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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (61 page)

—¿Y qué me dices de tu hermana, la pequeña Emmeline?

—Emmeline no tiene nada que ver con esto —replicó Hannah.

—Lamento discrepar. ¿Dónde estaría si no fuera por mi familia? Una huerfanita cuyo padre perdió la fortuna de la familia; cuya hermana tiene una relación amorosa con uno de sus novios; lo único que podría empeorar su situación es que esas asquerosas películas salieran a la luz.

Hannah se puso rígida.

—Sí —afirmó Deborah—, estoy al tanto de ese asunto. ¿Creías que entre mi hermano y yo caben los secretos? —preguntó sonriente, expandiendo las fosas nasales—. Sabe que no le conviene, somos una familia. Por no mencionar que sin mi consejo no es capaz de tomar la mitad de las decisiones que su posición requiere.

—¿Qué pretendes, Deborah?

Deborah sonrió levemente.

—Tan sólo quiero que veas, que comprendas, cuánto podríamos perder todos nosotros si fuéramos víctimas de un escándalo. Por qué debes poner fin a esa relación.

—¿Y si no lo hago?

Deborah suspiró, y tomó el bolso de Hannah, que estaba sobre la cama.

—Si no dejas de ver a ese hombre por tu propia voluntad, me aseguraré personalmente de que no vuelvas a verlo —sentenció. Luego cerró bruscamente el bolso y se lo entregó a Hannah—. Los hombres como él, los artistas, los traumatizados a causa de la guerra, desaparecen continuamente, pobrecitos. Nadie se detiene a pensar en los motivos, —Deborah se alisó el vestido y fue hacia la puerta—. Si no te libras de él, lo haré yo por ti.

Ese invierno, Hannah se encontró con Robbie por última vez en la sala egipcia del Museo Británico. Yo entregué el mensaje. Él se desconcertó al verme a mí en lugar de Hannah, no le agradó en absoluto. Estaba despeinado y no se había afeitado, su cara tenía una barba incipiente. A juzgar por el olor de su cuerpo no se había bañado. Tomó la carta desganadamente, recorrió con la vista el vestíbulo para asegurarse de que no hubiera otras personas, y se apoyó en el marco de la puerta para leerla, moviendo los labios suavemente, diciendo para sí las palabras de Hannah.

No había visto jamás un hombre en una actitud menos afectada. No supe dónde mirar. Me concentré en la pared que estaba junto a él. Cuando terminó de leer me observó con sus ojos oscuros y desesperados. Parpadeé, miré hacia otro lado y me fui tan pronto confirmó que iría a la cita.

Así lo hizo. Una lluviosa mañana de marzo de 1924, yo simulaba leer los nuevos artículos sobre Howard Carter mientras Hannah y Robbie estaban sentados en los extremos opuestos de un banco, frente a la momia de Tutankamón. A los ojos de cualquiera que pasara por allí, no eran más que dos extraños que compartían su afición por la egiptología.

Unos días después, a petición de Hannah, ayudé a Emmeline a hacer sus maletas. Se mudaría a casa de Fanny. Durante su estadía en la casa del número diecisiete, las pertenencias de Emmeline habían acabado diseminadas por varias habitaciones; sin duda no lograría ponerlas en orden ella sola. Por eso tuve que ayudarla a vaciar los estantes de sus accesorios de invierno. Hannah apareció para supervisar nuestra tarea.

—Deberías colaborar, Emmeline, en lugar de esperar que lo haga todo Grace.

La voz de Hannah sonaba tensa, como era habitual desde aquel día en el museo, pero Emmeline no lo advirtió. Estaba muy entretenida hojeando su diario íntimo. Había pasado toda la tarde sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, mirando antiguos dibujos, fotografías, entradas y fervientes garabatos juveniles.

—Escucha esto —dijo de pronto Emmeline—. Es de Harry. «Ven a casa de Desmond. De lo contrario seremos sólo tres chicos: Dessy, este servidor y Clarissa». ¿No es desternillante? Pobre Clarissa, no debería haberse cortado el cabello.

