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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (32 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—¿Dónde entonces?

—En la escuela de secretarias del pueblo.

—¿Cuándo?

—Empecé hace mucho tiempo, al comienzo de la guerra. Me sentía inútil y me parecía que era una buena manera de contribuir con los objetivos de la guerra. Cuando nos fuimos a vivir con la abuela pensé que podría conseguir trabajo, habiendo tantas oficinas en Londres, pero las cosas no salieron como tenía previsto. Cuando por fin pude librarme de la abuela para buscarlo, no me cogieron. Alegaron que era muy joven. Pero ahora tengo dieciocho. Encontraré un empleo. He practicado mucho y soy muy rápida.

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie más que tú.

Oculta entre los vestidos, mientras Hannah seguía destacando las virtudes de su formación, sentí que perdía algo. Una confidencia, largo tiempo guardada. Sentí cómo se alejaba, flotando entre las sedas y los satenes, hasta aterrizar entre las silenciosas motas de polvo del oscuro suelo del guardarropa donde se desvaneció.

—¿Y bien? —estaba diciendo Hannah—. ¿No te parece emocionante?

Emmeline resopló.

—Me parece artero. Y estúpido. Y lo mismo le parecerá a papá. Una cosa es el trabajo voluntario durante la guerra, pero esto… Es ridículo, y harías bien en quitártelo de la cabeza. Papá nunca te dará su autorización.

—Por eso se lo diré durante la cena. Es la ocasión perfecta. Si está rodeado de otras personas, tendrá que decir que sí. Especialmente si son norteamericanos, ellos tienen ideas muy modernas.

—No puedo creer que seas capaz de hacerlo —señaló Emmeline enfurecida.

—No sé por qué estás tan disgustada.

—Porque… no es… —Emmeline buscaba un argumento adecuado—. Porque se supone que esta noche eres la anfitriona y en lugar de asegurarte de que la velada transcurra tranquilamente vas a avergonzar a papá. Harás una escena frente a los Luxton.

—No voy a hacer una escena.

—Siempre dices una cosa y luego haces otra. ¿Por qué no puedes ser sencillamente…?

—¿Normal?

—Te has vuelto completamente loca. ¿A quién puede interesarle trabajar en una oficina?

—Quiero conocer el mundo. Viajar.

—¿A Londres?

—Es el primer paso. Quiero ser independiente. Conocer gente interesante.

—Más interesante que yo, quieres decir.

—No seas tonta. Me refiero simplemente a personas diferentes, que tengan cosas inteligentes que contar. Cosas que no haya oído antes. Quiero ser libre, Emme. Estar abierta a cualquier aventura que pueda presentarse.

Miré el reloj que estaba en la pared del dormitorio de Emmeline. Eran las cuatro en punto. El señor Hamilton me haría una escena si no bajaba rápidamente. Pero tenía que oír más, saber cuál era exactamente la naturaleza de las aventuras que Hannah deseaba vivir. Tomé la decisión más arriesgada. Cerré el armario, me colgué el vestido azul del brazo y fui vacilante hacia la puerta.

Emmeline seguía sentada en el suelo, con el cepillo en la mano.

—¿Por qué no vas a pasar una temporada con amigos de papá en algún lugar? Yo también podría ir. A casa de los Rothermere, en París.

—¿Y tolerar que lady Rothermere vigile cada uno de mis pasos? ¿O peor aún, que me endilgue a esa espantosa hija suya? —El rostro de Hannah era un modelo de desdén—. Eso está muy lejos de ser independiente.

—También trabajar en una oficina.

—Tal vez, pero tengo que conseguir dinero de alguna manera. No voy a mendigar ni a robar, y no conozco a nadie a quien pueda pedírselo prestado.

—¿Y papá?

—Ya oíste a la abuela. Algunas personas se han enriquecido con la guerra, pero papá no es uno de ellos.

