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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (63 page)

—«¡Soy el rey del mundo!». —El chico norteamericano ha trepado hasta la cabeza de la ninfa que toca el arpa y está de pie sobre ella con los brazos extendidos.

Beryl borra de su cara el gesto de desaprobación y sonríe complaciente.

—Baja de allí, la fuente no fue diseñada para escalar sino para ser contemplada —le espeta, señalando el sendero que conduce al lago—. Daremos un paseo por aquí. No puedes atravesar las vallas, pero podrás ver el famoso lago.

El joven salta desde el borde de la fuente y aterriza junto a mis pies haciendo un ruido sordo. Inseguro, me dirige una mirada desdeñosa y luego sigue su camino, escoltado por sus padres y su hermana. El sendero es demasiado angosto para la silla de ruedas, pero necesito ver. Es el mismo que recorrí aquella noche. Le pido a Ursula que me ayude a caminar, ella duda.

—¿Está segura?

Asiento.

Me lleva en la silla hasta el comienzo del sendero. Luego me apoyo en ella para levantarme. Ursula espera hasta que me equilibro y comenzamos a avanzar lentamente. Siento pequeños guijarros bajo mis pies, la hierba alta me roza la falda, los dientes de león se dispersan en el cálido aire.

Hacemos una pausa mientras la familia americana regresa a la fuente lamentando a viva voz que la restauración les impida el paso.

—En Europa todo está rodeado de andamios —protesta la madre.

—Deberían reembolsarnos el dinero de la entrada —declara el padre.

—Sólo hago esta excursión para ver dónde murió —explica la chica de las gruesas botas negras.

Ursula me dirige una sonrisa irónica y seguimos adelante. A medida que avanzamos el ruido de los martillos se vuelve más intenso. Por fin, después de muchas pausas, llegamos a la valla que marca el final del sendero. Está en el mismo lugar que aquella otra, muchos años atrás.

Me apoyo en la valla y miro hacia el lago. Allí está, a lo lejos veo sus suaves olas. El pabellón de verano está oculto, pero los ruidos de la construcción se oyen con claridad. Como en 1924, cuando los albañiles se apresuraban a tenerlo listo para la fiesta. Un esfuerzo inútil, porque debido a un conflicto portuario el mármol estaba retenido en Calais. Para gran desilusión de Teddy, no llegó a tiempo. Él tenía la esperanza de instalar su nuevo telescopio para que los invitados fueran hasta el lago y observaran el cielo. Hannah lo reconfortó.

—No importa, es mejor esperar a que esté terminado. Entonces podrás hacer otra fiesta. Una especialmente dedicada a contemplar los astros.

En ningún momento empleó el plural, no dijo «podremos» sino «podrás». Había dejado de considerarse parte del futuro de Teddy.

—Tal vez —repuso Teddy, con la entonación de un chico caprichoso.

—Será lo mejor —opinó Hannah—. De hecho, no estaría de más poner vallas a ambos lados del sendero que va hacia el lago. Para que la gente no se acerque demasiado. Podría ser peligroso.

—¿Peligroso?

—Ya conoces a los albañiles. Es probable que hayan dejado algunas cosas sin rematar. Es mejor esperar hasta que todo esté en orden.

Sin duda el amor puede volver artera a una persona. Hannah convenció a Teddy con bastante facilidad. Utilizó el fantasma de las demandas judiciales y la publicidad malintencionada. Teddy le pidió al señor Boyle que encargara carteles y vallas para mantener a los invitados lejos del lago. Haría otro festejo en agosto, para su cumpleaños. Un almuerzo en la casa de verano, con botes, juegos y tiendas de lona rayada. Como en las pinturas de ese francés, dijo, ¿cómo se llamaba?

Por supuesto, nunca tuvo su fiesta. En agosto de 1924 una fiesta así era algo inconcebible. Salvo para Emmeline, pero la suya era una exuberancia social aparte, una reacción al horror y la sangre, no una forma de indiferencia.

La sangre, mucha sangre. ¿Quién habría imaginado que sería tanta? Desde aquí puedo ver el lugar, a la orilla del lago, donde ellos estaban. Donde él estaba justo antes de…

La cabeza me da vueltas, las piernas no me sostienen. Los brazos de Ursula aferran los míos, y me sostienen en pie.

—¿Se siente bien? —pregunta. Hay preocupación en sus ojos—. Está muy pálida.

La cabeza me da vueltas. Tengo calor. Estoy mareada.

—¿Quiere que vayamos adentro un rato?

Asiento.

Ursula me guía de regreso por el sendero, me sienta en la silla de ruedas y le explica a Beryl que me llevará a la casa.

Es el calor, indica Beryl. Lo sabe porque a su madre le ocurre lo mismo. Es un calor exagerado para la estación. Luego se inclina hacia mí. Me sonríe y sus ojos desaparecen.

—Es eso, ¿verdad, querida? El calor.

Asiento. No tiene sentido discutir. No tengo modo de explicarle que no me agobia el calor sino el peso de una antigua culpa.