Hannah se sentó en un extremo de la cama.

—Voy a echarte de menos.

—Lo sé —asintió Emmeline, alisando una página arrugada de su diario—. Pero debes comprender que no puedo ir contigo a Riverton. Sencillamente, me moriría de aburrimiento.

—Lo sé.

—Eso no significa que me aburra contigo, querida. Sabes que no quiero decir eso —aclaró de inmediato Emmeline, al advertir que sus palabras podrían haber sonado ofensivas. Luego sonrió—. Es gracioso el rumbo que han tomado las cosas, ¿verdad?

Hannah abrió los ojos.

—Me refiero a que cuando éramos niñas siempre eras tú la que anhelaba irse de allí. Recuerdo que incluso hablabas de convertirte en oficinista. —Emmeline rió—. Olvidé preguntártelo, ¿alguna vez llegaste a pedirle autorización a papá?

Hannah meneó la cabeza.

—Me pregunto qué habría dicho. Pobre papá. Lo recuerdo todavía, espantosamente disgustado cuando te casaste con Teddy y me dejaste con él. No tengo muy claro por qué. —Emmeline suspiró—. Las cosas han cambiado, ¿no es cierto?

—Eres feliz en Londres, ¿verdad?

—¿Tienes alguna duda? Estoy en la gloria.

—Eso es bueno. —Hannah se puso de pie. Se disponía a salir de la habitación pero dudó y volvió a sentarse—. Y sabes que si algo me sucediera…

—¿Si los marcianos te llevaran a su planeta?

—No estoy bromeando.

—No es necesario que lo digas. Has estado amargada toda la semana.

—Siempre puedes contar con lady Clementine y Fanny, lo sabes.

—Sí, ya lo has dicho en otras ocasiones.

—Lo sé, es que dejarte sola en Londres…

—Tú no me estás dejando, he sido yo la que he decidido quedarme. Y no estaré sola. Viviré con Fanny. Todo irá bien —concluyó Emmeline, enfatizando su afirmación con un ademán.

—Lo sé —repuso Hannah. Luego me miró pero apartó rápidamente la vista—. Te dejo seguir con tus cosas.

Estaba junto a la puerta cuando Emmeline comentó:

—No he visto a Robbie últimamente.

Hannah se puso rígida, pero no se volvió a mirarla.

—¿No? Es verdad ahora que lo dices, no ha estado por aquí desde hace unos días.

—Deborah me contó que se ha marchado.

—¿Sí? ¿Adónde?

—No lo sé. Dice que tú deberías saberlo.

—¿Cómo podría saberlo? —preguntó Hannah. Había cambiado de posición, estaba frente a Emmeline, pero evitaba mirarme.

—Eso es lo que yo le dije. ¿Por qué Robbie te lo diría a ti y no a mí? ¿Por qué tendría que marcharse, sin decir nada?

Hannah se encogió de hombros.

—Así es él, imprevisible, poco fiable, ¿no crees?

—Lo encontraré —declaró decididamente Emmeline—. Ya lo he logrado en otras ocasiones.

—Oh, no, Emmeline, no lo busques.

—Debo hacerlo.

—¿Por qué?

Emmeline miró a su hermana con sus grandes ojos azules.

—Porque lo amo, por supuesto.

—Oh, no, Emme, no es cierto.

—Sí, estoy enamorada de él, desde siempre, desde el día en que llegó a Riverton y me vendó el brazo.

—Tenías once años.

—Por supuesto, y por entonces era sólo un enamoramiento infantil. Pero ahí comenzó. A todos los hombres que he conocido los he comparado con Robbie.

—¿Qué me dices del director de cine? ¿O de Harry Bentley, o de la media docena de jóvenes de los que te has enamorado tan sólo durante este año? Has estado comprometida al menos con dos de ellos.

—Robbie es diferente.

