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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (29 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—Ambos. John se alistó y yo fui a trabajar en un hospital de campaña en Francia.

—¿Qué pasó con Ruth? —preguntó Ursula, confundida.

—Fue evacuada y pasó la guerra en la casa de un anciano pastor anglicano y su esposa.

—¿Toda la guerra? —exclamó Ursula, impresionada—. ¿Cómo pudo soportarlo?

—La visitaba cuando tenía permiso y periódicamente recibía cartas con chismes de pueblo, necedades de púlpito y comentarios desabridos sobre los niños que vivían allí.

Ursula no dejaba de menear la cabeza. El ceño fruncido expresaba su consternación.

—No puedo imaginar algo así… cuatro años separada de tu hija…

No supe qué decir, cómo explicarlo. ¿Cómo comenzar la confesión de que el amor maternal no es algo instintivo? ¿Cómo decirle que al principio Ruth me parecía una extraña, que ese inevitable sentimiento que une a madres e hijos, sobre el que se han escrito libros y se han fabricado mitos, nunca formó parte de mí?

Tal vez había agotado mi capacidad de empatía con Hannah y la gente de Riverton. Me sentía bien entre extraños, podía consolarlos, alentarlos, incluso ayudarlos a morir. Pero me resultaba difícil establecer vínculos íntimos. Prefería las amistades ocasionales. Estaba absolutamente incapacitada para afrontar las exigencias emocionales de la maternidad.

Ursula me eximió de dar más explicaciones.

—Supongo que la guerra imponía sacrificios —señaló, y apretó mi mano.

Sonreí, tratando de no sentirme hipócrita. Me preguntaba qué pensaría ella si hubiera sabido que lejos de lamentar mi decisión de apartarme de Ruth, la disfruté. Que después de haber deambulado durante una década por empleos tediosos y relaciones huecas, sin poder dejar atrás lo sucedido en Riverton, encontré en la guerra mi camino.

—Entonces, al terminar la guerra decidió ser arqueóloga.

—Sí —afirmé con voz ronca—. Después de la guerra.

—¿Por qué eligió la arqueología?

La respuesta es tan complicada que sólo pude decir:

—Fue una revelación.

Aquello le encantó.

—¿De verdad? ¿Durante la guerra?

—Entre tanta muerte, tanta destrucción, de alguna manera las cosas para mí se aclararon.

—Sí, entiendo.

—Me encontré preguntándome acerca de lo efímero de la existencia. Pensaba que algún día la gente habría olvidado todo lo sucedido: la guerra, la muerte, la destrucción. Tal vez eso ocurriera al cabo de cientos o miles de años, pero finalmente los hechos se desvanecerían, serían parte del pasado. En la imaginación de la gente, su salvajismo y sus horrores serían reemplazados por los que aún estaban por llegar.

—Es difícil de imaginar —declaró Ursula meneando la cabeza.

—Pero no es difícil que suceda. Las guerras púnicas de Cartago, la guerra del Peloponeso, la batalla de Artemisium, todas han quedado reducidas a episodios de los libros de historia. —Me detuve un instante. La vehemencia me había cansado, me había dejado sin aliento. No estoy acostumbrada a conversar tan seguido. Cuando volví a hablar mi voz sonó aflautada—. Descubrir el pasado, conocerlo, se convirtió para mí en una obsesión.

Ursula sonrió, sus ojos brillaban.

—Comprendo exactamente a qué se refiere. Ese es el motivo por el que me dedico a filmar películas históricas. Usted descubre el pasado y yo trato de recrearlo.

—Sí —confirmé, y comprendí que hasta entonces no lo había pensado en esos términos.

—La admiro, Grace. Ha hecho grandes cosas en su vida.

—Ilusiones pasajeras —aseguré, encogiéndome de hombros—. Déle a alguien más tiempo libre, y verá cómo lo aprovecha mejor.

—Es usted demasiado modesta —comentó Ursula, riendo—. Seguramente no fue fácil. Una mujer en la década de los cincuenta, una madre, tratando de completar su educación secundaria. ¿La apoyó su esposo?

—Para entonces estaba sola.

—Pero ¿cómo lo hizo?

—Durante largo tiempo me dediqué a estudiar a tiempo parcial. Durante el día Ruth estaba en la escuela y, además, tuve una vecina encantadora, la señora Finbar, que se quedaba con ella por la noche mientras yo trabajaba. Afortunadamente, no necesité hacerme cargo de los gastos de su educación.

—¿Una beca?

—En cierto modo. Recibí inesperadamente un dinero.

—Su esposo —aventuró Ursula frunciendo los ojos a modo de condolencia—. ¿Murió en la guerra?

—No, lo que murió fue nuestro matrimonio.

La mirada de Ursula se dirigió nuevamente hacia la fotografía de mi boda.

—Nos divorciamos cuando él regresó a Londres. Para entonces los tiempos habían cambiado. Todos habíamos visto y padecido muchas cosas. Me pareció absurdo continuar unida a un esposo que me era indiferente. Él se marchó a los Estados Unidos y se casó con la hermana de un soldado estadounidense, al que había conocido en Francia. El pobre murió poco después en un accidente de tráfico.

