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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (30 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—Hecho a sí mismo, no me cabe duda —resopló la señora Townsend—. Y supongo que su casamiento con una joven de familia rica no ha tenido nada que ver, claro.

—Si bien el señor Luxton se casó con la heredera de una familia adinerada —respondió remilgadamente el señor Hamilton—, ciertamente ha hecho su parte para acrecentar su fortuna. Nadie puede negar que es un empresario brillante. Son pocas las ramas de la industria que no haya abarcado: textil, manufacturas, productos farmacéuticos. Especialmente desde la guerra.

—No me importa que sea dueño de media Inglaterra —protestó la señora Townsend—. Eso no cambia el hecho de que sea un nuevo rico —advirtió, señalándonos sucesivamente con el rodillo—. Un nuevo rico que anda a la caza de aristócratas.

—Al menos ellos
tienen
dinero —replicó Myra—. Creo que por aquí agradeceremos el cambio.

El señor Hamilton se irguió y me dirigió una mirada adusta, aun cuando no había sido yo quien pronunció la frase. Durante la guerra, Myra había pasado la mayor parte del tiempo trabajando fuera de casa y eso la había cambiado. Seguía tan eficiente como siempre, pero cuando nos sentábamos en torno a la mesa de los sirvientes y hablábamos de nuestro mundo, ella expresaba su crítica, era más propensa a cuestionar el modo en que se hacían las cosas. Yo, por el contrario, aún no había sido corrompida por fuerzas externas. Y como buen pastor, el señor Hamilton había decidido que era mejor renunciar a una oveja descarriada que descuidar el rebaño. Por lo tanto, no me quitaba los ojos de encima.

—Me sorprendes, Myra —objetó, mirándome—, sabes que los negocios del amo no son asunto nuestro.

—Lo siento, señor Hamilton —contestó Myra, aunque en su voz no había indicios de arrepentimiento—. Todo lo que sé es que desde que el señor Frederick heredó Riverton ha estado clausurando salones sin cesar. Por no hablar de que ha vendido todos los muebles del ala oeste. El escritorio de caoba, la cama danesa con dosel de lady Ashbury. Dudley dice que pronto venderá los caballos —agregó echándome un vistazo por encima del paño que usaba para lustrar.

—Su Señoría es, sencillamente, prudente —afirmó el señor Hamilton, dirigiéndose a Myra para fundamentar su defensa—. Las habitaciones del ala oeste fueron clausuradas porque tú estabas ocupada con el trabajo en la estación y Alfred en el extranjero. Era demasiado trabajo para que la joven Grace pudiera hacerlo sin ayuda. En cuanto a los caballos, ¿para qué los necesita, si tiene sus excelentes automóviles?

Las preguntas quedaron flotando en la fría atmósfera invernal. El mayordomo se quitó las gafas, buscó un paño y las limpió con gesto triunfal. Luego volvió a ponérselas y prosiguió.

—Para tu información, los establos serán convertidos en unas flamantes cocheras. Las más grandes de todo Essex.

Myra no se sorprendió.

—Sin embargo —apuntó en voz más baja— en el pueblo hay rumores…

—Infundados.

—¿Qué clase de rumores? —preguntó la señora Townsend, mientras sus generosos pechos se balanceaban con cada movimiento de su rodillo—. ¿Acerca de los negocios del amo?

Vimos sombras que se movían en la escalera. Apareció ante nosotros una mujer delgada de mediana edad.

—Señorita Starling… —balbuceó el señor Hamilton—. No la había visto. Venga, Grace le preparará una taza de té —y me miró, con la boca tan prieta como un monedero—. Una taza de té para la señorita Starling, Grace —ordenó, dirigiéndose a la cocina.

La señorita Starling carraspeó antes de salir del descansillo de la escalera y dirigirse de puntillas con una pequeña máquina de escribir bajo su pecoso brazo hasta la silla más cercana.

Lucy Starling era la secretaria del señor Frederick. En un principio había sido contratada para la fábrica de Ipswich. Cuando la guerra terminó y la familia se estableció de forma permanente en Riverton, ella comenzó a acudir dos veces por semana a la finca para trabajar en el estudio del señor Frederick. Su aspecto era totalmente anodino. Cabello castaño claro oculto bajo un modesto sombrero de paja, falda de colores sobrios, marrón o verde oliva, una sencilla blusa blanca. Su único adorno, un pequeño camafeo blanco, parecía resaltar su vulgaridad dejando tristemente a la vista el sencillo pasador de plata.

Había perdido a su novio en el Saliente de Ypres y su duelo no era más digno de mención que su vestimenta. Su dolor, por excesivamente razonable, no despertaba sentimientos de solidaridad. Myra, que sabía de esas cosas, dijo que era una verdadera lástima que hubiera perdido a un hombre que estaba dispuesto a casarse con ella, porque un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, y con su aspecto y su edad, lo más probable era que terminara sus días como una solterona. Más aún, agregó sabiamente, teníamos que estar especialmente atentos a que no faltara nada arriba, dado que era probable que a la señorita Starling el futuro le resultara indiferente.

