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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (36 page)

Por mi parte, estaba agotada. Los lunes suelo estar cansadísima, aunque para el miércoles ya me he acostumbrado de nuevo a los madrugones y no me cuesta tanto. Hoy, sin embargo, no hacía más que pensar en mi cama. Al llegar a casa me sorprendió que Graham no saliera corriendo a saludarme. Miré en el jardín, pero no estaba allí. Se lo habrían llevado los niños, me dije, mientras subía al primer piso. Graham y los niños son inseparables. Graham se cree que es su hermano pequeño y quiere hacer todo lo que hacen ellos. Me metí en la cama. Estaba tan agotada que en cuanto toqué la almohada me quedé dormida. Volví a tener sueños muy raros. Estaba en una galería comercial, no sé dónde, subiendo por unas escaleras mecánicas, con mis bolsas de las compras. Y justo cuando iba a llegar arriba, las escaleras se detuvieron y comenzaron a bajar. A mí me pareció muy raro, pero pensé que cuando llegara abajo las escaleras volverían a subir. Entonces alcé la vista y vi en la parte de arriba a un montón de gente que me gritaba a pleno pulmón. Lo más curioso es que yo no oía lo que me decían, porque de pronto me había quedado sorda. Todos gritaban y gesticulaban, y por sus expresiones era evidente que intentaban advertirme de algo, pero no sabía qué. Entonces me volví para mirar hacia abajo y vi horrorizada que las tiendas habían desaparecido y solo había un enorme abismo. Las escaleras me llevaban hacia el borde, y ya estaba casi en el último escalón, así que me puse a correr desesperadamente hacia arriba, pero apenas podía mover las piernas. Estaba sin aliento y con una punzada en el costado. Arriba estaban Peter y los niños, al frente de la multitud, gritándome que subiera. Ahora por fin podía oír.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba Matt—. ¡Mamá!

—Vale, vale. Ya te oigo —contesté.

—¡Mamá! —gritó él de nuevo. Entonces noté sus manos en mis hombros—. ¡Mamá, despierta! ¡Graham no aparece!

—¿Qué? —Al abrir los ojos despareció el sueño. Matt estaba junto a la cama. Parecía muy angustiado.

Al cabo de un momento Katie irrumpió en la habitación.

—Lo he buscado por toda la calle —dijo sin aliento—, pero nada.

—¿Qué?

—Graham ha desaparecido, mamá. —Matt estaba llorando—. ¡No está por ningún lado!

—¿Pero no estaba con vosotros?

—¡No! Lo dejamos en casa. Acabamos de volver. Hemos venido en metro.

—¿Graham ha desaparecido?

—Sí.

—A ver, no hay que preocuparse. —Se me había acelerado el pulso—. Vamos a encontrarlo, pero tenemos que conservar la calma. ¿Qué hora es? ¿Las cuatro y media? ¡Dios mío! ¡Lleva fuera todo el día!

Me puse las lentillas, me vestí a toda prisa y bajé corriendo.

—¡Graham! —grité al salir al jardín, dando palmadas—. ¡Graham! ¡Venga! ¡Aquí! ¡Graham!

—Ya lo hemos llamado —dijo Matt—. No está aquí.

—¿Cómo ha salido de casa?

—Por la ventana de la cocina.

—Pero solo está abierta unos centímetros.

—Ya lo sé. Pero consiguió pasar. Mira, aquí se ha dejado pelos.

—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?

—¡Vamos a llamar a papá! —sugirió Katie.

¡Claro! Marqué a toda prisa el número de su móvil y Peter contestó después de cinco timbrazos.

—¿Sí?

—Peter, soy yo. Escucha, Graham se ha perdido. Lleva todo el día fuera. Estamos muy preocupados.

—¿Qué se ha perdido? ¡Joder! Voy ahora mismo para ahí. Entre todos lo encontraremos. ¡Oh, no! ¡No puedo! Estoy en América. ¿Habéis llamado a la policía? Tenéis que llamar a la policía, a la policía y a la perrera. Coged el coche ahora mismo y salid a buscarlo. Volveré a llamaros dentro de dos horas.

