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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (33 page)

BOOK: La casa de Riverton
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A falta de una anfitriona adecuada, Hannah —con alegre desconcierto— se había visto obligada a decidir la posición de los invitados. El plano de la mesa fue rápidamente dibujado en una hoja de papel cuadriculado, con los bordes serrados por haber sido arrancado de un cuaderno.

Las mismas tarjetas, con el escudo de los Ashbury grabado en relieve en el extremo superior izquierdo, habían sido escritas a mano. No tenían el estilo de las de lady Violet, pero de todos modos servirían a su propósito, armonizando con la austera mesa propuesta por el señor Frederick. De hecho, para eterno disgusto del señor Hamilton, el señor Frederick había decidido cenar «en familia» (en lugar de elegir la formalidad del «estilo ruso» al cual estábamos acostumbrados), y él mismo trocearía el faisán. Si bien la señora Townsend estaba horrorizada, Myra, renovada por su temporada fuera de casa, aprobó silenciosamente la decisión, destacando que seguramente el amo habría tenido en cuenta las preferencias de los invitados norteamericanos.

No me correspondía opinar, pero prefería esta manera más moderna. Sin los centros de mesa, con sus bandejas recargadas de dulces y sus extravagantes fuentes de frutas, la mesa tenía un descuidado refinamiento que me agradaba: la austera blancura del mantel almidonado en los ángulos, las plateadas líneas de los cubiertos y los centelleantes juegos de cristalería.

Observé de cerca. La huella de un pulgar manchaba el borde de la copa de champán del señor Frederick. Eché el aliento sobre la ofensiva marca y la lustré rápidamente con el borde de mi delantal.

Tan concentrada estaba en mi tarea que di un salto cuando la puerta se abrió bruscamente.

—¡Alfred! —exclamé—. Me has asustado. Casi se me cae la copa.

—No deberías tocarlas. Yo soy el responsable de la cristalería —replicó, y en su frente apareció una arruga familiar.

—Había una huella —expliqué—. Ya sabes cómo es el señor Hamilton. Si la hubiera visto, te habría sacado las tripas para hacer ligas. Y no me gustaría verlo con ligas.

Con mi nota de humor traté de encubrir su fracaso. Pero la risa de Alfred había muerto en alguna trinchera de Francia y sus labios sólo pudieron esbozar una mueca.

—Pensaba lustrarlas después —aclaró Alfred.

—Bueno, ya no será necesario.

—No tienes por qué hacerlo —me señaló en tono mesurado.

—¿Hacer qué?

—Controlarme. Seguirme como si fueras mi sombra.

—No lo hago. Sólo estaba colocando las tarjetas de posición y vi la huella en la copa.

—Te dije que lo haría más tarde.

—De acuerdo —repuse serenamente, dejando la copa en su lugar.

Alfred dejó oír un brusco gruñido de satisfacción y sacó un paño del bolsillo.

Yo jugueteaba con las tarjetas, aunque ya estaban prácticamente dispuestas en la mesa, y simulé no mirarlo.

Tenía los hombros encorvados, el derecho rígidamente alzado para mantenerse de espaldas a mí. Me rogaba que lo dejara a solas, pero las malditas campanas de las buenas intenciones sonaban a todo volumen en mis oídos. Tal vez, si consiguiera averiguar, si supiera qué era lo que lo afectaba, podría ayudarlo. ¿Quién mejor que yo? Seguramente el vínculo que se había creado entre nosotros mientras él estaba lejos no era producto de mi imaginación. Él lo había dicho expresamente en sus cartas. Me aclaré la voz para hablar, y comencé a decir suavemente:

—Sé lo que ocurrió ayer.

Él no dio señales de haberme oído. Siguió concentrado en la copa que estaba lustrando.

Repetí en un tono más alto:

—Sé lo que ocurrió ayer. En el salón.

Alfred se detuvo. Se quedó muy quieto, con la copa en la mano. Mis ofensivas palabras quedaron suspendidas entre nosotros como la niebla y me invadió un abrumador deseo de retractarme.

Su voz era mortalmente serena.

—La pequeña señorita te ha ido con el cuento, ¿verdad?

—No.

—Apuesto a que se ha reído de mí.

—Oh, no —me apresuré a decir—. Por el contrario, estaba preocupada por ti. —Tragué saliva y me atreví a decir—: Yo también estoy preocupada por ti.

Alfred me miró fijamente a través del mechón de pelo que le había resbalado mientras lustraba la copa. En su boca se dibujaban minúsculos surcos que expresaban su disgusto.

—¿Preocupada por mí?

Su tono extraño, crispado, me causaba recelo. No obstante, no podía reprimir la urgencia por aclarar las cosas.

—Es sólo que… no es propio de ti dejar caer una bandeja y no mencionarlo. Pensé que tenías miedo de que el señor Hamilton lo descubriera. Pero estoy segura de que él no se disgustaría. Todos cometemos errores en nuestro trabajo.

Alfred me miró y por un instante pensé que se iba a echar a reír. Pero, en cambio, en su rostro apareció un gesto despectivo.

