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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (59 page)

Llamaron a la puerta.

Los dos quedaron petrificados, mirándose el uno al otro. Se oyó otro golpe en la puerta, más impaciente que el anterior. Luego, una voz.

—Hola, Robbie. Ábreme. Soy yo.

Era la voz de Emmeline.

Hannah se apartó del borde de la cama y rápidamente recogió su ropa.

Robbie puso un dedo sobre sus labios y de puntillas se acercó a la puerta.

—Sé que estás ahí —señaló Emmeline—. Un anciano adorable que vive abajo me ha dicho que te vio llegar y que no has salido en toda la tarde. Déjame entrar. Hace un frío espantoso aquí afuera.

Robbie le indicó a Hannah que se escondiera en el baño.

Hannah asintió, atravesó la habitación de puntillas y cerró rápidamente la puerta del baño, con el corazón galopante. Se puso rápidamente el vestido y se arrodilló para espiar por el ojo de la cerradura.

Robbie abrió la puerta.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Sin duda estás encantado de verme —saludó Emmeline entrando hasta el centro de la habitación. Hannah advirtió que usaba su nuevo vestido amarillo—. Desmond se lo dijo a Freddy, y él se lo contó a Jane. Ya sabes cómo son esos chicos. —Hizo una pausa y observó detenidamente todo lo que había a su alrededor. Simple, pero acogedor. Emmeline se encogió de hombros al ver las sábanas desordenadas. Miró a Robbie, que no estaba completamente vestido, y sonrió—. ¿He interrumpido algo?

Hannah contuvo la respiración.

—Estaba durmiendo —contestó Robbie.

—¿A las cuatro menos cuarto?

Él se encogió de hombros, buscó su camisa y se vistió.

—Me preguntaba qué habrías hecho durante todo el día. Pensaba que estarías escribiendo poemas.

—Así es —dijo Robbie masajeándose la nuca. Luego resopló disgustado—. ¿Qué quieres?

La dureza de su voz estremeció a Hannah. Emmeline le había hablado de poesía a Robbie, que no había logrado escribir un poema en varias semanas. Sin embargo, su hermana no percibió esa alteración de su tono y siguió hablando con normalidad.

—Quería saber si vendrías esta noche a casa de Desmond.

—Ya te dije que no iría.

—Lo sé, pero pensé que podrías cambiar de idea.

—No he cambiado de idea.

Durante un instante los dos permanecieron en silencio. Robbie miró hacia la puerta. Los ojos de Emmeline recorrieron anhelantes la habitación.

—Tal vez podría… —insinuó Emmeline.

—Debes irte —declaró Robbie—, estoy trabajando.

—Pero podría ayudarte —sugirió tocando el borde de un plato sucio— a ordenar, o…

—He dicho que no. —Robbie abrió la puerta.

Hannah vio que Emmeline sonreía forzadamente.

—Estaba bromeando, querido. No habrás creído seriamente que en una tarde encantadora como ésta no tengo mejores cosas que hacer que limpiar una casa.

Robbie no le respondió.

Emmeline fue hacia la puerta. Se acomodó el cuello.

—¿Irás a casa de Freddy?

Él asintió.

—Ven a buscarme a las seis.

—De acuerdo —repuso Robbie, y cerró la puerta en cuanto Emmeline se fue.

Hannah salió del baño. Se sentía sucia, como una rata saliendo de su escondite.

—Tal vez sería mejor que dejemos de vernos por un tiempo, una semana…

—No —refutó Robbie—. Le dije claramente a Emmeline que no viniera a visitarme de improviso. Se lo diré de nuevo. Tendrá que comprender.

Hannah estuvo de acuerdo. Se preguntaba por qué se sentía tan culpable. Se recordó a sí misma, como solía hacer, que las cosas no podían ser de otra manera. Que Emmeline no sufría, ya que Robbie le había explicado desde el principio que no la amaba. Él le contó como ella se había reído, sorprendida; respondiéndole que no comprendía por qué él le adjudicaba ciertos sentimientos. Sin embargo, un momento antes había percibido cierta afectación en la voz de Emmeline, su forzada frivolidad ocultaba algo. Y se había puesto el vestido amarillo, su favorito.