—¿Y qué siente él por ti? —preguntó Hannah, sin atreverse a mirar a Emmeline—. ¿Te ha dado motivos para creer que está enamorado de ti?

—Sin duda. Jamás ha perdido una oportunidad de salir conmigo. Sé que no se debe a que le agradan mis amigos. No es un secreto que para él son un puñado de chicos consentidos y ociosos —explicó Emmeline—. Estoy segura de que me ama y voy a encontrarlo —agregó luego con gran determinación.

—No lo hagas —declaró Hannah, con una firmeza que sorprendió a su hermana—. Él no es para ti.

—¿Cómo lo sabes? Apenas lo conoces.

—Sé cómo son esa clase de hombres. Es culpa de la guerra. Muchos jóvenes absolutamente normales volvieron cambiados, destruidos.

Recordé a Alfred, aquella noche, en la escalera de Riverton, cuando sus fantasmas lo acosaban, pero me obligué a alejar de mi mente ese recuerdo.

—No me importa —insistió obstinadamente Emmeline—. A mí me parece romántico. Me gustaría cuidar de él. Curarlo.

—Los hombres como Robbie son peligrosos. No es posible curarlos. Son lo que son —afirmó Hannah y suspiró con un dejo de frustración—. Tienes muchos otros candidatos. Tu corazón puede descubrir que ama a alguno de ellos.

Emmeline meneó la cabeza tercamente.

—Sé que puedes. ¿Me prometes que lo intentarás?

—No quiero.

—Debes hacerlo.

Emmeline dejó de mirar a su hermana. En sus ojos percibí una expresión distinta, más dura, más firme.

—No es asunto tuyo, Hannah —replicó francamente—. Tengo veinte años, no necesito tu ayuda para tomar decisiones. A esa edad tú ya estabas casada y Dios sabe que no consultaste a nadie antes de tomar esa decisión.

—Eso es totalmente diferente…

—No necesito una hermana mayor que vigile todo lo que hago. Ya no. —Emmeline suspiró y volvió a mirar a Hannah—. Hagamos un trato. Desde ahora cada una de nosotras elegirá libremente la clase de vida que desea. ¿De acuerdo?

Era evidente que Hannah no tenía muchas opciones. Asintió en señal de conformidad y salió de la habitación. La puerta se cerró detrás de ella.

En vísperas de nuestra partida a Riverton empaqué los últimos vestidos de Hannah. Mientras la luz del día se apagaba, ella, sentada junto a la ventana, miraba hacia el parque. Cuando el alumbrado de la calle se encendió se giró hacia mí y me preguntó:

—¿Has estado enamorada alguna vez, Grace?

Su pregunta me desconcertó; especialmente por el momento que había elegido para formularla.

—Yo… no lo sé, señora.

Puse su abrigo de zorro en el fondo del baúl que solía utilizar cuando viajaba en barco.

—Oh, si hubieras estado enamorada, no lo dudarías.

Evité mirarla y traté de parecer indiferente. Pensé que de ese modo cambiaría de tema.

—En ese caso, señora, debo decir que no.

—Tal vez hayas sido afortunada. El verdadero amor es como una enfermedad —declaró, volviendo a mirar hacia la ventana.

—¿Una enfermedad, señora? —pregunté. Yo me había sentido indudablemente enferma alguna vez.

—Antes no lo comprendía. Cuando leía relatos o poemas, cuando veía obras de teatro, no entendía por qué motivo personas inteligentes, razonables, de pronto hacían cosas extravagantes, irracionales.

—¿Y ahora, señora?

—Sí, ahora lo comprendo —contestó suavemente—. Es una enfermedad que te ataca cuando menos lo esperas. No tiene remedio y a veces, en los casos más graves, es fatal.

A punto de perder el equilibrio, cerré los ojos por un instante.

—¿De verdad cree que puede ser fatal, señora?