—Bueno, pienso que es una idea horrible. Es, sencillamente, descabellada. Papá nunca lo permitirá… Y la abuela… —Emmeline tomó aire, exhaló profundamente y dejó caer los hombros. Cuando volvió a hablar su voz sonó débil e infantil—. No quiero que me dejes. —Sus ojos buscaron los de Hannah—. Primero David, y ahora tú.

El nombre de su hermano fue un golpe para Hannah. No era un secreto que ella había llorado más que nadie por su muerte. Todavía estaban en Londres cuando llegó la horrenda nota con ribete negro. Por aquellos días las noticias viajaban a través de las dependencias de los criados de toda Inglaterra y así supimos del alarmante desánimo de la señorita Hannah. Causó mucha preocupación que se negara a comer. La señora Townsend quiso prepararle tartas de frambuesas, sus favoritas, para enviárselas a Londres.

Indiferente al efecto que había producido al mencionar a David o enteramente consciente de él, Emmeline continuó.

—¿Qué haré, sola en esta enorme casa?

—No estarás sola —apuntó serenamente Hannah—. Papá estará aquí para acompañarte.

—Menudo consuelo. Sabes perfectamente que a él no le importo.

—Le importas mucho, Emme, como todos nosotros —aseguró Hannah con firmeza.

Emmeline echó un vistazo por encima del hombro y yo me acurruqué contra el vano de la puerta.

—Pero en realidad no le gusto. No le agrada mi personalidad. No tanto como la tuya.

Hannah abrió la boca para decir algo, pero Emmeline se apresuró a continuar.

—No finjas no saberlo. He visto de qué manera me mira cuando cree que no puedo verlo. Desconcertado, como si no supiera exactamente quién soy. —Los ojos de Emmeline se pusieron vidriosos, pero no lloró. Su voz era un susurro—. Es porque me culpa por la muerte de nuestra madre.

Hannah se sonrojó.

—No es cierto. No te atrevas a decir eso. Nadie te culpa por la muerte de nuestra madre.

—Papá me culpa.

—No lo hace.

—Oí que la abuela le decía a lady Clem que papá nunca volvió a ser el mismo después de lo que le ocurrió a nuestra madre. —Emmeline hablaba con una firmeza que me sorprendió—. No quiero que me dejes —suplicó, y levantándose del suelo, se fue a sentar junto a Hannah y le cogió la mano. Un gesto inusual que aparentemente debió impresionar a Hannah casi tanto como a mí—. Por favor —rogó y comenzó a llorar.

Permanecieron sentadas una junto a otra. Emmeline sollozaba. Sus últimas palabras habían quedado flotando en el aire. La expresión de Hannah mostraba su terquedad habitual, pero detrás de las mandíbulas firmes, de la boca obstinada, percibí algo más. Un nuevo aspecto, que no tenía nada que ver con la lógica adquisición de la madurez.

Entonces comprendí. Ella había pasado a ser la mayor y había heredado la imprecisa, despiadada y no deseada responsabilidad que implicaba su jerarquía dentro de la familia.

Hannah miró a Emmeline y adoptó una actitud alegre.

—Vamos, cálmate —repuso, dando unos golpecitos en la mano de Emmeline—. No querrás sentarte a la mesa con los ojos enrojecidos.

Volví a mirar el reloj. Las cuatro y cuarto. El señor Hamilton debía de estar bufando. No tenía modo de remediarlo…

Regresé a la habitación con el vestido colgado del brazo.

—Su vestido, señorita —dije a Emmeline.

Ella no me respondió. Yo fingí no ver las lágrimas que humedecían sus mejillas. Me concentré en el vestido, arreglé una puntilla de encaje.

—Ponte el rosa, Emme —sugirió suavemente Hannah—. Es el que mejor te queda.

Emmeline seguía inmóvil.

Miré a Hannah pidiendo instrucciones. Ella asintió.

—El rosa.

—¿Y usted, señorita?

