así que mi consejo es que piense lo mejor y siga adelante como si no pasara nada. Lo cual, probablemente, sea el caso. Pero si vuelve a sospechar, nos pondremos de nuevo en acción.
—Me parece muy bien. Sí, dejémoslo así. Pensaré lo mejor porque es lo que he hecho siempre. Y si me parece necesario, siempre puedo volver a verle. Sí. Muy bien. Muchas gracias.
Le firmé un cheque por mil quinientas libras —dando gracias mentalmente a Lily una vez más— y volví a casa en metro. Pero aunque era un alivio no haber encontrado nada, todavía tenía dudas. ¿Qué significaban entonces aquellas notas sobre Jean? ¿Y las flores, y el tabaco y los chicles? Todavía me sentía inquieta. Llamé a Lily y le dejé un mensaje. Luego me preparé un té. Media hora más tarde sonó el teléfono.
—Esa es Lily —le dije a Graham.
Y justo cuando iba a explicar que Peter era la víctima inocente de mis sospechas, oí una voz masculina desconocida.
—Allo, ¿es usted madame Smeeth?
—Sí —contesté sorprendida.
—Ah. Es que queguía ponegme en contacto con su maguido, Peteg. Espego que no le impogte, pego su secgetagia me dio el teléfono de su casa.
—¿Sí?
—Pogque nesesito hablag con él.
—¿De parte de quién, por favor?
—Soy John.
—¿John?
—No, no John, Jean. Jean Dupont. Llamo de Paguís.
—¿Jean?
—Sí. Jean.
—Jean —repetí.
—Sí, sí. Jean. J-e…
—No se preocupe, ya sé cómo se escribe. Me acabo de acordar: J-e-a-n.
—Exactamente.
—¡Jean!
—Coguecto. —Yo sentía la risa subirme por la garganta como burbujas de champán—. Llamo de la editoguial fgansesa Hachette. Peteg me conose. Tgabajamos juntos en un libgo.
—Ah.
—Y tengo que hablag con él, pego su secgetaguia no sabe dónde está. Su maguido es muy malo, señoga Smith —añadió con una risita—. Pogque no siempge devuelve mis llamadas.
—Sí, qué desconsiderado.
—¿Podguía decigle, pog favog, que me llame a mi casa,
çe soir
? ¿Tiene usted un bolíggafo? Voy a dagle el númego.
—Sí. —Apenas podía contener las ganas de gritar de alegría—. Dígame usted. Muy bien. Y muchas gracias.
—No, ggasias a usted —contestó, sorprendido por mi entusiasmo.
—Ha sido muy amable de llamar —añadí con vehemencia—. Me alegro muchísimo de que llamara. En cuanto Peter llegue le diré que le llame de inmediato.
Au revoir
, Jean,
au revoir
!
Colgué de golpe con un grito triunfal y fui a llamar a Lily para contarle mi estúpida equivocación, pero en ese momento Graham ladró y oí el ruido de una llave en la cerradura. Era Peter, que volvía temprano.
—¡Cariño! —exclamé—. ¡Tengo que decirte una cosa!
—No —contestó él. Graham se le había echado encima para saludarle—. Primero quiero decirte yo algo.
—Pero es que he cometido una equivocación de lo más estúpida. Es que…
—Faith, sea lo que sea, ya me lo dirás luego. Graham, estate quieto. Faith… Faith —repitió. Su perfil se reflejaba en el espejo.
—Dime.
—Quiero que sepas una cosa. Se me aceleró el corazón.
—¿Sí? —Peter respiró hondo.
—Me voy.
—¿Cómo?
—Que me voy.
—¿Que te vas? ¿Te vas de casa?
—¡No seas tonta! De Fenton & Friend. ¡Se acabó!
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Así que por fin te ha despedido esa bruja!
Peter estaba de lo más serio, pero de pronto sonrió.
—Pues no. No me ha despedido porque me he ido yo. Y le dije que dimitía…
—¿Sí?
—¡Porque me han ofrecido otro trabajo!
—¡Tienes otro trabajo! —exclamé—. ¡Es maravilloso! —Me lancé a sus brazos. Estaba siendo un día genial—. ¡Fantástico! ¿Dónde?
—Pues… —Ahora sonreía de oreja a oreja—. Voy a ser el nuevo director editorial de Bishopsgate.
—¿Bishopsgate? ¡Bishopsgate! ¡Madre mía! ¡Pero es una editorial importantísima!
—Sí. Y como se han expandido tanto en los últimos dos años, estaban buscando un nuevo director. Me entrevistaron dos veces.
—Pero ¿por qué no me habías dicho nada? —pregunté mientras entrábamos en el salón.
—Porque me daba miedo que no me dieran el trabajo. Pero por fin me hicieron la última entrevista hoy durante el almuerzo y luego Andy me llamó para decir que el puesto era mío.
—¡Ay, cariño! —exclamé, abrazándole de nuevo.
—¡Y no veas qué sueldo! —prosiguió, preparándose una copa—. Me van a pagar tres veces más que ahora. Ya no tendremos que apretarnos tanto el cinturón.
—Es estupendo. ¿Pero qué dijo Charmaine?
—Estaba furiosa. —Se sentó y se aflojó la corbata—. Que echaba fuego, vamos. Sobre todo cuando le conté lo del nuevo trabajo. No hacía más que decir que era indignante. Es su palabra favorita. La muy bruja. Incluso tuvo la sangre fría de acusarme de desleal. Así que yo señalé que había trabajado en Fenton & Friend muy contento durante trece años, y que la única razón de que me buscara otra editorial es ella, que es una pesadilla.