Hannah miró el reloj de pared.

—Debería irme —dijo, aunque todavía le quedaba media hora.

—No, quédate.

—En realidad…

—Unos minutos por lo menos. Para asegurarnos de que Emmeline ya esté lejos de aquí.

Ella asintió. Robbie se acercó. Con ambas manos le sujetó la nuca y acercó los labios de Hannah a los suyos.

Un beso repentino, estremecedor, le hizo perder el equilibrio y silenció la insistente voz de la duda.

Una tarde de diciembre, mientras los dos estaban metidos en ambos extremos de una profunda bañera, Hannah anunció:

—No podremos vernos durante dos semanas. Teddy recibe invitados de los Estados Unidos. Estarán hospedados en casa los próximos quince días —agregó pasando una esponja por el tobillo de Robbie—, y debo hacer el papel de buena esposa, recibirlos, entretenerlos.

—Detesto imaginarte en ese papel —declaró Robbie—, lisonjeando a tu esposo.

—Te aseguro que no me dedico a adular, Teddy se sentiría desconcertado si lo hiciera.

—Sabes a qué me refiero. Vives con él, duermes con él.

—No es así. Lo sabes.

—Pero la gente sí lo cree. Piensan que sois una pareja.

Ella se acercó para tocar sus dedos, sumergidos en el agua jabonosa que se estaba enfriando rápidamente.

—Yo también detesto todo eso. Haría cualquier cosa por no tener que apartarme de ti jamás.

—¿Cualquier cosa?

—Casi cualquier cosa.

Hannah se puso de pie. Tembló cuando sintió el aire frío en la piel mojada. Salió de la bañera y se envolvió en una toalla.

—Trata de acordar una cita con Emmeline la semana próxima —propuso, sentándose en un taburete de madera junto a la ventana—, y déjame una nota con el lugar y el día en que podemos encontrarnos después de Año Nuevo.

Robbie se sumergió más profundamente en el agua. Sólo su cabeza quedaba a la vista.

—Quiero dejar de salir con Emmeline.

—No —rogó Hannah, abruptamente—. Aún no. ¿Cómo haríamos entonces para vernos? ¿Cómo sabría dónde encontrarte?

—No tendríamos ese problema si vivieras conmigo. Siempre sabríamos dónde encontrarnos. No podría ser de otro modo.

—Lo sé, lo sé —contestó Hannah dejando caer la enagua sobre su cuerpo—. Pero mientras tanto… ¿cómo puedes pensar en alejarte de Emmeline?

—Tienes razón, ella está muy ligada a mí.

—No, ella es apasionada, es su modo de ser. Pero ¿qué te ha llevado a decir eso?

Robbie meneó la cabeza.

—¿Qué sucede?

—Nada. Tienes razón, tal vez no tenga importancia.

—Estoy segura —insistió Hannah con firmeza. En ese momento creía en lo que decía, aunque lo habría dicho de todos modos. Porque el amor es así, urgente y demandante y arrasa con todas nuestras virtudes.

Hannah ya estaba vestida. A su vez, Robbie ocupó el taburete envuelto en una toalla. Ella se arrodilló frente a él y le ayudó a ponerse la manga izquierda de la camisa.

—Estás helado. Vístete rápido.

Robbie se puso la otra manga de la camisa. Ella comenzó a abotonarla y, sin mirarlo, dijo:

—Teddy quiere que nos mudemos a Riverton.

—¿Cuándo?