Eligió el vestido de satén color marfil, tal como había anticipado Emmeline.

—¿Estarás aquí esta noche, Grace? —preguntó Hannah mientras yo iba al guardarropa para buscar su hermoso vestido de seda y el corsé.

—No lo creo, señorita. Alfred ha sido desmovilizado. Él ayudará al señor Hamilton y a Myra en la mesa.

—Ah, claro. —Hannah volvió a tomar su libro, lo abrió, lo cerró, pasó sus dedos suavemente por el lomo. Luego me preguntó con voz cautelosa—: Pensaba preguntártelo. ¿Cómo está Alfred?

—Está bien, señorita. Tuvo un resfriado cuando llegó pero la señora Townsend lo curó con un poco de limón y ha estado bien desde entonces.

—Ella no se refiere a su estado
físico
—intervino inesperadamente Emmeline—, sino a cómo está su cabeza.

—¿Su cabeza, señorita? —pregunté a Hannah, que fruncía ligeramente el ceño mirando a Emmeline.

—Sí —indicó Emmeline dirigiéndose a mí con los ojos enrojecidos—. Ayer, mientras servía el té, se comportó de una manera sumamente peculiar. Estaba pasando los dulces, como de costumbre, cuando de pronto la bandeja comenzó a temblar. Hacía un sonido hueco, sobrenatural —recordó riéndose—. Le temblaba el brazo. Yo esperé a que se quedara quieto para coger una tartaleta de limón pero parecía que no lograba controlarlo. Entonces, la bandeja se deslizó dejando caer una auténtica avalancha de budín Victoria sobre mi mejor vestido. Al principio me disgusté bastante, era en verdad una gran torpeza y el vestido podía haberse estropeado para siempre, pero cuando vi que él seguía allí de pie, con una extraña expresión en la cara, me asusté. —Emmeline se encogió de hombros—. Por fin pudo dominarse y limpió el desastre que había causado. Pero el daño estaba hecho. Tuvo suerte de que yo fuera la única víctima. Papá no habría sido tan indulgente. Y lo sería aún menos si volviera a suceder esta noche —afirmó y me miró fijamente con sus fríos ojos azules—. ¿No crees que suceda, verdad?

—No podría decirlo, señorita —admití, desconcertada. Era la primera noticia que tenía del suceso—. Es decir, no creo que suceda, señorita. Estoy segura de que Alfred está bien.

—Por supuesto —se apresuró a decir Hannah—. No fue más que un accidente. El regreso a casa después de tanto tiempo puede implicar ciertos ajustes. Y esas bandejas parecen terriblemente pesadas, en especial cuando las carga la señora Townsend. Estoy segura de que está tratando de engordarnos a todos.

Hannah sonreía, pero el atisbo de preocupación seguía rondando su frente.

—Sí, señorita —corroboré.

Hannah asintió, dando por terminado el asunto.

—Ahora vamos a ponernos estos vestidos, e interpretar el papel de hijas conscientes de sus deberes frente a los norteamericanos de papá, como es debido.

Capítulo 13

La cena

Mientras recorría el pasillo y bajaba las escaleras volví a repasar lo narrado por Emmeline. Pero tras muchas reflexiones, llegaba siempre a la misma conclusión. Algo sucedía. La torpeza no era un rasgo propio de Alfred. Desde que yo había llegado a Riverton, sólo recordaba un par de ocasiones en las que podía reprochársele algo. Una vez, en un apuro, había usado la bandeja de las bebidas para servir la comida; otra, se había retirado porque tenía gripe. Pero esto era diferente. ¿Volcar todo el contenido de la bandeja? Era casi imposible imaginarlo.

Además, no creía que el episodio fuera ficticio. ¿Qué razón podría tener Emmeline para inventar algo semejante? Había ocurrido y la razón debía de ser la que sugería Hannah. Un accidente, un momento de distracción en que el sol le cegó, un ligero movimiento de la muñeca, una bandeja resbaladiza. Nadie estaba a salvo de que le sucediera, en particular, como había señalado Hannah, una persona que había estado lejos durante unos años y había perdido práctica.

