Pasé el resto del día muy deprimida. Me sentía como una barca a la deriva. Mi divorcio ya no era hipotético, sino muy real, y Peter no tardaría en llevarse el resto de sus cosas. Caminé por la casa, seguida de Graham, identificando todo lo que era de Peter. Las dos chaquetas del recibidor, sus botas de agua, algunos pares de zapatos, sus libros… Peter tiene muchísimos libros, cientos de libros, en las estanterías del salón. Aspiré su dulce aroma a viejo con profunda tristeza. Había relucientes libros nuevos en rústica y de tapas duras, y unas cuantas preciadas primeras ediciones. Había libros de la Penguin, de color naranja, y clásicos de color negro, y todas las novelas de sus autores, claro. Es curioso, las cosas que se advierten cuando una está triste. Porque la vista se me iba una y otra vez a
El final de la relación
. Sí, nuestra relación ha llegado a su fin. Luego vi
¿Puedes perdonarla?
, de Trollope. «No —pensé con amargura —, no puedo». Me dije que venían
Tiempos difíciles
y que habíamos tenido un
Ocaso y caída
. También vi
El arco iris
, ¿pero dónde estaba mi arco iris? Un puñado de polvo. Mi reconciliación con Peter había fracasado estrepitosamente y Jos había resultado ser un
Falso amanecer
. Por primera vez en mi vida estaba totalmente sola.
«Estoy sola —me dije, sentada en el baño con Graham esta noche —. Tengo treinta y seis años, los niños están creciendo y yo no tengo pareja». Me quedé mirando el paisaje caribeño de Jos, con sus palmeras y su mar turquesa. Era precioso, pero no era real. Bajé al sótano por un bote de pintura blanca y una brocha y me puse a pintar sobre el mural de Jos lenta y deliberadamente, borrando el cielo azul y la reluciente arena. Una gota de pintura cayó sobre la concha. Un sollozo escapó de mi garganta y pronto tuve las mejillas mojadas. Creo que hubiera llorado largo y tendido si no llega a sonar el teléfono.
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —exclamó Matt.
—Gracias, cariño —contesté con voz rota.
—¿Has tenido un buen día?
—Sí, estupendo.
—¿Estás constipada?
—No —le aseguré, tragándome las lágrimas—. Bueno, sí. Pero no es más que un resfriado.
—¿Vas a salir con Jos?
—No. De hecho más vale que sepas que no voy a salir más con Jos.
Se produjo un silencio y luego se oyó un ruido. Matt le había pasado el auricular a Katie.
—¿Mamá? Soy yo. ¿Qué ha pasado?
—No, nada en realidad.
—¿Entonces no te vas al Caribe?
—No. Ya no.
—¿Has terminado con Jos?
—Eh…
—Espero que sí.
—Pues ya que lo preguntas, sí.
—Bien. A nosotros nos parecía un tío un poco raro. No le llegaba a papá ni a la suela de los zapatos. ¿Quieres hablar de ello? —preguntó alegremente—. Puedes hablarlo conmigo.
—No, gracias, Katie.
—Creo que necesitas un poco de terapia cognitiva.
—Te aseguro que no.
—Pero es que vas a experimentar algunos sentimientos negativos.
—No tengo ningún sentimiento negativo, ninguno en absoluto —dije, enjugándome los ojos con un kleenex.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—Quedarme en casa. Tengo que… pintar.
—Ah, un mecanismo de defensa.
—De eso nada. Es algo que hay que hacer. Oye, cambiemos de tema. Dime, ¿cómo va la obra de teatro?
—Muy bien. Esta semana son los ensayos generales. Yo tengo un papel bastante importante, y Matt está a cargo de la utilería. ¿Vas a venir a vernos?
No lo sabía. Había estado demasiado deprimida para pensarlo.
—Anda, mamá. Ven a ver la obra.