Llamé a la comisaría de Chiswick, me pusieron con el departamento de perros perdidos y yo di una rápida descripción de Graham.

—Es un cruce de collie… pelaje dorado rojizo… con pinta de zorro… mancha blanca en cuello y pecho… lomo como de galgo… cola larga… sí, claro que lleva collar y placa… no, no, no lleva micro-chip… muy, muy listo… sí, de verdad, es muy listo… Graham. Sí, eso es… Sí, sí, ya sé que es raro… Sí, espero.

Se produjo un angustioso silencio mientras el agente comprobaba la lista de perros perdidos.

—Tengo dos alsacianos, un terrier, un Jack Rusel y tres perros sin raza, ninguno de los cuales responde a su descripción. Si lo traen a comisaría la llamaré. Mientras tanto debería llamar al hogar de perros de Battersea.

—Sí, por supuesto.

—Y a la perrera. Le voy a dar el número…

—Gracias.

—Y a los veterinarios de la zona.

—¿A los veterinarios? ¿Por qué?

—Por si lo han atropellado.

Fue como si me clavaran un cuchillo en el corazón.

—Tú sabes por qué ha pasado esto, ¿verdad? —dijo Katie, mientras yo llamaba al hogar de perros—. Porque Graham no quiere que le operen. Ha desarrollado ansiedad de castración. Ya se lo advertimos a Jos —añadió con vehemencia—. Le dijimos que Graham lo entiende todo, pero él no nos hizo caso.

—Hogar de perros de Battersea, ¿diga? —oí una voz. Di una rápida descripción de Graham, intentando no echarme a llorar, aunque tenía un nudo en la garganta.

—Nunca se había escapado —dije con voz trémula—. Lleva collar y placa de identidad, de modo que es fácil reconocerlo.

—Muchos perros llegan sin collar —explicó la mujer—. Así que es mejor que me diga si tiene algún rasgo distintivo, porque nos están llegando muchos cruces de collie.

—¿Rasgos distintivos? —Miré a los niños buscando inspiración. Matt se señaló la oreja—. Ah, sí, tiene una oreja un poco más corta que la otra. Y mueve mucho la cola.

—Muy bien. Ahora mismo estoy mirando en nuestra base de datos y no tenemos nada que encaje con la descripción. De todas formas, si nos lo traen la llamaremos enseguida. Tenemos abierto hasta las ocho de la tarde.

A continuación llamé a cinco veterinarios, con el corazón en un puño. Ninguno sabía nada. En la perrera tampoco.

—Katie, tú quédate al lado del teléfono. Matt y yo vamos a salir a buscarlo.

Bajamos al parque y estuvimos un rato llamándolo. De haber estado allí Graham habría venido como un rayo. Luego fuimos a Chiswick High Road. Había tanto tráfico que me aterrorizaba la idea de que Graham hubiera intentado cruzar. Matt fue calle arriba y yo calle abajo. Pasé de largo Waterstone's, Marks and Spencer, The Link, la iglesia y el Café Rouge y luego me dirigí hacia Kew Green. Menuda pinta debía de tener, corriendo como loca por la calle gritando el nombre de Graham con cara de desesperación. Pero estaba tan angustiada que me daba igual lo que pensara la gente. Para cuando volví a casa eran las cinco y media.

—¿Alguna llamada? —pregunté a Katie. Estaba jadeando y empapada en sudor.

—Sí, de papá, para ver cómo iba todo. Y Jos también acaba de llamar. Le he contado lo de Graham y ha dicho que venía para acá para ayudarnos a buscarlo.

—Vaya, qué amable.

—Sí —dijo Katie con expresión culpable—, es todo un detalle.

En ese momento salió Matt de su habitación. Traía unos carteles de «perro desaparecido» que había hecho con su Apple Mac.

—Voy a ponerlos en las farolas. Tomad, aquí tenéis veinte.