—En marzo. Para entonces la casa estará restaurada. Está construyendo un pabellón de verano. Se ve a sí mismo como el custodio de ese lugar —comentó secamente Hannah.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—No quería pensar en ello —repuso ella con desánimo—. Tenía la esperanza de que cambiaría de idea. —Hannah desabotonó el cuello de la camisa, introdujo su mano por debajo y la apoyó en el pecho de Robbie—. Tienes que mantenerte en contacto con Emmeline. Ella puede invitarte a pasar unos días en Riverton. Y suele salir a menudo, la invitan a fiestas en el campo o a pasar el fin de semana en casa de sus amigos.

Robbie asintió sin mirarla.

—Por favor, hazlo por mí. Dime que vendrás.

—¿Y seremos una de esas parejas que se encuentran en las casas de campo?

—Sí.

—Como tantas parejas antes que nosotros, jugaremos a ser corteses pero distantes durante el día y nos deslizaremos en la oscuridad para encontrarnos por la noche.

—Sí —dijo ella serenamente.

—Esas no son nuestras reglas.

—Lo sé.

—No es suficiente.

—Lo sé.

—Está bien, lo haré sólo porque tú me lo pides.

Acordaron verse una tarde, a principios de 1924. Teddy estaba de viaje por asuntos de negocios, y Deborah había salido para visitar a unos amigos.

Se habían citado en un lugar de Londres que Hannah no conocía. Mientras el taxi avanzaba por las intrincadas calles de la zona este, Hannah miraba por la ventanilla. Ya era de noche y en general había pocas cosas interesantes que ver: edificios grises, carromatos tirados por caballos iluminados con faroles; de vez en cuando, niñas de mejillas rosadas vestidas con gruesos delantales de lana señalaban el taxi mientras jugaban. Y luego, al llegar a una calle, la sorpresa de las luces de colores, la muchedumbre, la música.

Hannah se inclinó hacia el conductor.

—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?

—Es la verbena de Año Nuevo —explicó. Su acento indicaba que había nacido en el barrio—. Aunque deberían estar a resguardo del invierno.

Hannah observaba fascinada mientras el taxi seguía su camino. Una hilera de luces se extendía a lo largo de los edificios. La banda de músicos de cuerda, además de un acordeón, había congregado a una multitud que reía y aplaudía. Los niños se mezclaban con los adultos, agitaban serpentinas y hacían sonar silbatos. Hombres y mujeres se reunían en torno a grandes tambores de metal donde se cocían castañas y bebían cerveza en jarras. El conductor del taxi tocó la bocina para que le permitieran pasar.

—Están todos locos —exclamó cuando el automóvil llegó a la esquina y dobló para seguir por una calle a oscuras—. Como cabras.

A Hannah le parecía haber pasado por un lugar de fantasía. Cuando por fin el conductor se detuvo frente al domicilio indicado, corrió a encontrarse con Robbie para contarle lo que había visto. Le rogó, y finalmente lo convenció. Irían juntos a la verbena. Salían muy poco, indicó. ¿Cuándo tendrían otra oportunidad de ir juntos a un festejo? Allí nadie los conocía. Era un lugar seguro.

Ella lo guió, confiando en su memoria, aunque temía que la fiesta hubiera desaparecido como un bosque habitado por las hadas. Pero de pronto oyó los sonidos del violín, los silbatos de los niños, las voces joviales, y supo que estaban cerca.

Unos minutos después ya habían doblado la esquina del país de las maravillas y comenzaban a recorrer la calle del festejo. El viento frío traía el aroma de las castañas asadas, mezclado con el sudor y la algarabía. Había personas asomadas a las ventanas que hablaban a gritos con los que estaban en la calle, cantaban, brindaban por el nuevo año y despedían el anterior. Hannah, del brazo de Robbie, miraba deslumbrada todo aquel panorama. Le señaló las cosas que le llamaron la atención, rió alegremente al ver que algunas personas comenzaban a bailar en una improvisada pista.

