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Authors: Isabel Wolff

Tags: #Romántico

La chica del tiempo (48 page)

«Jos es guapo y tiene talento».

«Nunca te decepcionará».

«Es una pesadilla estar sola».

«Si Peter te ha engañado una vez, volverá a hacerlo».

«Tienes mucha suerte de haber conocido a Jos».

«¡Jennifer y yo estamos contentísimas!».

Pensé también en las cosas que Lily había hecho: me había dejado trajes de Armani y ropa elegante, se había ofrecido a hacer de canguro. Recordé que había encargado que nos sacaran fotos juntos para el
Moi!
Y se había enfadado muchísimo cuando le confesé mi aventura.

Pensé en Jos. Aunque yo había intentado engañarme, la verdad es que desde el principio me sentí incómoda con él. Me acordé de sus mentiras sobre el guiso al curry casero y el ordenador de Matt, y de cómo había flirteado con un hombre para conseguir trabajo. Me acordé de su histeria con lo de
Madame Butterfly
, de sus mentiras en el
Sunday Times
y de cómo le había gritado a Graham. Había sido horrible y absurdo. Pensé en su sueño sobre quedarse desnudo en la ópera, que yo había interpretado ingenuamente como una señal de honestidad. Pero fue Katie quien intuyó la verdad: los sueños de desnudez indican que te da miedo que alguien descubra algún secreto. Era evidente que se trataba de su hija. El hecho de que tuviera una hija no me importaba —¿por qué iba a importarme? —, lo que me molestaba es que no hubiera hecho lo correcto. Pero sobre todo, lo que más me enfurecía eran sus mentiras, sus puras mentiras. Peter nunca me había mentido. Peter siempre decía la verdad. ¿Qué otras mentiras me habría contado Jos?, me pregunté. Si era capaz de mentir en una cosa así…

Al abrir la puerta de casa Graham salió disparado a recibirme con una andanada de ladridos.

Me agaché para abrazarlo y le miré a los ojos.

—Te debo una disculpa, cariño. Porque tenías razón desde el principio.

—¡Krug! —exclamó Jos encantado la noche siguiente—. ¡Qué lujo!

—Ya, pero ¿por qué no? Aunque no es gran reserva.

—Da igual —sonrió él—. Me resignaré.

—Se ve que el Krug es muy popular en los bautizos.

—¿Ah, sí? No lo sabía.

—¿No has ido a ningún bautizo últimamente?

—No, hace años. Vaya, qué bonito —exclamó, mirando el calendario de Adviento que acababa de colgar en la pared—. Me encantan los calendarios de Adviento. Pero no has abierto la ventanita de hoy. Ya lo hago yo. Mira, un baúl. A propósito, Faith, ¿has hecho ya las maletas?

—Todavía no.

—¿Viajarás ligera de equipaje? —preguntó, rodeándome la cintura con el brazo.

—Ligerísima.

Media hora más tarde, cuando nos sentábamos a cenar, exclamó:

—¡Mmmm! ¡Pato!

—Sí. —Puse las verduras en la mesa: patatas diminutas, mazorcas de maíz en miniatura y zanahorias enanas.

—¡Es una guardería infantil de verduras! —bromeó Jos.

—Sí, me encantan, ¿a ti no? —Se encogió de hombros con una sonrisa—. Me encantan las zanahorias enanas, son como bebés de zanahoria. ¿Y a ti?

Él asintió y bebió un sorbo de champán.

—¿Ah, sí? Pues yo no estoy tan segura —suspiré moviendo la cabeza—. A mí me da la impresión de que los bebés no te gustan nada, sobre todo los tuyos.

Jos bajó muy despacio el cuchillo y el tenedor y se quedó mirándome con tal intensidad que parecía querer leerme el pensamiento. Pero yo no quise seguir jugando con él. No tengo nada de sádica.

—Jos, lo sé.

Se produjo un silencio. Solo se oía el tictac del reloj de la cocina.

—¿Qué? —preguntó irritado—. ¿Qué es lo que sabes?

—Lo de la niña.