Cuando se marchó, Katie y yo nos pusimos a pensar dónde podría estar Graham.

—¿Adónde le gusta ir? —pregunté.

—A Chiswick House. Le encanta. Y al río… Mira, ahí está Jos.

Jos hizo sonar el claxon. Yo salí corriendo con los carteles de Matt y un rollo de papel celo.

—Gracias —resollé, dándole un apretón en la mano.

—Espero que tengamos suerte.

Bajamos por Duke's Avenue muy despacio, mirando bien los jardines y las calles laterales. Al final de Duke's Avenue estaba la autovía de Great West Road. Miré horrorizada la cantidad de coches y camiones que pasaban a toda velocidad y me imaginé a Graham intentando cruzar.

—Lo atropellan seguro —susurré—. Es peor que una autopista.

—No creo que lo haya intentado siquiera. Es demasiado listo, además le daría miedo.

Atravesamos la autovía y giramos a la izquierda, hacia Chiswick House. Jos aparcó el coche y entramos por la puerta lateral.

—¡Graham! —grité—. ¡Graham! ¡Aquí!

Había cientos de perros con sus amos: setters, dálmatas, alsacianos… Estuvimos andando durante veinte minutos, más allá del templo jónico, el invernadero y la casa de las camelias. La luz comenzaba a irse, junto con nuestras esperanzas. Puse unos cuantos carteles en los árboles, rezando para que alguien lo encontrara. A continuación fuimos al río. Se estaba haciendo de noche. Aparcamos junto a las pistas de tenis y anduvimos unos dos kilómetros llamando a Graham a gritos. Pero solo oímos el chapaleo del agua y el susurro del viento en los árboles.

—Deberíamos volver —dijo Jos. Asentí con la cabeza.

Yendo en el coche me imaginé a Graham herido o vagando angustiado y desorientado, incapaz de encontrar el camino de vuelta a casa. Fui a abrir la puerta de casa con el corazón en un puño, pero Katie se me adelantó. Estaba llorando. Dios mío, Dios mío.

—¿Qué hay? —pregunté, llorando yo también.

—Está en Battersea —gimió ella, enjugándose los ojos—. Acaban de llamar. Está bien. Podemos ir a buscarlo mañana.

Así que esta mañana a las diez y media estábamos esperando en la puerta del hogar de perros. Éramos los primeros de la cola.

—¡Vamos! —exclamó Matt impaciente—. ¡Que abran ya!

Por fin se alzó la verja metálica y entramos. En el suelo había varias hileras de huellas de perro de distintos colores. La recepcionista nos dijo que siguiéramos las amarillas hasta el departamento de perros perdidos. Se oía toda una cacofonía de ladridos indignados, gruñidos y gemidos. Yo rellené el formulario, presenté un carné de identidad y por fin la encargada procesó nuestra solicitud. Mientras esperábamos miramos el tablón de noticias, lleno de carteles de perros perdidos, como el nuestro. Algunos ofrecían recompensas de mil libras y más. Algunos perros se habían escapado o perdido, pero muchos habían sido robados. Había una foto de un alsaciano llamado Toby que había sido robado en la puerta de un Sainsbury, en Kenton, y otra foto de Bumble, un cachorro de perro de caza. «La última vez que lo vieron, cuatro hombres lo estaban metiendo en una furgoneta. »

—Es horrible —dijo Matt.

Por fin la encargada nos llevó a los corrales donde tenían a los perros callejeros. Había un olor fuertísimo a desinfectante y a perro.

—Está al final —nos informó, mientras avanzábamos entre las jaulas.

Viejos labradores y bullterriers nos miraban con tristeza. Un spaniel de aire muy vivo nos ofreció su juguete. Un jack rusel se puso a dar brincos y gemidos al vernos. Pasamos de largo dos alsacianos, un chow-chow cojo, un maltés que estaba durmiendo, y por fin nos detuvimos ante el último corral.

—¿Es él? —preguntó la encargada.

