Las dudas me atormentan. He perdido la tranquilidad. Mi vida está en el limbo hasta que averigüe la verdad. Así que abrí la cartera. Y me alegro, porque, doblada en uno de los bolsillos, me encontré una nota de Iris, la secretaria de Peter, que decía: «Peter, Jean ha vuelto a llamar, y está de los nervios. Dice que eres muy “malo”, que deberías haber llamado y que por favor, por favor, POR FAVOR, te pongas en contacto». ¿Qué Peter es muy «malo»? ¡Madre mía! ¡Seguro que a Jean le iba el sadomasoquismo! Y además me enfadé mucho con Iris, que siempre me había parecido una chica muy simpática, por ayudar a mi marido con su sórdida aventura. Entonces vi el manuscrito en el que Peter estaba trabajando, y ahí estaba el nombre de Jean de nuevo, varias veces. Peter lo había garabateado en el margen, como si estuviera obsesionado. «Jean», ponía, y a veces una simple «J». Y el caso es que si Jean fuera un contacto puramente profesional, Peter me lo habría dicho tranquilamente. Pero el hecho de que hubiera negado con tanta vehemencia conocer a ninguna Jean era una prueba inconfundible de que estaba liado con ella.
—¡Estoy fatal! —le conté a Lily esta tarde—. No sé qué hacer.
Estábamos sentadas en la barra del Bluebird Café, en King's Road, no lejos de donde ella vive.
—Tómate un Perrier, cariño. Verás cómo te animas.
—No, gracias. No tengo nada que celebrar. Más bien al contrario. Es como vivir con un desconocido. De pronto todo ha cambiado. Es como si no lo conociera en absoluto.
—Bueno —comenzó ella, mientras daba una patata frita a Jennifer Aniston—. ¿Estás segura de que has realizado todas las investigaciones posibles? Para conquistar hay que fisgar.
—Y he estado fisgando.
—Pero…
—Pues que no funciona.
—No, eso es porque te habrás dejado alguna piedra sin remover. ¡Ay, pobre! —añadió mientras encendía un purito—. Debe de ser horrible tener tantas dudas. Seguro que afectan a tu tranquilidad.
—Sí, exacto. He perdido la tranquilidad.
—Pues tienes que recuperarla. Tengo una amiga que, al saber que su marido la engañaba, utilizó un cebo.
—¿Qué, una de esas mujeres que intentan ligarse a tu marido para ver si él responde? —Lily asintió—. ¡Ni hablar! Yo nunca haría una cosa así. Es una trampa. Además, no voy a ser yo la que le ponga la tentación por delante.
—Pero, Faith, me parece que la tentación se la ha buscado él solito.
—Bueno, sí —asentí de mala gana—, es verdad. Yo misma le seguiría al trabajo, si no supiera que me vería a la primera.
—Sí, es verdad.
—Mira, estoy tentada de contratar a un detective.
—Ah, sí. El otro día lo mencionaste. —Por un momento nos quedamos mirando mientras bebíamos nuestras copas—. ¿Por qué no lo haces?
—Porque son carísimos. —Eché un vistazo a las felices parejas que cenaban en el restaurante—. Mira a toda esta gente —gemí—. Todo el mundo es feliz con su pareja.
—En realidad estoy segura de que no es verdad, Faith. De hecho, lo sé con absoluta certeza. ¿Ves aquella pareja de allí, al lado de la ventana? —Eran un hombre con un traje a rayas y una mujer morena bastante atractiva. Estaban charlando y sonriendo, mirándose a los ojos. Vamos, que parecían enamoradísimos—. Él es banquero —explicó Lily—. Hemos coincidido un par de veces.
—¿Y qué?
—Pues que la mujer con la que está cenando no es su esposa.
—Ah —suspiré—. Ya.
—¿Dónde está Peter esta noche? —preguntó Lily con una voz suave como el céfiro.
—En la presentación de un libro.