Pero, aunque deseaba creer en esa sencilla explicación, no podía. Porque, en un recoveco de mi mente, estaban acumulados una serie de incidentes similares, o, más precisamente, de detalles sospechosos: malas interpretaciones a preguntas bienintencionadas sobre su salud, reacciones exageradas a supuestas críticas, ceños fruncidos donde antes había risas. En efecto, un aire de extraña irritabilidad acompañaba a Alfred en todo lo que hacía.

Para ser honesta, yo lo había percibido desde la noche misma de su regreso. Habíamos organizado un pequeño festejo. La señora Townsend había preparado una cena especial y el señor Hamilton había obtenido permiso para abrir una botella de vino del amo. Habíamos pasado buena parte de la tarde poniendo la mesa de nuestro comedor, riendo mientras disponíamos de distintas maneras los utensilios tratando de encontrarles la ubicación que más le gustara a Alfred. Creo que esa noche todos estábamos un poco borrachos de alegría, aunque nadie tanto como yo.

Cuando llegó la hora esperada fingimos mal que bien una actitud espontánea. Nuestras miradas expectantes se cruzaban, nuestros oídos registraban cada ruido que llegaba desde el exterior. Por fin, el crujido de la grava, las voces amortiguadas, la puerta de un automóvil que se cerraba. Los pasos que se acercaban. El señor Hamilton se puso de pie, se alisó la chaqueta y se situó junto a la entrada. Un momento de ansioso silencio precedió el golpe en la puerta. Al abrirse, todos nos arrojamos sobre él.

No fue algo dramático. Alfred no salió corriendo, no se disgustó, no se encogió de miedo. Dejó que me llevara su sombrero y luego se quedó de pie, incómodo, en el vano de la puerta, como si temiera entrar. Obligó a sus labios a sonreír. La señora Townsend lo abrazó y lo arrastró a través del umbral como si fuera una pesada alfombra enrollada. Lo condujo hacia su lugar de invitado de honor, a la derecha del señor Hamilton, y todos comenzamos a hablar al mismo tiempo, a reír, a gritar, a hacer un repaso de los hechos sucedidos en los dos últimos años. Todos, excepto Alfred. Lo intentó. Asintió cuando fue necesario, respondió preguntas, incluso trató de sonreír una o dos veces más. Pero sus respuestas eran las de un extraño, similares a las de uno de aquellos belgas de lady Violet, premeditadas para complacer a un auditorio.

No sólo yo lo advertí. Vi la expresión de incomodidad del señor Hamilton, el gesto de rechazo de Myra. Pero nunca hablamos de ello, salvo aquel día en que los Luxton vinieron a cenar, cuando la señorita Starling tuvo el mal tino de dar su opinión. Lo que ocurrió esa noche y las demás observaciones que yo hiciera desde la llegada de Alfred permanecían latentes. Todos entramos en la inercia y fuimos cómplices en un pacto de silencio, simulando que todo era normal. El mundo había cambiado, y Alfred con él.

Cuando llegué al pie de la escalera, el señor Hamilton levantó la vista de la mesa de trabajo.

—¡Grace! Son las cuatro y media y no hay ninguna tarjeta de posición en la mesa. ¿Cómo crees que se sentirán los invitados sin ellas?

Supuse que les resultaría mucho más agradable elegir dónde sentarse en vez de tener un sitio asignado. Pero yo no era Myra y todavía no había aprendido a defenderme.

—No muy bien, señor Hamilton.

—En efecto, no muy bien —afirmó y puso en mis manos un montón de tarjetas con los nombres y un plano con la distribución—. Grace, si ves a Alfred, pregúntale si sería tan amable de bajar. Ni siquiera ha comenzado a preparar el café —agregó cuando me disponía a salir.

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