Dejó los cubiertos junto a su plato.

—Supongo que te lo habrá dicho Becky.

—Sí. Pero ¿por qué no me lo dijiste tú?

—Porque no es asunto tuyo —contestó con toda tranquilidad, cogiendo de nuevo el tenedor.

—¿Estás seguro, Jos? ¿Cómo es posible que creas que puedes tener una relación seria conmigo durante ocho meses sin contarme lo de tu hija?

—Mira, estoy pasando unos momentos muy difíciles. He tenido muchísimos problemas con Becky.

—Eso me han dicho. Y también que ella ha tenido muchísimos problemas contigo. Me has mentido —proseguí con calma—. Me has mentido en muchas cosas. Pero esta mentira es muy gorda, Jos, porque me dijiste que no tenías hijos. ¿Te acuerdas? Cuando nos conocimos te lo pregunté, y tú dijiste que no.

—No pensaba que fuera hija mía. Y sigo sin creérmelo.

—Pues yo estoy segura.

Fui a la cómoda y saqué la foto que Sophie me había prestado.

—¿Sigues diciendo que no es tuya? —pregunté, poniéndole la foto delante. Él dio un respingo y apartó la vista—. Se parece muchísimo a ti. Los mismos ojos grises, la misma boca, los mismos rizos. Hasta lleva tu mismo nombre.

Volví a sentarme.

—Es mi problema —insistió él—. Tú no tienes nada que ver.

—Pues yo creo que sí tengo que ver. Porque en teoría podría ser mi hijastra. Pero lo más importante es que no sé en qué más me habrás mentido, si estabas dispuesto a mentir sobre tu propia hija.

—Ha sido una pesadilla —gimió él, mesándose el pelo—. No quería cargártelo a ti, Faith, porque no hubiera sido justo.

—Venga ya, Jos. No querías cargar tú con él. Sophie dice que no le has pasado a Becky ni un penique. ¿Es cierto?

—¡Lo que yo le haya dado a Becky no es asunto tuyo! Y no deberías haber hecho caso a esa puta… lesbiana.

Su agresividad no me sorprendió. «Al fin y al cabo —me dije —, Jos es capaz de gritarle a un perro».

—Tienes razón, no es asunto mío. Ya no. Porque lo nuestro se acabó.

Jos bajó la vista.

—No sé por qué esto tiene que afectarnos —gimió.

—El hecho de que no lo entiendas demuestra hasta qué punto somos incompatibles.

—Así que quieres dejarme, ¿eh? —dijo furioso, y apretó los labios en una dura línea—. ¿Quieres librarte de mí? ¿Es eso?

—Pues sí. Eso es.

—¡No pienso permitirlo!

—Perdona, Jos, pero no puedes hacer nada. Ya sé que por lo general eres tú el que corta las relaciones, pero en este caso voy a ser yo. No por lo de tu hija, sino porque no confío en ti. Eres un mentiroso. Siempre lo he sabido y, para ser sincera, no estaba enamorada de ti. —Se me quedó mirando, pasmado—. Había algo en ti que no terminaba de convencerme —proseguí—. Y ahora sé lo que era. No eres auténtico. Eres todo fachada. Eres como uno de tus magníficos trampantojos, nada más que una ilusión.

—Te he tratado muy bien —me espetó.

—Sí, es verdad. Pero solo porque querías que me enamorara de ti. Pensabas: «Voy a conseguir que me quiera», ¿recuerdas? Y últimamente has estado especialmente atento, y ahora ya sé por qué: porque sabías que Becky acabaría descubriendo tu secreto, así que querías ablandarme de antemano. Pero tus atenciones no significan nada, sabiendo que has sido un canalla con tu propia hija.

—¿Tú cómo te sentirías en mi lugar? —preguntó él con vehemencia—. ¿Cómo te sentirías si le hubieras dicho a alguien que no querías ataduras y la otra persona te hace una cosa así? Deberías entender mi situación, Faith, porque es justo lo que le ha pasado a Peter.

—Pero la diferencia es que Peter hará lo correcto. Becky necesita dinero y a ti no te costaría nada dárselo.