—Bueno, supongo que podría ser verdad. ¿Sabes una cosa? A mí lo del detective me parece una idea perfecta. Pero no diré nada más, porque tú eres mi mejor amiga y no quiero entrometerme en tu vida.
—¡Ay, Lily! Esto es una pesadilla. Me siento como atrapada en cemento líquido, como si intentara subir unas escaleras mecánicas que bajan. Sí, de verdad que quiero que sigan a Peter. ¡Pero es que es carísimo!
—Pobre Faith. —Lily se llevó la copa de champán a los labios—. ¡Oye! Se me acaba de ocurrir una idea. ¡Yo pagaré al detective!
—¿Cómo?
—Que te doy el dinero para que contrates a alguien. Mira —Lily abrió el bolso—, te voy a dar un cheque ahora mismo.
—¡Lily! ¡No digas tonterías! No podría aceptarlo.
—Pero es que quiero dártelo.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—Sí, ¿por qué?
Lily me puso la mano en la rodilla.
—Porque eres la amiga que más quiero en el mundo, por eso. Pero esa no es la verdadera razón —añadió de pronto con una risita—. Tengo otros motivos.
—¿Sí?
—Sí. Verás, llevo algún tiempo planeando un especial del
Moi!
sobre la infidelidad. Quiero sacarlo en junio, para hacer de contrapeso a todas esas bodas asquerosas. Lo voy a llamar
Bandido
.
—¿Ah, sí?
—¡Podría hacerte una entrevista!
—No, no, me resultaría imposible.
—Bajo seudónimo, tonta. Así que si te pago el detective, lo apuntaré como gastos. Tenernos un presupuesto para esas cosas, Faith. Y además, la jefa soy yo.
—¿De verdad me pagarías?
—Sí. Sería perfecto para la revista. Te entrevistaría yo misma, claro, porque sé que confías en mí. Y protegería tu identidad. Sería un artículo en primera persona: «Por qué hice que siguieran a mi marido». Tú lo leerías antes de que saliera, por supuesto. Y no te preocupes, no se sabrá tu identidad ni la de Peter. ¿Qué me dices?
—Pues…
—Es una buena oferta, ¿no?
—Bueno, sí. Pero es que no estoy segura…
—Mira, Faith, es muy sencillo. Tú quieres quedarte tranquila, ¿sí o no?
—Sí.
Así es como me encontré en la agencia Búsqueda Personal. La había hallado en la sección de investigadores privados de las Páginas Amarillas. Tenía hora a las tres, así que a menos diez subía por las destartaladas escaleras de una casa de Marylebone. Al llamar a la puerta, que tenía una ventana de cristal, sentí un escalofrío de emoción. Pero allí no se veían ni gabardinas, ni sombreros ni una elegante secretaria pintándose las uñas. Solo había un tipo de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y barba. Tenía pinta de estar agobiado.
—Perdone, pero he tenido un día muy agitado —afirmó el detective Ian Sharp, investigador privado, mientras rebuscaba entre los papeles de su mesa—. Recuérdeme, ¿quiere? ¿Su caso es industrial, financiero, político, médico, fraude de seguros, investigación sobre niñeras, vigilancia en el barrio, secuestro de niños, personas desaparecidas, adopciones o matrimonial?
—Matrimonial —contesté, mientras leía un cartel enmarcado que rezaba: ¡NO HAY MISIÓN IMPOSIBLE!
—Bueno, pues si es matrimonial le puedo ahorrar un montón de dinero ahora mismo: o es la secretaria de su marido, o la mejor amiga de usted.
—Ninguna de las dos —aseguré, sentándome en una silla barata de vinilo verde.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque su secretaria, Iris, tiene cincuenta y nueve años, y a mi mejor amiga no la soporta.
—¿Entonces quién podría ser esa otra mujer? ¿Y qué le hace pensar que su marido la engaña?
—Una tal Jean. Y hace ya semanas que mi marido tiene un comportamiento de lo más sospechoso.