—Lo siento —dijo Ursula meneando la cabeza.

—No lo sienta, no por mí. Fue hace mucho tiempo, apenas lo recuerdo. Aparece esporádicamente en mi memoria, casi como un sueño. Es Ruth quien lo añora. Nunca me ha perdonado.

—Ella habría querido que siguieran juntos.

Asentí. Dios sabe que mi incapacidad de proveerle de una figura paterna es uno de los dolores que desde siempre han pesado en nuestra relación.

Ursula suspiró.

—Me pregunto si Finn sentirá lo mismo algún día.

—¿Usted y el padre…?

—No habría funcionado —aseguró, con tanta firmeza que me pareció mejor no seguir indagando—. Finn y yo estamos mejor así.

—¿Dónde está Finn ahora?

—Mi madre se ocupa de él. Iban a tomar un helado al parque, es lo último que sé de ellos. —Ursula giró el reloj de pulsera para ver la hora—. ¡Por Dios! No creí que fuera tan tarde. Será mejor que vaya a reemplazarla.

—Estoy segura de que no es necesario. Abuelos y nietos mantienen una relación especial, mucho más simple.

Me pregunto si es siempre así. Tal vez. Un hijo manipula a su antojo una parte de nuestro corazón. Un nieto es diferente. En la relación no intervienen la culpa y la responsabilidad propias de la maternidad. Se ama con libertad.

Cuando naciste, Marcus, quedé conmocionada. Mis sentimientos fueron una hermosa sorpresa. Partes de mí que se habían clausurado decenas de años antes, de las que me había acostumbrado a prescindir, despertaron de pronto. Te sentí parte de mí. Te amé con una intensidad casi dolorosa.

A medida que crecías, te convertiste en mi pequeño amigo. Me seguías por la casa, reclamabas tu propio espacio en mi estudio y explorabas los mapas y las láminas que había traído de mis viajes. Me hacías preguntas, muchas preguntas que nunca me cansaba de responder. De hecho, presumo de ser artífice, en alguna medida, del hombre en el que te has convertido, de tus cualidades y tus logros.

—Tienen que estar por aquí —comentó Ursula, buscando las llaves de su coche en el bolso.

En cuanto vi que se disponía a partir me asaltó el súbito impulso de obligarla a quedarse.

—¿Sabe que tengo un nieto? Marcus. Escribe novelas de misterio.

—Lo sé —indicó sonriente cuando dejó de hurgar en el bolso—. He leído sus libros.

—¿Los ha leído? —le pregunté, gratamente sorprendida.

—Sí, son muy buenos.

—¿Puede guardar un secreto?

Ella asintió con entusiasmo y se acercó a mí.

—Yo no los he leído —susurré—, no del todo.

—Prometo no contarlo —repuso Ursula entre risas.

—Estoy muy orgullosa de él. Lo he intentado, de verdad. Empiezo a leer cada una de sus novelas con gran entusiasmo, pero no importa cuánto las disfrute, sólo consigo llegar hasta la mitad. Adoro los buenos libros de misterio, los de Agatha Christie y otros similares, pero me temo que mi estómago es frágil. Esas descripciones sangrientas tan de moda hoy día no son para mí.

—¡Y trabajó en un hospital de campaña!

—Sí, pero la guerra es una cosa; y el asesinato, otra muy distinta.

—Tal vez el próximo libro…

—Tal vez. Aunque no sé cuándo tendré esa oportunidad.

—¿No está escribiendo?

—Ha sufrido una pérdida hace poco.

—Leí lo de su esposa. Lo siento mucho. Fue un aneurisma, ¿verdad?

—Sí, algo increíblemente repentino.

—Mi padre murió de la misma manera. Yo tenía catorce años. Estaba fuera, en un campamento escolar. No me lo dijeron hasta que regresé a casa.

—Qué terrible.

—Me había peleado con él antes de irme al campamento. Por algún motivo ridículo que ya ni siquiera recuerdo. Al marcharme cerré de un portazo la puerta del coche y no me volví a mirarlo.

—Era joven. Todos los jóvenes hacen lo mismo.

—Sigo pensando en él todos los días. —Ursula cerró los ojos, los apretó y los volvió a abrir, alejando los recuerdos—. ¿Cómo está Marcus?

—Lo lleva muy mal. Se siente culpable.

Ursula asintió. No parecía sorprendida. Comprendía qué es la culpa y cómo funciona.

—No sé dónde está —agregué.

Ursula me miró, frunciendo el ceño.

—¿A qué se refiere?

—Ha desaparecido. Ruth y yo no sabemos dónde vive. Ha estado viajando casi todo el año.

—¿Pero está bien? ¿Han tenido alguna noticia de él? ¿Una llamada telefónica? ¿Una carta? —preguntó Ursula, tratando de leer la respuesta en mis ojos.

—Sólo postales. Ha enviado algunas postales. Pero sin domicilio al cual responder. Me temo que no quiere que lo encontremos.

—Grace, cuánto lo siento —declaró, mirándome con sus ojos bondadosos.

—También yo.

