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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (31 page)

—Esta semana.

Emmeline adoptó una actitud histriónica.

—¿Cómo crees que se sentiría el pobre Stephen si supiera que no quieres escuchar su disco? Fue un regalo. Lo menos que puedes hacer es disfrutarlo.

—Ya lo hemos disfrutado de sobra —declaró Hannah y en ese momento advirtió mi presencia—. ¿No estás de acuerdo, Grace?

Hice una reverencia y sentí que me ruborizaba. No sabía qué responder. Para no verme obligada a hacerlo, me dispuse a encender la lámpara de gas.

—Si yo tuviera un admirador como Stephen Hardcastle —comentó Emmeline con expresión soñadora— escucharía su disco cien veces al día.

—Stephen Hardcastle no es un admirador —aclaró Hannah. La mera sugerencia de que lo fuera parecía horrorizarla—. Lo conocemos desde siempre. Es un amigo, el ahijado de lady Clem.

—Ahijado o no, no creo que llamara todos los días a la casa de Kensington cuando estaba de permiso sólo porque deseaba saber si lady Clem se encontraba bien, ¿verdad?

—¿Cómo puedo saberlo? Están muy unidos —exclamó Hannah, algo irritada.

—Hannah, tanta lectura no te ayuda a ver las cosas, incluso Fanny lo ha notado.

Emmeline dio vueltas a la manivela del gramófono y dejó caer la aguja para que el disco comenzara a girar una vez más. Mientras la sentimental melodía se hacía cada vez más audible, se volvió hacia su hermana y declaró:

—Stephen esperaba que tú le hicieras una
promesa
.

Hannah dobló la esquina de la página que estaba leyendo; luego volvió a desplegarlo, recorriendo con el dedo la marca que había dejado.

—Ya sabes, una promesa de matrimonio —precisó ávidamente Emmeline.

Contuve el aliento. No sabía que Hannah hubiese recibido una propuesta para casarse.

—No soy estúpida —contestó Hannah, sin dejar de mirar la pestaña triangular que tenía bajo el dedo—. Sé lo que esperaba.

—Entonces, ¿por qué no…?

—No iba a prometer algo que no podía cumplir —señaló rápidamente Hannah.

—No puedes ser tan dura. ¿Qué daño podías hacerle riéndote de sus bromas, dejando que susurrara sus tonterías en tu oído? Siempre decías que había que contribuir con los objetivos de la guerra. Si no fueras tan tozuda podrías haberle dado hermosos recuerdos para llevarse al frente.

Hannah puso una señal de tela en la página que estaba leyendo y dejó el libro a un lado, sobre la
chaise longue
.

—¿Y qué le habría dicho a su regreso? ¿Que en realidad él no me importaba?

Durante un instante la convicción de Emmeline pareció esfumarse. Luego resucitó.

—De eso se trata. Stephen Hardcastle no ha regresado.

—Todavía puede hacerlo.

A Emmeline no le quedó otro remedio que encogerse de hombros.

—Todo es posible. Pero, si lo hace, supongo que estará demasiado ocupado festejando su buena fortuna como para preocuparse por ti.

Un silencio pertinaz se interpuso entre las hermanas. La habitación misma parecía tomar partido: las paredes y cortinas se replegaban hacia el rincón de Hannah; el gramófono daba generoso apoyo a Emmeline.

Emmeline se echó sobre el hombro la larga cola de caballo rematada en bucles y comenzó a juguetear con ella. Tomó el cepillo, que estaba en el suelo, debajo del espejo, y la recorrió con largas pasadas. Las cerdas murmuraban llamativamente. Hannah la observó un rato, con el rostro nublado por una expresión que no podía descifrar —exasperación, tal vez, o incredulidad— antes de volver a concentrarse en Joyce.

Levanté el vestido de tafetán rosado que estaba en el sillón.

—¿Éste es el que usará esta noche, señorita? —pregunté suavemente.

Emmeline dio un salto.

—No tienes que aparecer de repente. Casi me matas del susto.

—Lo lamento, señorita —dije, sintiendo que el calor y el rubor subían por mis mejillas. Eché un vistazo a Hannah. Aparentemente no había oído lo sucedido—. ¿Éste es el vestido que ha elegido, señorita?

—Sí, es ése. —Emmeline se mordió ligeramente el labio inferior—. Al menos, eso creo —añadió. Luego observó el vestido, lo cogió y agitó sus volantes—. Hannah, ¿qué te parece? ¿Azul o rosa?

—Azul.

—¿Seguro? —preguntó Emmeline a su hermana, sorprendida—. Creí que era mejor el rosa.

—Entonces el rosa.

—Ni siquiera estás mirando.

Hannah la miró a regañadientes.

—Cualquiera —repuso y dejó escapar un suspiro de frustración—. Los dos están bien.

Emmeline suspiró, molesta.

—Será mejor que traigas el vestido azul. Tengo que volver a mirarlo.

Hice una reverencia y fui hacia el dormitorio. Cuando llegué al guardarropa oí que Emmeline decía:

—Es importante, Hannah. Esta noche asistiré por primera vez a una cena y quiero parecer sofisticada. Tú deberías hacer lo mismo. Los Luxton son norteamericanos.