—¿Jean? —repitió él pensativo—. Jean. Mmmm. Con ese nombre debe de ser escocesa.
A mí no se me había ocurrido, pero ahora de pronto me parecía verdad. A continuación le hablé de las notas que había encontrado, de las flores y de los misteriosos paquetes de chicle y de tabaco.
—Ya veo. ¿Algo más?
—Sí. Está distraído y distante, se queda a trabajar hasta tarde, se ha puesto en forma, se ha comprado un teléfono móvil, no le interesa el sexo, ha mejorado su guardarropa y ha empezado a mandarme flores.
—Ah. —Ian Sharp se reclinó en la silla y unió las puntas de los dedos—. Las señales clásicas.
—Exacto.
—¿Pero no tiene pruebas?
—Todavía no.
—Así que de momento no es más que una corazonada. La alarma se ha disparado. Y a usted le vibran las antenas.
Asentí con la cabeza.
—Mucho.
—De hecho se está convirtiendo en una obsesión.
—Sin duda.
—Así que lo que usted viene a buscar aquí es quedarse tranquila.
—Sí, sí. Justo —respondí con entusiasmo—. ¡Quiero recuperar la calma!
—Bueno, no sé si podré complacerla —dijo él muy serio. Se apoyó con los codos sobre la mesa y unió las manos como para rezar—. Yo le mostraré los hechos, pero en cuanto a devolverle la tranquilidad… Tal vez sea justo lo contrario. Porque la verdad es que la intuición de la mujer sobre el comportamiento del marido acierta en un noventa por ciento de los casos.
—Ah.
—Así que tendrá usted que considerar las consecuencias, señora Smith, si descubro pruebas de las… indiscreciones de su marido. Porque si acepto el caso, tendrá usted un informe por escrito de mis averiguaciones, que bien puede incluir fotos comprometedoras de su esposo con su amante.
—Sí —susurré—, lo sé.
—Debe prepararse emocionalmente, señora Smith, para lo que pueda venir. Es posible que dentro de una semana, por ejemplo, se encuentre usted en esta oficina viendo una fotografía de su esposo con otra mujer de la mano…
—Ya.
—O besándola.
—¡Dios mío!
—O entrando con ella en un hotel.
—¡Ay, Dios! —Estaba mareada.
—O aparcando el coche en la puerta de la casa de ella. Así que le voy a pedir, como hago siempre, que lo piense bien. ¿Estará preparada para ver unas imágenes tan… desagradables, señora Smith?
Suspiré.
—Sí. Creo que sí.
—En ese caso mis honorarios son de cuarenta libras por hora, más impuestos, cincuenta y cinco libras si es por la noche, más gastos y gasolina, que cobro a un precio muy razonable: ochenta y cinco peniques el kilómetro. Ahora vamos a ver, ¿quiere usted solo los servicios básicos?
—¿En qué consisten?
—Yo sigo a su marido al trabajo y espero en el coche, con la cámara preparada. Vaya donde vaya, yo voy detrás sacando fotos.
—¿No hay peligro de que se dé cuenta?
—Señora Smith, ¿qué le llama la atención de mí?
—¿Cómo? —pregunté perpleja—. Pues nada. No sé qué quiere decir.
—¿Qué rasgos distintivos tengo?
—Ninguno que yo pueda ver.
—¿Soy alto?
—Mmm, normal.
—¿Estoy gordo?
—Pues… no, normal. Ni gordo ni flaco.
—¡Exacto! —exclamó triunfal—. ¡Soy un tipo totalmente anodino! —dijo con orgullo—. Soy tan normal que puedo pasar desapercibido. La gente no se fija en mí. No se acuerda de mí. Soy invisible.
—Bueno, yo no diría tanto.
—A mí nunca me señalarían en una rueda de sospechosos.
—¿No?
—Mi aspecto es demasiado gris.