Entonces le hablé sobre las grabaciones. Sobre lo mucho que necesito encontrarle. Y le dije que no se me ocurre qué más hacer aparte de eso.

—Es perfecto —aseguró Ursula enfáticamente—. ¿Adónde las envía?

—Tengo una dirección en California, de un antiguo amigo suyo. Las envío allí, pero no sé si él las recibe.

—Apuesto a que sí.

Yo necesitaba oír algo más que meras formalidades, palabras bien intencionadas.

—¿De verdad lo cree?

—Desde luego —aseguró con voz firme, llena de la certeza propia de la juventud—. Lo creo, y sé que volverá. Sólo necesita espacio y tiempo para comprender que no fue culpa suya. Que él nada podía hacer para cambiar las cosas. —Entonces se puso de pie, cogió mi
walkman
y lo dejó suavemente en mi regazo—. Siga hablando con él, Grace —aconsejó, y me dio un beso en la mejilla—. Él vendrá. Ya lo verá.

¿Dónde estaba? ¿En 1915? No, en 1916. La guerra arrasaba el territorio de Flandes, el mayor y lord Ashbury ya estaban al abrigo de sus tumbas, y aún transcurrirían dos largos años de masacre, de devastación. Jóvenes de todos los confines del planeta bailaban el sangriento vals de la muerte. El mayor, luego David…

No. No tengo la fortaleza ni el deseo de revivirlo. Lo que he dicho es suficiente. En cambio, tomaré impulso y recordaré: «Era noviembre de 1918…», y como por arte de magia así será.

Regresaremos a Riverton. Hannah y Emmeline, que habían pasado los dos últimos años de guerra en Londres, en la casa de lady Violet, acaban de llegar para vivir junto a su padre. Pero han cambiado. Han crecido desde la última vez que hablamos. Hannah tiene dieciocho años, está a punto de hacer su presentación en sociedad. Emmeline tiene catorce, y se asoma al umbral del mundo de los adultos, al que está impaciente por unirse.

Aquellos juegos, los que solían jugar dos años antes, ya no existen. Desde la muerte de David, El Juego también ha muerto. (Regla número tres: Los jugadores sólo pueden ser tres; ni más, ni menos).

Una de las primeras cosas que hace Hannah al volver a Riverton es recuperar el arcón chino que está en el ático. La veo hacerlo, aunque ella no lo sabe. La sigo mientras lo coloca cuidadosamente en una bolsa de tela y lo lleva al lago, eludiendo a Emmeline.

Me oculto en el trecho donde el sendero que va de la fuente de Ícaro hasta el lago se hace más angosto y la observo mientras lleva su bolsa por la orilla del lago, hacia el cobertizo de los botes. Se detiene un momento, mira a su alrededor, y yo me agacho entre los arbustos para que no me descubra.

Va hacia la loma, se queda de pie de espaldas a la cresta, y adelanta un pie de modo que el tacón de una de sus botas toque la punta de la otra. Sigue hacia el lago, cuenta tres pasos y se detiene. Repite esos movimientos tres veces. Después se arrodilla en el suelo y abre la bolsa. Saca una pequeña pala, que seguramente cogió cuando Dudley no la veía.

Comienza a cavar. Es difícil al principio, porque la orilla del lago está cubierta de cantos rodados, pero poco después llega hasta la tierra que está debajo y puede trabajar más rápido. No interrumpe su tarea hasta que el montículo de tierra que se ha formado a su lado tiene unos treinta centímetros de altura.

Entonces saca de la bolsa el arcón chino y lo introduce en el agujero. Está a punto de cubrirlo con tierra pero duda. Recupera el arcón, lo abre, saca uno de los pequeños libros que guarda en su interior. Abre el relicario que lleva colgado al cuello y oculta el libro. Luego vuelve a poner la caja en el agujero y la entierra.

La dejo a solas a la orilla del lago. El señor Hamilton se preguntará dónde estoy y no está de humor para tolerar faltas. La cocina de Riverton bulle de excitación con los preparativos para la primera celebración desde que comenzara la guerra, y el mayordomo nos ha recalcado que los invitados de esta noche, empresarios e inversionistas, son «Muy Importantes para el Futuro de la Familia».

Y lo eran. Jamás habríamos imaginado cuan importantes.

Capítulo 12

Nuevo

—Dinero fresco —declaró la señora Townsend dirigiéndonos una mirada cómplice a Myra, al señor Hamilton, y por último a mí. Estaba inclinada sobre la mesa de pino venciendo la resistencia de una bola de masa con su rodillo de mármol. Se detuvo y se secó la frente, dejando una estela de harina sobre sus cejas—. Los norteamericanos son expertos en hacer eso —sentenció, con un tono neutro.

—Sí, señora Townsend —aseveró el señor Hamilton, observando el salero y el pimentero de plata que debían ser lustrados—, pero aunque es cierto que la señora Luxton es miembro de la familia Stevenson de Nueva York, creo que estará de acuerdo conmigo en que el señor Luxton es tan inglés como usted o yo. Según
The Times
, es del norte del país. —El señor Hamilton miró a la cocinera por encima de la media montura de sus gafas—. Un hombre que se ha hecho a sí mismo.

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