Myra no era la única que sospechaba de la señorita Starling. La llegada de esa mujer silenciosa, apocada y, sin duda, escrupulosa creó entre el servicio un revuelo que ahora resultaría inimaginable.

Su actitud nos desorientaba. No era correcto, según decía la señora Townsend, que una jovencita de la clase media se tomara ciertas libertades en la casa, como sentarse en el estudio del amo, y que anduviera por ahí con una actitud engreída que no condecía con su posición. Y aunque con su débil y pálido cabello castaño, sus vestidos hechos en casa y su tímida sonrisa dudosamente podía acusarse a la señorita Starling de ser engreída, yo comprendía la incomodidad de la señora Townsend. Los límites entre los de arriba y los de abajo, que habían estado claramente delineados, habían comenzado a desdibujarse con la llegada de la señorita Starling. Porque si bien no podíamos considerarla una de Ellos, tampoco era una de los Nuestros.

Esa tarde, con su presencia en la sala de los sirvientes las mejillas del señor Hamilton se convirtieron en cerezas y sus dedos comenzaron a pasearse nerviosamente por la solapa. La singular posición de la señorita Starling desconcertaba particularmente al señor Hamilton, que veía en la pobre y fiable mecanógrafa un adversario. Si bien en calidad de mayordomo era el jefe de los sirvientes, responsable de supervisar el funcionamiento de toda la casa, una secretaria personal tenía acceso a los flamantes secretos de los negocios de la familia.

El señor Hamilton sacó su reloj de oro del bolsillo y ampulosamente comparó la hora con la que marcaba el reloj de pared. Estaba inmensamente orgulloso de ese reloj, un regalo del difunto lord Ashbury que lograba devolverle la serenidad y lo ayudaba a conservar su autoridad en momentos de tensión o incomodidad. Luego recorrió su esfera con su pulgar pálido y firme y por fin preguntó:

—¿Dónde está Alfred?

—Poniendo la mesa, señor Hamilton —respondí, aliviada. El tenso silencio finalmente se había evaporado.

—¿Todavía? —el señor Hamilton cerró bruscamente el reloj, complacido al ver que su agitación podía centrarse en algo concreto—. Ha pasado casi un cuarto de hora desde que lo envié con las copas de brandy. Me gustaría saber qué le han estado enseñando a ese chico en el ejército. Desde su regreso ha estado tan errático como una pluma.

Me estremecí como si la crítica se hubiera dirigido a mí.

—Suele sucederle a los que vuelven. Algunos de los que llegan a la estación tienen un aspecto muy extraño —comentó Myra, dejando de lustrar las copas de vino mientras buscaba las palabras adecuadas—. Parecen nerviosos y un poco irritables.

—En efecto —asintió la señora Townsend, meneando la cabeza—. Necesita alimentarse bien. Creo que tú estarías igual si hubieras sobrevivido con las raciones del ejército, comida enlatada y carne en conserva.

La señorita Starling se aclaró la voz y comentó con cuidada dicción:

—Lo llaman trauma de guerra, según creo. —Miró tímidamente a su alrededor, mientras nosotros permanecíamos en silencio—. Al menos eso es lo que he leído. Afecta a muchos hombres. Tal vez Alfred esté entre ellos.

Mi mano resbaló y las hojas de té negro cayeron sobre la mesa de pino de la cocina.

La señora Townsend dejó su rodillo y se remangó los puños enharinados. Tenía las mejillas encendidas.

—Escúcheme —espetó, con una autoridad que sólo detentan las madres y los policías—. No toleraré que esas palabras se pronuncien en mi cocina. Alfred no tiene ningún problema que mis comidas no puedan solucionar.

—Por supuesto que no, señora Townsend —corroboré, echando un vistazo a la señorita Starling—. Alfred estará como nuevo en cuanto haya comido alguno de sus excelentes platos.

—Después de los submarinos alemanes y el racionamiento, mis cenas ya no pueden compararse con las de antes, es cierto —alegó la señora Townsend mirando a la secretaria. Y añadió con voz trémula—: Pero sé bien lo que le gusta al joven Alfred.

—Por supuesto —aseveró la señorita Starling, mientras sus mejillas empalidecían, y se destacaban sus pecas—. No quise sugerir… —Sin encontrar las palabras apropiadas, su boca siguió gesticulando, hasta que los labios dibujaron una leve sonrisa—. Sin duda usted conoce mejor a Alfred.

La señora Townsend asintió suavemente, enfatizando su actitud con un nuevo ataque a la masa del pastel. La cargada atmósfera se aligeró un poco y el señor Hamilton se dirigió a mí. La tensión de la tarde se reflejaba en su rostro.

—Termina con eso, niña —ordenó cansinamente—. Y luego puedes ir a ayudar arriba. Las jóvenes tienen que vestirse para la cena. Pero no te entretengas demasiado. Todavía hay que colocar las tarjetas de posición y los arreglos florales en la mesa.