—Bueno…
—Lo cual significa, señora Smith, que su marido no notará mi presencia. Le voy a decir que en los quince años que llevo en la investigación privada, no me han detectado ni una vez. Claro que los hombres a los que sigo suelen estar tan absortos en sus cosas que no se dan cuenta de que voy detrás. Pero siempre voy tras ellos, señora Smith, siempre estoy tras ellos.
—Muy bien.
—Así que esa es la investigación básica. Lo que llamamos los servicios de bronce. De todas formas, tal vez prefiera usted el servicio de plata. En estos casos llevo… —De pronto se abrió la chaqueta con las dos manos, dejando ver lo que parecía un chaleco antibalas—. ¡Esto!
—Eh…
—Es un arnés con una cámara de vídeo oculta. ¿Ve usted la cámara, señora Smith? ¿La ve? En ese caso tenga la amabilidad de decirme dónde está.
—Pues no… no la veo.
—Está aquí —indicó, señalando una diminuta chapa en la solapa—. Aquí hay una lente oculta que mide micrones.
—¡Caramba!
—Si quiere usted tomas de vídeo, esto es lo que utilizaré. Pero un equipo de este calibre es caro, así que añadiría otras noventa y cinco libras al día.
—Ya.
—También podría emplear esto —explicó, poniendo un maletín sobre la mesa—. Es un maletín grabador. Podría colocarlo en el despacho de su marido. Dentro hay un micrófono de radio muy potente, muy sensible, que recogería cualquier tontería cariñosa que su marido susurrara al teléfono.
—Ya.
—Y si quiere el servicio de oro, completo y sin límites, bueno, en ese caso cuatro colegas míos seguirían a su esposo las veinticuatro horas del día, detallando cada uno de sus movimientos. El hombre no podría ni rascarse el culo sin que mis compañeros y yo lo supiéramos.
—Ya. No, no creo que sea necesario.
—Yo tampoco, señora Smith, yo tampoco. Creo que el servicio de bronce será más que apropiado para su caso. Vamos a ver, ¿tiene alguna idea del aspecto de esa mujer?
—No, ni idea. Y no puedo preguntarle a Peter porque él dice que ni siquiera la conoce.
—Bien. ¿Tiene usted una foto de su marido?
—Sí.
Le entregué una foto reciente.
—¿Qué mide? —preguntó.
—Uno ochenta, y pesa unos ochenta y dos kilos. No, últimamente ha perdido un par de kilos más o menos. Pelo rubio ceniza, como ya ve, y tiene la piel blanca, un poco pecosa.
—¿A qué hora se marcha a trabajar?
—A eso de las ocho y cuarto. Coge la línea de metro District hasta Embankment. Desde allí va andando a la oficina, en Villiers Street. Trabaja en la séptima planta.
—¿Marca y matrícula del coche? —se lo dije—. Bien, acepto el caso. Pero necesito el depósito habitual. Quinientas libras por adelantado.
—¿Le parece bien un cheque? —Mientras lo escribía agradecí mentalmente a Lily su gran ayuda.
—Señora Smith —dijo Sharp cuando ya me marchaba—, una última pregunta. ¿Ha decidido qué hará si se demuestra que sus sospechas son acertadas?
—¿Qué haré?
—Sí, cuál será su curso de acción.
—No lo sé. No lo había pensado.
—Con todos mis respetos, señora Smith, creo que debería decidir cuál será su actitud hacia el adulterio de su marido.
—¿Adulterio? —Qué palabra más horrible—. Sería totalmente inaceptable.
—Así que, resumiendo —dije con profesional viveza—, un día típico de febrero…
«Terry, no te hurgues la nariz… cuatro, tres…».
—Con el cielo muy nuboso…
«A continuación el líder de los Torys…».
—… en la mayor parte del país… «Dos… uno…».
—Esto se conoce con el nombre…
«¡Dios mío! ¿Dónde está el artículo sobre William Hague?».