—Niña tonta —espetó—. Crees que me preocupa que unas tartas terminen en el suelo.

—Alfred…

—¿Crees que no sé hacer mi trabajo? ¿Después de haber estado donde estuve?

—No he dicho que…

—Pero es lo que todos pensáis, ¿verdad? Puedo sentir cómo me miráis, me vigiláis, esperando a que cometa un error. Pues bien, podéis dejar de esperar y ahorraros las preocupaciones. No me pasa nada, ¿me oyes? ¡Nada!

Me ardían los ojos. Su tono áspero me había erizado la piel.

—Sólo quería ayudar —susurré.

—¿Ayudar? —Rió amargamente—. ¿Qué te hace creer que puedes ayudarme?

—Bueno, Alfred —alegué tímidamente, tratando de comprender a qué se refería—. Tú y yo… somos… Como dijiste en tus cartas…

—Olvida lo que dije.

—Pero Alfred…

—No te acerques a mí, Grace —declaró fríamente, volviendo a dirigir su atención a las copas—. Nunca te he pedido ayuda. No la necesito y no la quiero. Vamos, sal de aquí y déjame seguir con mi trabajo.

Mis mejillas ardían, por la desilusión, por el recuerdo del enfrentamiento, pero, sobre todo, por la vergüenza. Había creído ver un vínculo donde no existía. Estando a solas, había comenzado a pensar incluso en un futuro junto a Alfred. El cortejo, el casamiento, tal vez incluso nuestra propia familia. Y ahora comprendía que había confundido su nostalgia con un sentimiento más fuerte.

Pasé en la cocina la primera parte de la noche. Si a la señora Townsend le intrigó el origen de mi súbito interés por los detalles de la preparación del faisán, prefirió no preguntar. Lo rocié con mantequilla, lo deshuesé e incluso ayudé con el relleno. Hice todo lo posible para que no me enviaran nuevamente arriba, donde Alfred estaba sirviendo la mesa.

Mi táctica iba por buen camino hasta que el señor Hamilton puso en mis manos una bandeja con la coctelera.

—Pero, señor Hamilton —protesté desconsolada—, estoy ayudando a la señora Townsend con la comida.

A través de las gafas, los ojos del señor Hamilton brillaron ante lo que percibió como una actitud desafiante.

—Y yo te estoy diciendo que lleves los cócteles.

—Pero Alfred…

—Alfred está ocupado en el comedor. Rápido, niña. No hagas esperar al amo.

A pesar de que los invitados eran pocos —seis en total—, el salón, cargado de voces y de un calor inusual, parecía estar lleno. El señor Frederick, ansioso por causar una buena impresión, había insistido en reforzar la calefacción, y el señor Hamilton, para estar a la altura de sus demandas, había alquilado dos estufas de queroseno.

Un perfume de mujer particularmente fuerte se había propagado por la cálida atmósfera y amenazaba con saturar la sala y a sus ocupantes.

Primero distinguí al señor Frederick, vestido con su traje de noche negro. Estaba casi tan apuesto como en su día el mayor, aunque más delgado y menos rígido. De pie junto al escritorio de madera, hablaba con un hombre ufano de cabello entrecano que rodeaba, como una corona, su brillante calva.

El hombre señalaba un jarrón de porcelana.

—Vi uno así en Sotheby's —afirmaba con acento de burgués del norte de Inglaterra mezclado con algo más—. Idéntico —agregó, y se inclinó hacia él—, vale unos cuantos billetes, amigo.

El señor Frederick dio una respuesta vaga.

—No lo sé, mi bisabuelo lo trajo de la India, desde entonces ha estado ahí.

—¿Has oído, Estella? —gritó Simion Luxton a su pálida esposa, que estaba en el otro extremo de la sala, sentada en el sofá, entre Emmeline y Hannah—. Frederick dice que ha pertenecido a la familia desde hace varias generaciones. Lo usa como pisapapeles.

Estella Luxton le dedicó a su esposo una sonrisa indulgente. Entre ellos había una comunicación silenciosa, establecida a lo largo de años de vida en común. En esa instantánea mirada percibí que su matrimonio perduraba por motivos prácticos. Era una relación simbiótica cuya utilidad había sobrevivido largamente a la pasión.

Habiendo cumplido con su esposo, Estella volvió a prestar atención a Emmeline, en quien había descubierto un miembro entusiasta de la alta sociedad. En tanto el cabello de su esposo era escaso, el de Estella, del color del peltre, lucía un peinado muy vistoso. Estaba recogido en un tirante moño, de forma notablemente norteamericana. Me recordaba una fotografía que el señor Hamilton había puesto en el tablón mural de nuestra sala, un rascacielos de Nueva York rodeado de andamios: elaborado e impresionante, aunque no precisamente atractivo. Emmeline comentó algo que hizo sonreír a Estella y me quedé fascinada por la extraordinaria blancura de sus dientes.

Fui rodeando la sala para dejar la bandeja con los cócteles en el carrito, debajo de la ventana, e hice una reverencia de rutina. El hijo del señor Luxton estaba sentado en el sillón, escuchando a medias mientras Emmeline y Estella conversaban extasiadas sobre la próxima temporada campestre.