—Muy bien. Sí, claro que iré. —Tenía que apoyar a mis hijos, y a lo mejor me animaba un poco—. Oye, no me acuerdo qué obra era.
—
Cuando estemos casados
.
Divorciarse es como caer en un agujero negro, pensaba la semana siguiente, mientras me dirigía sola hacia Seaworth. No, era todavía peor, era como caerse de un avión. Ahora había alcanzado la velocidad máxima y pronto me estrellaría contra el suelo. La caída no iba a matarme, eso seguro, pero las heridas serían muy graves. De modo que tendría que escayolarme los huesos rotos y seguir adelante. «Va a ser espantoso —me dije —. Voy a sufrir durante años. Tendré que ser valiente, tendré que hacer cosas que no había hecho nunca». Mientras avanzaba por el carril lento de la carretera me imaginé asistiendo a clases nocturnas o a fiestas yo sola. Me vi saliendo con tipos aburridísimos que solo sabrían hablar de golf. Muchas veces me había preguntado cómo sería la vida de soltera, y ahora lo iba a averiguar. Tendría que enfrentarme a muchas situaciones. Nunca había ido sola al colegio de los niños, por ejemplo. Pero así sería en adelante, me dije alicaída. De ahora en adelante estoy sola. Tal vez me quedaría sola para siempre. ¿Qué me había dicho Lily? Ah, sí: «Piensa en las pobres divorciadas que nunca vuelven a encontrar pareja». Seguramente así acabaría yo; frustrada y amargada. Me costó trabajo encontrar la salida de la autopista. Me habría gustado que condujera Peter. Los niños me habían dicho que no iba a ver la obra, y para mí fue un alivio. Por lo visto Peter estaba muy ocupado en el trabajo, pero yo sabía cuál era la auténtica razón. No quería venir porque sabía que para los dos sería horrible. Me acordé de la última vez que habíamos ido los dos juntos, el día de la entrega de premios. Peter estaba enfadado por aquel artículo espantoso del
Mail
y además fue cuando pasó todo aquello con Matt. Esta vez tendría que enfrentarme sola a la situación, me dije mientras aparcaba.
Cuando estemos casados, pensé deprimida una vez sentada en el atestado salón de actos. Más bien cuando estemos separados o divorciados. La obra se describía como «una evaluación, en parte cómica, de la vida de matrimonio». Leí el nombre de Katie en el programa con una punzada de orgullo. Interpretaba el papel de una de las tres esposas de Yorkshire que celebraban sus bodas de plata. Peter y yo nunca llegaríamos a ellas, pensé con un suspiro. Habíamos llegado a los quince años de casados, las bodas de cristal, y luego todo se había roto.
Pero al levantarse el telón me olvidé de mis problemas y me fui metiendo poco a poco en la obra. Katie interpretaba el papel de Clara Soppit, la más autoritaria de las tres mujeres.
PARKER: El matrimonio es un asunto muy serio.
CLARA: Así es, Albert. ¿Qué seríamos sin él?
SOPPIT: ¡Solteros!
CLARA: ¡Ya está bien, Albert!
PARKER: Nos hemos reunido aquí para celebrar nuestro aniversario de boda, amigas. ¡Brindemos por el matrimonio!
Pero entonces descubren que el vicario que las casó a las tres no estaba cualificado y que llevaban veinticinco años «viviendo en pecado», lo cual era un auténtico escándalo en aquella época.
PARKER: Puede que sientas que estás casada con él, pero en sentido estricto y a los ojos de la ley, el hecho es que no estáis casados. Ninguna de nosotras estamos casadas.
CLARA: ¿Por qué no lo dices más alto? Creo que algunos de los vecinos no lo han oído.
PARKER: Está bien, está bien, está bien. Pero si no nos enfrentamos a los hechos no llegaremos a ninguna parte. Esto es una desgracia, pero no es culpa nuestra.
CLARA: Os voy a decir una cosa, a los ojos del cielo, Herbert y yo hemos estado casados estos veinticinco años.