—¿Y qué?

—No querrás que piensen que no somos refinadas.

—No me preocupa demasiado lo que piensen.

—Pero deberías. Son muy importantes para la empresa de papá. —Emmeline bajó la voz y yo me quedé muy quieta, con la cara oculta entre los vestidos, tratando de comprender lo que decía—. Le oí hablar de ello con la abuela.

—Escuchas las conversaciones de otros a escondidas —la acusó Hannah—, ¡y la abuela creyendo que yo soy la malvada!

—Muy bien —declaró Emmeline, con voz de indiferencia—. Me lo callaré, entonces.

—Por mucho que te esfuerces, no lo conseguirás —advirtió tranquilamente Hannah—. Puedo verlo en tu cara. Estás ansiosa por contarme lo que oíste.

Emmeline se tomó un momento para disfrutar del botín obtenido con sus malas artes.

—Está bien. Ya que insistes, te lo diré —consintió, y luego carraspeó dándose aires de importancia—. Todo empezó porque la abuela decía que la guerra había tenido consecuencias trágicas para esta familia. Que los alemanes le habían arrebatado a los Ashbury su futuro y que el abuelo se revolvería en su tumba si supiera cómo están las cosas. Papá trató de convencerla de que la situación no era tan desesperada pero la abuela no escuchaba. Dijo que tenía edad suficiente para discernir lo que sucedía y que la situación no podía calificarse de otra forma, dado que papá sería el último lord Ashbury si no tenía herederos que lo sucedieran. La abuela declaró que era una vergüenza que papá no hubiera hecho lo que debía, es decir, que no se hubiera casado con Fanny cuando tuvo oportunidad de hacerlo.

»Papá se puso insolente y le dijo que si bien había perdido a su heredero, todavía tenía su fábrica y que ella no tenía por qué seguir preocupándose, que él se ocuparía de todo. Sin embargo, la abuela no se tranquilizó. Dijo que los abogados estaban empezando a hacer preguntas.

»Entonces papá guardó silencio un rato y yo empecé a preocuparme. Pensé que estaría de pie y que iría hacia la puerta y me descubriría. Casi reí de alivio cuando volvió a hablar, y comprendí que todavía estaba en su silla.

—Sí, sí, ¿y qué fue lo que dijo?

Emmeline continuó con la actitud sutilmente optimista de un actor que está a punto de terminar un complicado discurso.

—Contestó que si bien era cierto que las cosas se habían puesto difíciles a causa de la guerra, había desistido de fabricar aviones y había retomado la fabricación de automóviles. Los malditos abogados, él los calificó de esa manera, podrían cobrar su dinero. Explicó que un conocido suyo, fabricante de aviones durante la guerra, le había ofrecido invertir en su fábrica y que lo ayudaría a que fuera más rentable. Se trataba del señor Simion Luxton, una persona con contactos entre los empresarios y el gobierno. —Emmeline suspiró triunfante. Había pronunciado con éxito su monólogo—. Y así terminó la conversación, o casi. Nunca oí a papá tan apurado como cuando la abuela mencionó a los abogados. Entonces decidí que haría todo lo posible para ayudarlo a causar buena impresión al señor Luxton, y que pueda conservar su fábrica.

—No sabía que tuvieras tanto interés por él.

—Por supuesto que lo tengo —aseguró Emmeline remilgadamente—. Y no tienes por qué disgustarte conmigo sólo porque esta vez sepa más que tú.

Después de un rato, Hannah dijo:

—Supongo que la súbita y ardiente devoción que te despiertan los negocios de papá no tiene nada que ver con el hijo de Luxton, el joven de la fotografía en el periódico que tanto alborotó a Fanny.

—¿Theodore Luxton? ¿Está invitado a la cena? No tenía la menor idea —contestó Emmeline, aunque en su voz se percibía cierta alegría.

—Eres demasiado joven para él. Tiene unos treinta años.

—Tengo casi quince, y todo el mundo dice que parezco mayor. Además, Fanny piensa que algunos hombres prefieren casarse con mujeres menores de dieciocho.

—Sí, hombres raros, que prefieren casarse con una niña en lugar de con una mujer.

—Tengo edad suficiente para enamorarme, ¿sabes? Julieta sólo tenía catorce años.

—Y mira lo que le pasó.

—Eso fue sólo un malentendido. Si ella y Romeo se hubieran casado y sus tontos y ancianos padres hubieran dejado de causarles problemas, estoy segura de que habrían sido felices para siempre. —Emmeline suspiró—. Estoy impaciente por casarme.

—El matrimonio es mucho más que tener un hombre apuesto con quien bailar —afirmó Hannah—. Hay otras cosas, como sabes.

El gramófono había terminado de tocar la canción, pero el disco seguía girando.

—¿Qué otras cosas?

Mis mejillas, apoyadas en la fría seda de los vestidos de Emmeline, se entibiaron.

—Cosas privadas —explicó Hannah—. Intimidades.

—Oh —exclamó Emmeline—.
Intimidades
. Pobre Fanny. —Su voz era casi inaudible.