Theodore —Teddy, como después nos acostumbramos a llamarlo— era tan atractivo como podían serlo todos los hombres ricos aquella época. La seguridad en sí mismo acrecentaba su figura, creando un halo de encanto e inteligencia, que dotaba a sus ojos de un aire de sagacidad, e inducía a desestimar rápidamente cualquier indicio de inteligencia mediocre.

Tenía el cabello negro, casi tanto como su traje impecablemente planchado, y usaba un distinguido bigote que le daba el aspecto de un actor de cine. Inmediatamente le encontré parecido con Douglas Fairbanks y me ruboricé. Su sonrisa era amplia y franca, sus dientes más blancos que los de su madre. Supuse que el agua de Estados Unidos tendría alguna propiedad que hacía que la dentadura de sus nativos fuera tan blanca como el collar de perlas que, por encima de la cadena de oro de su relicario, rodeaba el cuello de Hannah.

Mientras Estella se dedicaba a hacer una detallada descripción del último baile organizado por lady Hamilton —con un acento metálico que jamás había oído—, la mirada de Teddy comenzó a recorrer la sala. Al advertir que su invitado no tenía con qué entretenerse, el señor Frederick le hizo un nervioso gesto a Hannah, que carraspeó y dijo sin gran entusiasmo:

—Confío en que su viaje haya sido placentero.

—Muy placentero —contestó Teddy con una sonrisa espontánea—. Aunque, sin duda, mis padres darían una respuesta diferente. No toleran el movimiento del barco. Se sintieron indispuestos desde que zarpamos de Nueva York hasta que llegamos a Bristol.

Hannah tomó un sorbo de su cóctel y luego dio otro acartonado ejemplo de diálogo cordial.

—¿Cuánto tiempo se quedarán en Inglaterra?

—Me temo que para mí la visita será breve. La semana próxima parto hacia el continente, con destino a Egipto.

—Egipto —coreó Hannah abriendo los ojos.

—Sí, tengo asuntos que atender allí —comentó Teddy riendo.

—¿Va a visitar las pirámides?

—No en esta ocasión. Estaré unos días en El Cairo y luego iré a Florencia.

—Espantoso lugar —apuntó Simion en voz alta, sentándose en el otro sillón—. Lleno de palomas y extranjeros. Prefiero la vieja Inglaterra.

El señor Hamilton me señaló la copa de Simion, que estaba casi vacía a pesar de que la había llenado poco antes. Me acerqué a él con la coctelera. Mientras llenaba nuevamente su copa podía sentir los ojos de ese hombre clavados en mí.

—Este país proporciona algunos placeres inigualables —comentó inclinándose ligeramente de modo que su cálido brazo me rozó el muslo—. Aunque me he esforzado, no he podido encontrarlos en ningún otro lugar.

Tuve que concentrarme para permanecer inexpresiva y no volcar atropelladamente el líquido. El tiempo se hizo eterno hasta que la copa por fin estuvo llena y pude apartarme. Al rodear el sillón vi que Hannah fruncía el ceño mirando hacia el lugar donde yo había estado.

—Mi esposo adora Inglaterra —comentó Estella con tono inexpresivo.

—Caza, tiro al blanco, golf —prosiguió Simion—. Nadie supera en esas cosas a los ingleses —opinó. Luego bebió un trago de su cóctel y apoyó la espalda en el respaldo del sillón—. Pero creo que lo mejor de todo es su modo de pensar. Hay dos clases de ingleses: los que han nacido para dar órdenes —en ese momento su mirada cruzó la sala y se encontró con la mía— y los que han nacido para cumplirlas.

La expresión de Hannah se endureció.

—Eso asegura que todo funcione correctamente —continuó Simion—. Lamentablemente, no ocurre lo mismo en los Estados Unidos. El chico que limpia zapatos en una esquina tal vez sueña con tener su propia empresa. Y pocas cosas pueden poner tan condenadamente nervioso a un hombre como toda una población de trabajadores con un grado irracional de… —la palabra estuvo rondando por su boca unos instantes hasta que se decidió a pronunciarla— de
ambición
.

—Inimaginable, un trabajador que tiene la expectativa de que su vida sea algo más que oler los pies de otro hombre —ironizó Hannah.

—Abominable —observó Simion, sin comprender el tono mordaz de Hannah.

—Deberían comprender —la voz de Hannah había subido un semitono— que sólo los afortunados tienen derecho a ambicionar algo.

El señor Frederick lanzó una mirada de advertencia a su hija.

—Si lo hicieran, nos ahorrarían muchas molestias —convino Simion—. No hay más que fijarse en los bolcheviques para comprender cuan peligrosa puede ser esa gente cuando adopta ciertas ideas acerca de su lugar en la sociedad.

—¿Un hombre no debería tratar de progresar? —preguntó Hannah.

Teddy, el hijo del señor Luxton, no dejaba de mirar a Hannah. Una leve sonrisa se dibujaba bajo su bigote.

—Sí, mi padre está de acuerdo en que un hombre debe progresar, ¿verdad, papá? Oí hablar sobre eso cuando era niño.

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