Era el mismo color, el mismo tamaño, el mismo tipo. Pero para nosotros igual podía haber sido un gran danés. Volvimos a Chiswick en silencio y nos sentamos desconsolados en la cocina. Matt llenó el cuenco de agua de Graham y puso unas galletas en su plato.

—Tendrá hambre cuando vuelva.

—Sí, cariño, es verdad.

—Tendremos que bañarlo, porque estará sucio.

—Sí, probablemente.

—Le he comprado esto —añadió Matt, alzando un vídeo de El chef desnudo.

—Muy bien, Matt. Creo que ese no lo ha visto.

Para hacer menos dolorosa la espera, estuvimos jugando a las cartas y al Scrabble. Los niños me contaron la excursión a la ópera y me hablaron de los magníficos murales de Jos. A la hora de comer Peter volvió a llamar. Un poco más tarde llamó Jos desde el trabajo. A las cinco sonó de nuevo el teléfono.

—¿La señora Smith? —preguntó una voz de hombre.

—Sí.

—Llamo del ayuntamiento de Westminster, de la perrera. Quería decirle que tenemos a su perro.

—¡Gracias a Dios! —murmuré, dejándome caer en la silla del recibidor y llevándome la mano al pecho—. Gracias a Dios —repetí—. ¿Seguro que es el nuestro?

—No hay duda. Lleva el collar y la placa de identidad. Oiga, igual me estoy metiendo donde no me importa, pero Graham me parece un nombre muy curioso para un perro.

—Ya lo sé. —Me eché a reír. Tenía los ojos llenos de lágrimas de puro alivio—. Es un nombre muy curioso —sollocé—. De hecho es un nombre ridículo para un perro. Muchísimas gracias. Estábamos muy angustiados. ¿Dónde lo han encontrado? —pregunté, mientras anotaba la dirección de la perrera.

—Muy cerca de la Tate.

—¿La Tate?

—Sí, estaba sentado a la puerta de una casa en Ponsonby Place.

—¿Ponsonby Place?

—Sí. El número 78.

—¿El número 78?

—¿Sabe usted quién vive ahí?

—Sí. Mi marido.

Septiembre

HUESOS DE PERRO

Ingredientes:

3 tazas de harina integral

1, 5 tazas de harina de maíz

1 taza de harina de arroz

1 taza de caldo de pollo

50 gramos de mantequilla derretida

Media taza de leche

1 huevo

1 yema de huevo

Receta:

Mezclar la harina integral, la harina de maíz y la harina de arroz. Mezclar el caldo con la mantequilla y la leche y volcar sobre la harina. Añadir el huevo y luego la yema de huevo. Amasar hasta que la masa quede bien dura. Extender hasta que tenga un grosor de 3 centímetros y cortar con forma de huesos de perro. Colocar en una bandeja y meter en el horno precalentado a 100 grados durante 45 minutos.

Volví a leer la nota de Lily, que había grapado a la receta: «Querida Faith, el chef del Four Seasons en Los Angeles me ha dado esto. Es toda una golosina. Estoy segura de que animará a Graham después de su odisea. Yo siempre se lo preparo a Jennifer cada vez que se lleva algún disgusto. ¡Guau! ¡Guau!».

Pensé que el único disgusto que Jennifer se podía llevar era que la obligaran a llevar el collar de Burberry en vez del de Gucci, pero sabía que Lily me había mandado la carta con buena intención. En cuanto a Graham, tampoco parecía muy afectado, aunque todavía estaba indignado porque se lo hubieran llevado sin miramientos de casa de Peter. Según el vecino, se había pasado allí sentado frente a la puerta veinticuatro horas.

—No vuelvas a hacerme esto —le dije mientras amasaba la masa de las galletas de perro—. En cualquier caso no te será posible, porque he arreglado esa ventana. Papá estaba preocupadísimo. Te podían haber matado, ¿sabes?

—Sí —terció Matt, blandiendo un dedo ante él—. Nos lo has hecho pasar fatal.

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