PARKER: En eso también te equivocas. A los ojos del cielo, aquí no se ha casado nadie.
Al final del primer acto cayó el telón entre una salva de aplausos y todos salimos. Aquello era lo que más miedo me daba, porque nunca había ido sola a una función del colegio. Saludé con una sonrisa educada pero desinteresada a todas las personas que habíamos visto el día de los discursos. Luego, para disimular la vergüenza que me daba estar sola, fingí concentrarme en el programa.
—¿Señora Smith?
Dios mío, era aquella espantosa mujer, la señora Thompson. Era la que tanto había protestado cuando Matt se llevó el premio de matemáticas. Seguro que la muy bruja venía a meterse otra vez conmigo, pensé. Me miraba con los ojos encendidos. Al no poder contar con la protección de Peter, alcé los puños, metafóricamente, claro. Así es como iba a ser a partir de entonces, me dije. Iba a tener que luchar sola. Pero entonces advertí que la señora Thompson parecía radiante y que había cambiado en cierto modo.
—¡Cuánto me alegro de verla! —exclamó. Me quedé de piedra—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias —mentí—. A usted se la ve muy bien.
—Es que lo estoy —sonrió ella.
Y mientras hablaba sobre la obra, yo me fijé en su cambio de look. Había adelgazado bastante, iba muy bien maquillada y había sustituido su rígida permanente por un corte de pelo escalonado y con mechas rubias. Llevaba un vestido de angora muy caro y emanaba un olor delicioso. Yo tengo muy buen olfato, pero no podía recordar qué perfume era aquel.
—¡Katie está fantástica! —exclamó mientras tomábamos un café.
—Sí, muchas gracias. —Y al oírla alabar a Katie de pronto la consideré mi nueva mejor amiga—. Johnny también está estupendo.
Ella sonrió radiante.
—Pero no tan bien como Katie —dijo con generosidad.
—Claro que sí. De verdad.
—Katie es una actriz nata.
—Johnny también. Y tiene una dicción estupenda.
—No, no, la estrella de esta noche es Katie. Su sentido de la comedia es genial.
—Pero Johnny lo está haciendo muy bien —insistí. No estaba dispuesta a dejarme ganar.
—Ay, es usted muy amable, señora Smith, pero creo que sus hijos son fantásticos. Muy guapos, y tan listos.
A estas alturas quería tanto a la señora Thompson que tuve que contenerme para no darle un beso.
—Y ha sido impresionante que Matt devolviera el dinero.
—¿Cómo dice?
—Ah, ¿no lo sabía? —preguntó ella, removiendo el café—. Ha devuelto el dinero a todos sus amigos.
—¿Sí? Vaya, no tenía ni idea.
—Pues sí. Se ve que ganó bastante dinero.
—¿Cómo?
—Jugando al póquer.
—Pero si Matt no juega al póquer.
—Sí que juega, sí. Y por lo visto se le da muy bien. Le contó a Johnny que este verano le enseñó a jugar su abuela.
—No, eso no es verdad, señora Thompson. Mi madre solo le enseñó a jugar… al bridge. ¡Ah! —exclamé de pronto—. Ya lo entiendo. —Mi madre no tenía remedio.
—Por lo visto Matt se puso a jugar en Internet, con la tarjeta de crédito de su abuela. Es un chico con mucha iniciativa, señora Smith. Creo que ganó cinco mil libras. Mucho mejor que especular con eso de las dot.com, ¿no le parece? Pero cambiando de tema, quería decirle…
—¿Sí? —pregunté, decidida a tener una bronca con mi madre en cuanto me encontrara con más fuerzas.
—Espero que no le importe…
—No.
—Que lamento mucho lo de su divorcio.
Sentí una punzada de dolor.
—Ah, gracias. —Seguro que todo el mundo lo sabía. Los niños se lo habrían dicho a sus amigos, claro.