—No, si al final tendrá el dinero —dijo él con arrogancia—. Pero no quiero ponérselo fácil. Todo esto ha sido por su puta culpa.

—¿Por su culpa? Tú te acostaste con ella sabiendo que estaba obsesionada contigo.

—Sí, es verdad. Pero fui honesto con ella. Le dije que no esperase nada de la relación. Se lo dije mil veces —repitió, alzando la voz hasta un gemido de tenor—. Le dije mil veces que tenía que buscarse un novio como es debido.

—Muy considerado.

—Nunca se me ocurrió que me haría una cosa así —se lamentó con la cara desencajada.

—¿Por qué no?

—¡Porque sería un suicidio emocional! Yo nunca fingí que la quería. ¿Por qué iba ella a querer un hijo mío?

—Porque ella sí te quería a ti. Deberías de haber tomado precauciones.

—Y las tomé. Le di dinero.

—¿Dinero? —pregunté desconcertada—. ¿Para qué?

—Para la píldora del día después.

—¿Esa es tu idea de los anticonceptivos? —exclamé con una hueca carcajada—. ¡Madre mía! La verdad es que te lo has buscado tú solo. Pobre Becky. Mira, cuanto más hablas más despreciable me pareces. Eres como Pinkerton —añadí.

—¡Pero ella sabía las reglas del juego! —Se había levantado y me miraba furioso—. ¡Conocía las reglas! —repitió, cortando el aire con la mano—. Sabía que era solo una relación temporal. ¡La culpa es solo suya!

Y yo pensé que ya había oído eso antes. Es exactamente lo que Jos había dicho de
Madame Butterfly
.

—¡Es una imbécil! —exclamó con desprecio—. Y ahora se hace la víctima. ¡Ya le dije que abortara! —siseó, sirviéndose más champán—. Le dije que le pagaba el aborto. Pero la muy idiota se negó. Yo esperaba que tuviera un aborto natural —prosiguió, ahora casi histérico—. Rezaba para que abortara —gritó—. ¡Rezaba de rodillas! —chilló blandiendo la botella de champán—. ¡Si Becky hubiera abortado sí que habríamos bebido Krug gran reserva!

Sus palabras fueron para mí como un puñetazo en el plexo solar. No podía sentir ya nada por Jos, solo desprecio.

—Quiero que te vayas —dije con calma, sintiendo un nudo en el estómago—. Y, por favor, llama mañana a la agencia de viajes para decirles que te vas al Caribe tú solo.

Cuando se marchó me quedé sentada en el salón con Graham, con la mirada perdida. Sabiendo que estaba triste, él apoyó la cabeza en mi regazo. Yo le acaricié las orejas.

—Eres muy listo, Graham. Tú lo supiste desde el principio. Creía que Jos iba a ser mi salvación, pero no era más que un espejismo.

Abrí el
Moi!
que había cogido en el Cartier y volví a leer el test de compatibilidad con una marcada sensación de culpa.

¿Tiene tu pareja alguna costumbre que te moleste? Sí, me temo que sí. ¿Dice siempre la verdad? Por desgracia no. Es un mentiroso. ¿Cae bien a tu familia y amigos? No, al perro sobre todo le cae fatal. Y por último: ¿Alguna vez te inquieta algo de lo que tu pareja dice o hace? Con una sombría sonrisa borré el «no» que había marcado en julio y contesté «sí».

Tres días más tarde, al llegar a casa del trabajo a las diez y media, me encontré una pila de cartas en la entrada y el contestador parpadeando.

«¡Cariño! —oí gritar a Lily mientras recogía el correo—. ¡Feliz cumpleaños!».

—Gracias —contesté alicaída.

«¡Hace mucho que no nos vemos! Anoche me acordé de ti porque Jennifer Aniston se escapó de casa».

—Qué horror.

«Sí. Llegó hasta King's Road, la muy traviesa».

—Me sorprende que la encontraras.

«Supongo que Jos te llevará esta noche a algún sitio de fábula. Además, muy pronto os vais al Caribe, ¿no?».