Ursula me lleva al salón principal. No podemos recorrerlo. Han colocado un cordón rojo que atraviesa la habitación, a un par de metros de la puerta de entrada. Supongo que con la intención de evitar que la gente pasee libremente dejando las huellas de los dedos en el sofá. Ursula vuelve a colocarme contra la pared y se sienta junto a mí en un banco instalado para los visitantes.

Los turistas se detienen, señalan la mesa dispuesta con tanta sofisticación, lanzan exclamaciones de admiración al ver la piel de tigre en el respaldo del sofá. Me pregunto si alguno de ellos percibe que esa habitación está llena de fantasmas.

Fue en este mismo salón donde la policía realizó los interrogatorios. Pobre Teddy, estaba tan desconcertado…

—Era un poeta —explicó al policía, aferrando la manta que le cubría los hombros, por encima del traje de etiqueta que aún llevaba puesto—. Él y mi esposa se conocieron cuando eran muy jóvenes. Era una buena persona: un artista, pero inofensivo. Formaba parte del grupo de amistades de mi cuñada.

Esa noche la policía nos interrogó a todos. Salvo a Hannah y a Emmeline. Teddy se aseguró de que así fuera. Convenció a los agentes de que bastante desgracia habían presenciado como para encima tener que revivir todo aquello. Supongo que accedieron porque Teddy era un hombre influyente.

Por lo que a ellos concernía no había problema. Ya era muy tarde, y estaban ansiosos por volver cuanto antes junto a sus esposas y acostarse. Habían oído todo lo necesario. La historia no era tan extraordinaria. Como la propia Deborah decía, no sólo en Londres, sino en todo el mundo, había jóvenes incapaces de adaptarse a la vida cotidiana después de lo que habían vivido en la guerra. Y el hecho de que fuera un poeta lo hacía más previsible. Los artistas eran propensos a mostrar conductas temperamentales, irracionales.

El grupo se ha reunido con nosotros. Beryl nos ofrece ir a la biblioteca.

—Es una de las pocas habitaciones que no destruyó el incendio de 1938 —señala taconeando ostentosamente por la sala—, una bendición, se lo aseguro. La familia Hartford tenía una valiosa colección de libros antiguos. Más de nueve mil volúmenes.

Puedo dar fe de que es así.

Nuestro variopinto grupo sigue a Beryl y se dispersa en la biblioteca. Los cuellos se estiran para apreciar el techo con la cúpula de vidrio y los estantes de libros que llegaban hasta el nivel del ático. El Picasso de Robbie ya no está. Supongo que se exhibirá en algún museo. Ya ha pasado la época en que cada familia inglesa colgaba en las paredes de su casa obras de grandes maestros de la pintura.

Aquí fue donde Hannah pasó la mayor parte del tiempo después de la muerte de Robbie. Días enteros encorvada en una silla en medio de la habitación silenciosa. No leía, sólo estaba allí sentada. Reviviendo el pasado reciente. Durante un tiempo fui la única persona con quien hablaba, obsesivamente, compulsivamente, de Robbie. Me contaba los detalles de su romance, cada uno de los episodios. Y cada relato terminaba con el mismo lamento.

—Yo lo amaba, Grace —decía con una voz tan suave que apenas podía oírla.

—Lo sé, señora.

Y mirándome con ojos vidriosos agregaba:

—No pude… no fue suficiente.

Al principio Teddy y Deborah comprendieron su aislamiento. Les parecía una consecuencia natural por haber sido testigo del suceso. Pero a medida que las semanas fueron pasando, su dificultad para ser un ejemplo de flema inglesa empezó a volverse menos tolerable.

Ambos tenían su propia opinión acerca de la conducta que debía adoptar, de lo que debía hacer para recuperar la vitalidad. Una noche, después de la cena, escuché una conversación al respecto.

—Necesita encontrar algo nuevo que la entretenga —sugirió Deborah encendiendo un cigarrillo—. Sin duda, debe de ser impactante ver que un hombre se vuela la tapa de los sesos, pero la vida continúa.

—¿Qué podría entretenerla? —preguntó Teddy con el ceño fruncido.

—Tal vez el
bridge
—declaró Deborah dejando caer la ceniza en un plato—. Una buena partida tiene la virtud de mantener la mente alejada casi de cualquier cosa.

Estella, que estaba pasando una temporada en Riverton para «echar una mano», estuvo de acuerdo en que Hannah necesitaba distraerse, pero tenía otras ideas: en su opinión lo que necesitaba era un hijo. Como cualquier mujer. Teddy tenía que hacer lo posible por darle uno.

Teddy prometió hacer cuanto estuviera a su alcance. Y tomando la docilidad de Hannah por consentimiento, lo cumplió.

Para delicia de Estella, tres meses después el médico declaró que Hannah estaba embarazada. No obstante, lejos de sacarla de su aislamiento, la noticia pareció acentuar su indiferencia. Día tras día me hablaba menos de su romance con Robbie y finalmente dejó de pedirme que fuera a la biblioteca. Me sentí decepcionada, pero sobre todo preocupada. Había alentado la esperanza de que la confesión la liberaría del exilio que se había impuesto. Creía que si me lo contaba todo, encontraría el camino de regreso hacia los suyos. Pero no fue así.