—¿Y cómo se encuentra de ánimos? —preguntó la señora Thompson, solícita.
—Muy bien, muy bien —mentí.
—Me he enterado de que le lleva lo del divorcio Rory Cheetham-Stabb, ¿no es así?
—Sí, es verdad. ¿Cómo lo sabe?
—¡Porque también es mi abogado!
—¿Ah, sí? No lo sabía.
—Sí. Mi marido se ha largado con su secretaria. Pero, para ser sincera, no podría importarme menos. Me lo estoy pasando de maravilla —comentó encantada—. ¡De maravilla! Llevaba casada veinte años, he criado a tres hijos y ahora me toca divertirme.
—Pues… ¡qué bien! —Me eché a reír.
—Pero ¿no le parece fantástico? —preguntó, con los ojos encendidos.
—¿Quién? ¿Johnny? Desde luego.
—No, Johnny no —dijo ella con una risita—. Digo Rory Cheetham-Stabb.
—Ah, bueno…
—¡Yo creo que es maravilloso!
—Desde luego es muy eficiente. Y un poco implacable.
—¡Ay, sí! —exclamó ella con entusiasmo—. Yo estoy contentísima con él. Conoce muy bien su trabajo, ¿no le parece?
—Pues…
—Es justo lo que necesitaba —prosiguió ella, siempre con los ojos brillantes—. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí, sí —mentí.
Intercambiamos declaraciones de amistad eterna y volvimos a entrar para el segundo acto. Ahora los seis protagonistas ya no están tan seguros de querer seguir con sus respectivas parejas. Ahora que están técnicamente libres, los hombres se lo están pensando mejor. Herbert, el dominante marido de Clara, se revela, y los otros también vislumbran la posibilidad de hacerlo. Y mientras reflexionaba sobre todo esto me vino de pronto a la cabeza el nombre del perfume de la señora Thompson: se llamaba No me arrepiento.
La siguiente semana vinieron los niños a casa. Iban a ser las primeras Navidades en que no estaríamos todos juntos, de modo que intenté que nos lo pasáramos bien. Fuimos a ver cantar villancicos, hicimos pasteles y colgamos las tarjetas navideñas. El domingo lo pasaron con Peter.
—¿Qué tal está? —pregunté a Katie esa noche, mientras adornábamos el árbol de Navidad.
—Bien. A propósito, nos contó lo de Andie. Ahora lo tiene bien pillado.
—¿Está viviendo con ella?
—No, no, todavía está en el piso. Pobre papá —comentó, sacando las bombillas de colores—. Y pobre tú también.
—No te preocupes, yo estoy bien —mentí. La verdad es que me sentía tan hueca y frágil como la bola de cristal que tenía en la mano. El menor golpe me rompería en pedazos. No haría falta más—. Por cierto, tenías razón con Jos. Lo único que buscaba era que le quisieran.
—Debe de ser para compensar alguna carencia de su infancia.
—Seguro que sí.
Entonces le conté lo que había averiguado de Jos. Katie ya era bastante mayor para saberlo.
—¡Vaya! Así que no era Graham el que necesitaba un tijeretazo —comentó indignada—. ¡Era él! Pero a Lily le caía muy bien, ¿no?
—Sí.
—Claro que ella es un poco como Jos: todavía buscando al adulto que llevan dentro. Mamá… —comenzó un poco vacilante, poniendo espumillón rojo en las ramas más bajas—. Nunca te lo había preguntado, ¿pero por qué eres tan amiga de Lily?
—Mira, hay días en que yo misma me lo pregunto. Es verdad que a veces me saca de quicio.
—Lily siempre tiene que ser el centro de atención —dijo Katie, colocando el ángel en la copa del árbol—. Siempre tiene que vencer ella. —Puse los ojos en blanco. Era verdad—. Pero tú eres totalmente distinta, mamá. ¿Por qué sois tan amigas, entonces?