Se hizo un silencio durante el cual las tres reflexionamos sobre el infortunio de la pobre Fanny, recién casada y atrapada en su luna de miel con un Hombre Extraño.

Yo ya no era totalmente inexperta en esos terrores. Unos meses antes, en el pueblo, Rufus —el hijo del carnicero, que era retrasado mental— me había seguido por un callejón y me había acorralado contra una pared. Con sus dedos pringosos de carne y sus uñas sucias de sangre había tratado de meter sus manos bajo mi enagua. Al principio me había paralizado pero después recordé que tenía una pata de cordero en mi bolsa de redecilla. La levanté y la dejé caer con fuerza sobre su cabeza. Me soltó, pero no sin antes deslizar sus dedos por mis partes íntimas. El recuerdo me hizo temblar durante todo el camino de regreso y pasaron varios días hasta que pude dormirme sin revivir la experiencia, preguntándome qué habría pasado si no hubiera actuado a tiempo.

—Hannah, ¿a qué te refieres exactamente con «intimidades»? —preguntó Emmeline.

—Bueno… son demostraciones de amor —respondió Hannah con naturalidad—. Muy placenteras, creo, si las compartes con un hombre del que estás fervientemente enamorada; inconcebiblemente desagradables con cualquier otro.

—Sí, pero ¿en qué consisten,
exactamente
?

Otro silencio.

—Tú tampoco lo sabes. Se lee en tu cara.

—Bueno… no exactamente.

—Le preguntaré a Fanny cuando regrese. Para entonces tendrá que saberlo.

Pasé las yemas de los dedos por las hermosas telas del guardarropa de Emmeline, buscando el vestido azul. Me preguntaba si lo que había dicho Hannah era verdad. Si las mismas cosas que Rufus había intentado hacer conmigo podrían haber sido placenteras si hubieran provenido de otro hombre. Pensé en las ocasiones en que Alfred se había acercado a mí en la sala de los sirvientes, en la sensación extraña, aunque no desagradable, que me había invadido.

—De todos modos, no he dicho que quisiera casarme
inmediatamente
—nuevamente se oyó la voz de Emmeline—. Sólo me refería a que Theodore Luxton es muy bien parecido.

—Muy rico, querrás decir.

—En realidad, es lo mismo.

—Tienes suerte de que papá te haya permitido asistir a la cena. Cuando yo tenía catorce años, jamás lo habría admitido.

—Casi quince.

—Supongo que de algún modo tenía que reunir cierto número de comensales.

—Sí. Gracias a Dios Fanny aceptó casarse con ese terrible pelmazo y gracias a Dios él decidió que pasaran la luna de miel en Italia. Si hubieran estado por aquí, habría cenado con Nanny en el cuarto de los niños.

—Prefiero la compañía de Nanny a la de esos norteamericanos conocidos de papá.

—Tonterías.

—Sería feliz si pudiera quedarme leyendo mi libro.

—Mentirosa. Has elegido tu vestido de satén color marfil, aquel que Fanny se negó tan categóricamente a que llevaras cuando conocimos al pesado de su marido. No lo usarías si no estuvieras tan entusiasmada como yo.

Se hizo un silencio.

—¡Ja! ¡Tengo razón, te estás riendo! —exclamó Emmeline.

—De acuerdo, estoy deseando que llegue la cena. Pero no porque me interese la opinión que tengan de mí unos norteamericanos ricos que jamás he visto.

—¿No?

—No.

Las tablas del suelo crujieron cuando una de las chicas cruzó la habitación y detuvo el disco que seguía girando tambaleante en el gramófono.

—Pues dudo que sea el menú que la señora Townsend vaya a preparar con el racionamiento lo que te entusiasme —advirtió Emmeline.

—Pobre señora Townsend. Hace lo que puede —la defendió Hannah. Luego hizo una pausa, durante la cual permanecí muy quieta, expectante, escuchando. Cuando por fin Hannah habló, su voz era serena, pero había en ella un atisbo de emoción—. Esta noche voy a preguntarle a papá cuándo puedo volver a Londres.

Dentro del armario, ahogué un grito. Acababan de regresar, no podía imaginar que Hannah pudiera partir tan pronto.

—¿A casa de la abuela? —preguntó Emmeline.

—No, a vivir sola en un apartamento.

—¿Un
apartamento
? ¿Por qué demonios quieres vivir en un apartamento?

—Te vas a reír. Quiero trabajar en una oficina.

Emmeline no se rió.

—¿Qué clase de trabajo?

—Trabajo de oficina, escribir a máquina, archivar papeles, tomar notas en taquigrafía.

—Pero tú no sabes taquigrafía. —Emmeline se interrumpió y suspiró. Por fin comprendía—. Sabes taquigrafía. Esos papeles que encontré la semana pasada en realidad no eran jeroglíficos egipcios.

—No.

—Has estado aprendiendo taquigrafía. En secreto. —La voz de Emmeline adquirió un matiz de indignación—. ¿Te ha enseñado la señorita Prince?

—No, por Dios. ¿Acaso la señorita Prince es capaz de enseñar algo útil? Jamás.

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