—No, tal vez esté exagerando, Grace —concedió, y me sonrió—. ¿Lo ves? Yo soy un buen ejemplo. Estoy comportándome como la protagonista de un folletín. —Hannah permaneció un rato en silencio, pero aparentemente siguió pensando en el tema, porque de pronto inclinó la cabeza inquisitivamente y dijo—: ¿Sabes, Grace? Siempre pensé que tú y Alfred…

—Oh, no, señora —refuté con suma presteza—. Alfred y yo sólo éramos amigos —aseguré, mientras sentía que miles de agujas se clavaban en mi piel.

—¿De verdad? Me pregunto qué es lo que me hace suponer lo contrario.

—No podría decirlo, señora.

Ella me miró mientras trajinaba con sus vestidos y sonrió.

—Te he molestado.

—No, de ningún modo, señora. Es sólo que… justamente estaba pensando en una carta que llegó hace unos días, de Riverton. Es una coincidencia que precisamente ahora me haya preguntado por Alfred.

—Oh…

—Sí, señora —proseguí, aceleradamente—. ¿Recuerda a la señorita Starling, la secretaria de su padre?

Hannah frunció el ceño.

—¿Aquella mujer delgada, de cabello deslucido, que solía rondar por la casa con una máquina de escribir?

—Sí, señora, la misma. Ella y Alfred se casaron el mes pasado. Viven en Ipswich. Alfred se dedica ahora a la mecánica —comenté, como si el tema me resultara indiferente. Luego cerré el baúl, y sin mirar a Hannah, hice una reverencia—. Con su permiso, señora, creo que el señor Boyle me necesita.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Estaba a solas. Me llevé la mano a la boca. Apreté los ojos. Sentí que mis hombros se estremecían, tenía un nudo en la garganta. No podía sostener el peso de mi cuerpo. Me apoyé en la pared, deseando desaparecer en el aire, entre los muros, bajo el suelo, para que mis sentimientos no me agobiaran.

Me quedé allí, inmóvil. Con el leve temor de que Deborah o Teddy me encontraran al irse a dormir y llamaran al señor Boyle para que se ocupara de mi despido. Había perdido la noción de la vergüenza y del deber. ¿Qué importaba todo eso? Ya nada me importaba.

Entonces oí un ruido de cubiertos y platos rotos que venía del piso de abajo.

Inspiré. Abrí los ojos. Ella me necesitaba más que nunca. La realidad me avasalló, me devolvió la vitalidad.

Por supuesto, todo aquello tenía la misma importancia de siempre. Y Hannah me necesitaba más que nunca. Volvía a Riverton, había perdido a Robbie.

Suspiré aliviada. Enderecé los hombros y tragué saliva. Debía controlarme. Si me permitía ser débil, si me compadecía de mí misma, no podría concentrarme en mis obligaciones, no sería capaz de ayudarla.

Me alejé de la pared. Me alisé la falda, enderecé los puños y me sequé los ojos.

Yo era una doncella. No una simple criada. Hannah confiaba en mí. No podía ser indulgente conmigo misma y perder la compostura.

Volví a inspirar profunda y deliberadamente. Me insuflé ánimos y empecé a dar pasos largos, decididos.

Cuando subía las escaleras para ir a mi habitación, me obligué a cerrar la terrible puerta que mi imaginación había abierto, a través de la cual había vislumbrado el esposo, el hogar, los hijos que podría haber tenido.

Capítulo 23

De regreso a Riverton

Ursula ha cumplido su promesa. Conduce su coche por el camino serpenteante que lleva hacia el pueblo de Saffron Green. En cualquier momento nos toparemos con una curva, y a continuación veremos los carteles que dan la bienvenida a Riverton. Miro a Ursula, ella me sonríe y vuelve a prestar atención al camino. Ha dejado de lado las dudas acerca de lo atinado de nuestra excursión. Aunque con cierto recelo, Sylvia accedió a no decírselo a la supervisora y entretener a Ruth si fuera necesario. Sospecho que todos quieren regalarme una última oportunidad. Es demasiado tarde para pensar en preservarme para el futuro.

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