—Pues no —respondí al contestador mientras abría la primera carta. Era una tarjeta de cumpleaños de los niños.

«Si no nos vemos antes de que te vayas, que te lo pases muy bien. Te llamo porque acaba de salir el
Moi!
de enero y quería leerte el horóscopo. El tuyo es maravilloso, querida. Todo va a salir genial».

—¿Ah, sí? —murmuré.

«Escucha. —Lily carraspeó con aire dramático—. Sagitario. Este mes es especialmente propicio para la pasión. —Yo lancé una amarga carcajada—. Para cuando llegue la luna llena, el seis de enero, sabrás por qué cierta persona se siente tan atraída por ti. ¿No es fabuloso?».

—No, no lo es.

«Solo quería leerte esto. ¡Adióóóóós!».

Había otro mensaje de mi madre para felicitarme el cumpleaños y preguntarme cuándo pensaba llevarles a Graham. ¡Mierda! Se me había olvidado decírselo. La llamé de inmediato.

—Ya no me hace falta que os quedéis con Graham —le dije—. He cancelado el viaje.

—Vaya, qué lástima. ¿Y eso por qué?

—Porque… he cambiado de opinión.

—Pero Turks y Caicos es divino.

—Seguro que sí, mamá, pero no quiero ir.

—¿Y Jos? ¿Qué ha pasado con Jos?

—Se acabó.

—¿Cómo?

—Que no quiero verle más.

—¡Pero bueno! ¿Por qué no? ¿No os iba tan bien?

—No.

—¿Entonces qué vas a hacer, cariño? Es tu cumpleaños.

—Mira, mamá, no lo sé. Y la verdad es que tampoco me importa.

Luego terminé de abrir el correo. Había una tarjeta preciosa de Peter, sin mensaje, sencillamente firmada con una P. Sarah también me había enviado una tarjeta, y Mimi y Mike. Por fin abrí la carta de Rory Cheetham-Stabb y me encontré con la sentencia provisional de divorcio. «Esto llegó hace diez días —decía la nota —. He pensado que querría tener una copia». «Pues la verdad es que no», pensé. Me sentía derrotada, con una opresión en el pecho. Porque aquello era la prueba definitiva de que mi matrimonio había fracasado. Era como tener en las manos una bomba de relojería que explotaría al cabo de unas semanas. Los niños volverían pronto a casa, de modo que escondí el documento en mi mesa. Quería protegerles de los detalles de nuestra separación, aunque no tardarían en saber lo de Andie.

Subí al primer piso, oyendo la irritante musiquilla del camión de los helados, y me dejé caer en la cama. Pero a pesar de que estaba agotada, no podía dormir. Sobre todo porque el teléfono no dejaba de sonar. Casi siempre dejo que salte el contestador, pero hoy me levanté a cogerlo. Primero llamó Sophie, que quería saber cómo me había ido con Jos. Me contó que le había salido más trabajo con la BBC. Luego Sarah, que se había encontrado con Andie el día anterior. La puso verde por teléfono.

—¡No veas el jaleo que está armando con lo de su embarazo! —exclamó—. ¡Es ridículo! No quiere comer esto, no quiere comer aquello, no hacía más que preguntarme qué había puesto en la comida. Luego me acusó de darle queso sin pasteurizar. Además, tampoco puede estar tan gorda todavía, pero se había vestido con una especie de tienda de campaña. Peter estaba fatal —prosiguió sin aliento—. Nunca le había visto así. Se pasó casi todo el día trabajando, y eso que era domingo, solo para no estar con ella. De tal palo tal astilla —añadió con amargura—. Peter ha hecho justo lo que hizo su padre. ¡Maybelline! —exclamó con desdén—. ¡Qué nombre más idiota!

Le seguí la corriente otros cinco minutos y luego fui a la cocina para prepararme un café. Al abrir la ventanita del calendario de Adviento una lluvia de purpurina cayó al suelo como si fuera escarcha. «Es verdad que las cosas han perdido su brillo», pensé. Dentro de la ventana había un cuenco de cerezas. Mmm.

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