Decidieron dejar de ser observadores y unirse a la muchedumbre. Se sentaron en una tabla de madera apoyada sobre cajones de leña. Una mujer con las mejillas coloradas y abundantes bucles negros se sentó en un banco junto a los músicos para cantar y batir un tamboril que sostenía entre sus mullidos muslos. El auditorio la alentaba con sus gritos, las faldas ondeaban al ritmo de la música.

Hannah estaba fascinada. Jamás había visto semejante jolgorio. Había ido a numerosas fiestas, pero, comparadas con ésta, le parecían artificiales, excesivamente civilizadas. Aplaudió, rió, apretó con vehemencia la mano de Robbie.

—Son maravillosos —exclamó, incapaz de apartar la vista de las parejas que bailaban. Hombres y mujeres de todas las edades y tamaños giraban con los brazos enlazados, y aplaudían—. ¿No son absolutamente maravillosos?

El volumen aumentaba, el ritmo se aceleraba. La música hacía vibrar la piel, entraba por los poros, fluía por la sangre; aceleraba el ritmo del corazón.

—Tengo sed, vamos a buscar algo para beber —le susurró Robbie al oído.

Ella casi no le oía. Meneó la cabeza. Advirtió que respiraba agitadamente.

—No, no. Ve tú. Yo quiero mirar.

Robbie dudó.

—No quiero dejarte sola.

—Estaré bien.

Hannah apenas advirtió que la mano de Robbie apretó fuertemente la suya por un instante y la soltó después. No lo miró mientras se alejaba. Había muchas otras cosas que ver, oír y sentir.

Más tarde se preguntó si había pasado por alto algún indicio en la voz de Robbie, si el ruido, la agitación, la muchedumbre le habían resultado opresivos. Pero en ese momento no lo pensó, estaba cautivada.

El lugar de Robbie fue ocupado inmediatamente. Otro muslo tibio se apretó contra el suyo. Hannah miró de reojo. Era un hombre bajo y fornido, de patillas pelirrojas y un sombrero de fieltro marrón.

El hombre la miró, se acercó más y le señaló con el dedo la pista.

—¿Bailamos?

Su aliento olía a tabaco. Los ojos celestes se detuvieron en ella.

—Oh, no —se disculpó Hannah con una sonrisa—. Gracias, pero estoy con una persona.

Miró hacia atrás buscando a Robbie entre la multitud. Le pareció verlo en el otro extremo de la calle, fumando junto a un tonel humeante.

—No tardará en volver.

El hombre ladeó la cabeza.

—Vamos, sólo una pieza. Para entrar en calor.

Hannah volvió a mirar hacia el lugar donde creía haber visto a Robbie. No había rastro de él. ¿Le había dicho adonde iba, cuánto tiempo tardaría?

—¿Y bien? —insistió el hombre. Ella lo miró. La música invadía el lugar. Recordó una calle de París algunos años atrás, en su luna de miel. Se mordió el labio. ¿Qué daño podía hacer bailar un poco? ¿Qué sentido tenía desperdiciar las oportunidades que la vida le brindaba?

—De acuerdo —accedió Hannah. Tomó la mano del hombre y sonrió nerviosamente—. Pero no estoy segura de saber los pasos.

El hombre sonrió y la llevó al centro de la pista, donde se arremolinaban los bailarines.

Y Hannah se encontró bailando. Y aunque no recordaba saber los pasos, guiada por su compañero se defendió bastante bien. Giraron y se dejaron llevar por el frenesí de las otras parejas. Los violines sonaban, las botas taconeaban, las manos aplaudían. Ella y su pareja se tomaron del brazo, codo con codo, y comenzaron a girar. Hannah no pudo contener la risa. Nunca se había sentido tan libre. Miró el cielo nocturno, cerró los ojos, sintió el aire frío en los párpados y las mejillas tibias. Al abrirlos buscó a Robbie. Anhelaba bailar con él. Trató de encontrarlo en medio de esa multitud de caras. Se preguntó si siempre habían sido tantas. Pero giraba demasiado rápido. Eran una masa de ojos, bocas y sonidos.

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