Por el contrario, comenzó a alejarse cada vez más de mí. Se vestía sola, me miraba de un modo extraño, casi con disgusto, si le ofrecía ayuda. Yo trataba de hablarle, de recordarle que no era su culpa, que ella no podía haberlo salvado, pero ella sólo me miraba con una expresión desconcertada. Como si no supiera de qué le hablaba, o incluso dudara de los motivos por los cuales le decía esas cosas.

Esos últimos meses vagó por la casa como un fantasma. Myra decía que el señor Frederick parecía haber vuelto. Teddy estaba cada día más preocupado. No sólo Hannah estaba en peligro. Su hijo, el heredero de los Luxton, merecía algo mejor. Consultó con infinidad de médicos. Todos ellos habían tratado pacientes que regresaron de la guerra y coincidieron en que era una conmoción producto de la atrocidad que había presenciado.

Uno de ellos, después de la consulta, habló a solas con Teddy y le informó:

—Un verdadero caso de conmoción, muy interesante. Está completamente aislada del mundo que la rodea.

—¿Cómo se cura? —preguntó Teddy.

—Esa es la pregunta del millón de dólares.

—El dinero no es problema.

El médico asintió.

—¿Hay otros testigos?

—La hermana de mi esposa.

—Hermana —anotó el médico—. Bien. ¿Tienen una relación estrecha?

—Sí, están muy unidas.

El doctor apuntó con el dedo a Teddy.

—Tráigala a esta casa. Deben hablar: así se resuelven estos casos de histeria. Su esposa tiene que vivir con una persona que haya experimentado la misma conmoción.

Teddy aceptó el consejo del médico y le hizo repetidas invitaciones a Emmeline. Pero ella no aceptó. No podía. Estaba muy ocupada.

—No lo entiendo —comentó Teddy a Deborah una noche después de la cena—. ¿Cómo puede ignorar a su propia hermana, después de todo lo que Hannah ha hecho por ella?

—Yo en tu lugar no me preocuparía —aconsejó Deborah—. Por lo que he oído, es mejor que esté lejos. Dicen que se ha convertido en una persona vulgar. Es la última en irse de todas las fiestas y a menudo en compañía de gente poco recomendable.

Era cierto: Emmeline estaba inmersa en la vertiginosa vida social de Londres. Se había convertido en el alma de las fiestas, interviniendo como actriz en películas de amor y terror; encajaba perfectamente en el papel de mujer fatal.

Los miembros de la alta sociedad murmuraban que era una pena que Hannah no pudiera recuperarse. Que era extraño que lo sucedido la hubiera dañado más profundamente que a su hermana. Después de todo, era Emmeline la que se exhibía con ese hombre.

No obstante, para Emmeline no fue fácil afrontar la realidad, simplemente lo hizo a su manera. Reía histéricamente y bebía desaforadamente. Cuando su coche se estrelló contra un árbol en Preston's Gorge, circularon rumores de que la policía había encontrado una botella de brandy en el asiento del acompañante. Teddy trató de acallar los comentarios. Si había algo que el dinero podía comprar en aquella época era precisamente a la policía. Tal vez sea así todavía, no lo sé.

No se lo dijeron inmediatamente a Hannah. Deborah consideró que era muy arriesgado y Teddy estuvo de acuerdo, faltaba poco para el nacimiento del bebé. Convocaron a los representantes legales para que prestaran declaración en nombre de Teddy y Hannah.

La noche posterior al accidente, Teddy bajó al sótano. Parecía fuera de lugar en la salita de los sirvientes, como un actor que está en un plató equivocado. Era tan alto que tenía que agachar la cabeza para no chocar con la viga del techo que estaba sobre el último escalón.

—Señor Luxton —exclamó el señor Hamilton—, no le esperábamos…

Su voz se fue apagando, recuperando la compostura: nos miró, aplaudió suavemente, alzó los brazos y, como si dirigiera una orquesta interpretando algo alegre, nos puso en movimiento. Logró que nos alineáramos y permaneciéramos de pie con las manos a la espalda, esperando que el amo hablara.

Lo que dijo fue simple: Emmeline había sido víctima de un desgraciado accidente automovilístico en el que había perdido la vida. Myra aferró mi mano. La señora Townsend chilló y se dejó caer en la silla, con una mano en el pecho.

—La pobrecita niña —lamentó, temblando.

—Ha sido una terrible conmoción para todos nosotros, señora Townsend —prosiguió Teddy mirando a los sirvientes uno por uno—. No obstante, debo pedirles algo.

—Si me permite hablar en nombre de todos —intervino el señor Hamilton con el rostro ceniciento—, nos reconfortaría poder brindar nuestra ayuda en lo que sea necesario en estos terribles momentos.

—Gracias, señor Hamilton —señaló Teddy asintiendo con gesto grave—. Como ustedes saben, la señora Luxton ha sufrido terriblemente desde el episodio del lago. Creo que sería una deferencia hacia ella que, por ahora, no pongamos en su conocimiento esta tragedia. La alteraría aún más. No se lo diremos hasta que dé a luz. Cuento con ustedes.

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