Cuando, al finalizar la guerra, el señor Frederick y sus hijas se establecieron permanentemente en Riverton, Hannah y Emmeline eligieron nuevas habitaciones en el ala este. Habían dejado de ser huéspedes y esa actitud, subrayó Myra, era tan sólo un paso necesario para reafirmar su condición de residentes. Desde la habitación de Emmeline se veía el jardín que estaba al frente de la casa, con la fuente de Eros y Psique, mientras que Hannah prefirió la más pequeña, que tenía vistas a la rosaleda, y más allá, al lago. Las dos habitaciones estaban comunicadas por una pequeña sala de estar, a la que siempre se había denominado «sala borgoña», aunque nunca pude explicarme el motivo, dado que las paredes lucían un pálido color azul y las cortinas, un diseño floral de Sanderson de tonos azules y rosados.

La habitación no daba muestra alguna de tener nuevos habitantes. Por el contrario, conservaba el sello característico del antiguo morador que había supervisado su decoración. Estaba cómodamente equipada con una
chaise longue
rosácea debajo de una ventana y un escritorio de cedro debajo de la otra. Junto a la puerta del vestíbulo, un sillón señorial tapizado con otro diseño Sanderson de color azul. Sobre una pequeña mesa de cedro, como si sus tímidos pétalos rojos no se atrevieran a abrirse por completo, se veía la única innovación del lugar: un gramófono, que por su misma novedad parecía sonrojar a los recatados muebles antiguos.

Mientras avanzaba por el sombrío pasillo, los nostálgicos compases de una canción que me resultaba familiar se filtraban por la rendija de la puerta cerrada, mezclándose con el aire añejo y frío que rozaba los zócalos. «Si fueras la única mujer del mundo, y yo el único hombre…».

Era la canción favorita de Emmeline, la que se oía sin cesar desde que llegara de Londres. En las dependencias de los sirvientes todos la cantábamos. Incluso habíamos oído al señor Hamilton silbándola en su despacho.

Llamé a la puerta, entré, crucé la alfombra que alguna vez fuera digna de elogio y me ocupé de ordenar la pila de sedas y satenes amontonados sobre el sillón. Me gustaba esa tarea. Sin embargo, aun cuando había añorado que las chicas regresaran, tras los dos años de ausencia la familiaridad que antes había sentido al servirlas se había evaporado. Una silenciosa revolución había tenido lugar: las dos niñas con delantales y trajes de paseo demasiado pequeños habían sido reemplazadas por dos jovencitas. Volví a actuar con timidez frente a ellas.

Y había algo más, algo vago e irritante. Donde antes había tres, sólo quedaban dos. La muerte de David había deshecho el triángulo abriendo una grieta invisible. Dos puntos son inestables. Sin un ancla, nada puede evitar que vayan en direcciones opuestas. Si están unidos por una cuerda, finalmente ésta se cortará y los extremos se separarán. Si es elástica, seguirán alejándose, más y más, hasta que la cuerda llegue al límite de su tensión y las impulse de vuelta al lugar de partida con tal velocidad que no podrán evitar un choque devastador.

Hannah estaba tendida en la
chaise longue
con un libro en la mano y el ceño ligeramente fruncido. Con la mano libre se cubría la oreja, en un vano intento de protegerse de la ruidosa efervescencia del disco.

El libro era
Retrato del artista adolescente
, el último de James Joyce. Leí el título en el lomo, aunque no me estaba permitido. Hannah estaba cautivada con su lectura desde que llegaron.

Emmeline, de pie en el centro de la habitación, se miraba en un espejo de cuerpo entero que habían traído de otro dormitorio. Sostenía por la cintura un vestido que hasta entonces no le había visto, de tafetán rosado con volantes en el bajo. Supuse que era otro de los regalos de su abuela, comprado con la firme convicción de que, dada la escasez de candidatos para el casamiento, no había que desperdiciar ninguna oportunidad.

El último resplandor de sol invernal brilló a través de la ventana de estilo francés, y como arrobado tiñó de dorado los bucles de Emmeline, cayendo en ángulo recto a sus pies. Ella, sin apreciar tales sutilezas, se balanceaba haciendo crujir el tafetán rosado, mientras oía la grabación y cantaba, con una hermosa voz teñida por su propio anhelo de vivir un romance. Cuando la última nota se esfumó, junto con el rayo de sol, el disco siguió girando y chocando con la púa. Emmeline dejó el vestido en el sillón vacío y giró por la habitación. Luego colocó nuevamente el brazo del gramófono sobre el borde del disco.

Hannah levantó la vista de su libro. Su larga melena había desaparecido en Londres, junto con los últimos rastros de infancia. En ese momento las suaves ondas doradas de su cabello le llegaban a los hombros.

—Otra vez no, Emmeline —suplicó, con el ceño fruncido—. Pon otra cosa.
Lo que sea
.

—Pero es mi preferida.

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