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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (60 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—Yo… —Estaba sin aliento. Se pasó una mano por la nuca sudorosa—. Tengo que irme. Mi amigo volverá en cualquier momento —anunció Hannah. El hombre no pareció oírla. Ella le dio un golpecito en el hombro para que dejara de girar—. Ya he tenido bastante.
Gracias
—le gritó al oído.

Por un instante creyó que no iba a detenerse, que seguiría girando y jamás la dejaría ir. Luego sintió una desaceleración, un vahído, y se encontró nuevamente sentada en el banco de madera. Estaba ocupado por nuevos espectadores, pero entre ellos no vio a Robbie.

—¿Dónde está su amigo? —preguntó el hombre, pasando su mano por un mechón de cabello rojo. Había perdido el sombrero mientras bailaba.

Hannah buscó a Robbie entre rostros extraños, parpadeando fuertemente para enfocar la vista.

—Regresará enseguida.

—No tiene sentido que se quede aquí sentada mientras lo espera, se resfriará.

—Gracias. Lo esperaré aquí.

El hombre aferró la muñeca de Hannah.

—Venga, sea mi pareja.

—No —objetó Hannah con firmeza—. Ya basta.

El hombre la soltó. Se encogió de hombros, se pasó la mano por las patillas y por la nuca. Se disponía a marcharse cuando de pronto algo surgió de la oscuridad y cayó sobre ellos. Era Robbie.

Con el codo golpeó el hombro de Hannah, que perdió el equilibrio.

Se oyó un grito. ¿Lo dio Robbie? ¿El hombre? ¿Ella?

Hannah cayó sobre un corro de espectadores.

La banda y los bailarines siguieron con lo suyo. Desde el suelo Hannah miró hacia arriba. Robbie atacó al hombre, le dio un puñetazo, otro, y otro. Ella sintió pánico, calor, miedo.

—¡Robbie! —le gritó—. ¡Robbie, basta!

Con dificultad, Hannah se abrió paso entre una infinidad de personas.

La música había cesado. La gente se había congregado en torno a los hombres que peleaban. Ella logró meterse entre ambos y aferrar la camisa de Robbie.

Él la apartó. La miró un instante con los ojos inertes, sin verla.

En ese momento el puño del contrincante dio en la cara de Robbie. El hombre cayó sobre él. Brotó la sangre.

—¡No! —gritó Hannah—. Suéltelo, por favor, suéltelo. ¡Que alguien me ayude! —pidió llorando.

Nunca supo exactamente cómo terminó la pelea. No supo el nombre del hombre que acudió en su ayuda. Pero recordaba que apartó al tipo de las patillas, arrastró a Robbie hacia la pared, trajo vasos de agua y luego de whisky. Por fin le dijo que se llevara a su amigo y lo obligara a quedarse en cama.

Quienquiera que fuera, los hechos de esa noche no lo sorprendieron. Riendo, les dijo que no había un sábado por la noche —o un viernes, o un jueves, lo mismo daba— en que dos tipos no se pelearan. Y después se encogió de hombros, agregando que Red Wycliffe no era un mal tipo, pero había estado en la guerra, y desde entonces no había vuelto a ser el mismo, eso era todo.

Robbie se apoyó en Hannah para caminar y se alejaron de allí.

Nadie los miró mientras avanzaban por la calle, dejando atrás el baile, la diversión, el ruido.

Más tarde, de regreso en el apartamento de Robbie, él se sentó en un taburete de madera y ella, arrodillada frente a él, le limpió la cara. Casi no habían hablado desde que abandonaron la verbena. Ella había preferido no hacer preguntas. ¿Qué sentimiento se había apoderado de él? ¿Por qué había atacado a ese hombre? ¿Dónde había estado? Suponía que Robbie se hacía las mismas preguntas, y estaba en lo cierto.

—¿Qué hubiera sucedido? —preguntó él por fin—. ¿Qué hubiera sucedido?

—Shhh —le calló ella, presionando su mejilla con el paño húmedo—. Ya pasó.

Robbie meneó la cabeza. Cerró los ojos. Pero sus pensamientos no se detuvieron. Su voz era apenas audible cuando dijo:

—Lo habría matado. Dios mío, lo habría matado.

No volvieron a salir después de aquel episodio. Hannah se culpaba, se reprochaba no haber oído sus argumentos, haber insistido en que fueran a ese lugar. Las luces, el ruido, la multitud. Había leído acerca del trauma de guerra, debería haberlo previsto. Decidió que en el futuro cuidaría mejor a Robbie, tendría presente las experiencias que había vivido, lo trataría con amabilidad y nunca le recordaría aquel día. Ya había pasado y no volvería a suceder. Ella se aseguraría que así fuera.

Aproximadamente una semana después, estaban juntos en la cama, jugando, imaginando que vivían en un pueblo minúsculo y solitario en la cumbre del Himalaya, cuando Robbie se incorporó y dijo:

—Estoy cansado de este juego.

Hannah se reclinó sobre un costado.

—¿Qué te gustaría hacer?

—Quiero que sea realidad.

—También yo. Supongamos que…

—No —la interrumpió Robbie—. ¿Por qué no podemos hacerlo realidad?

—Querido —señaló suavemente Hannah, acariciando la cicatriz de su mejilla derecha—, no sé si lo has olvidado, pero ya estoy casada. —Trataba de ser frívola, de hacerlo reír, pero no lo consiguió.

—Las personas se divorcian.

Ella se preguntó a qué clase de personas se refería.

—Sí, pero…

—Podemos irnos a otro lugar, lejos de aquí, lejos de todas las personas que conocemos. ¿No es lo que quieres?

—Sabes que sí.

—Con la nueva ley, sólo es necesario probar que se ha cometido adulterio.

—Pero Teddy no es un adúltero.

—No, claro —ironizó Robbie—. En todo el tiempo que…

—Él no es así.

—Pero cuando dijiste que tú y él… supuse que…

—Es algo en lo que no piensa, nunca le ha interesado demasiado —explicó Hannah pasando un dedo por los labios de Robbie—. Ni siquiera cuando estábamos recién casados. Cuando te conocí me di cuenta de que… —Hannah hizo una pausa y lo besó—. Entonces comprendí.

—Es un estúpido —exclamó Robbie mirándola intensamente, acariciando suavemente su brazo desde el hombro hasta la muñeca—. Debes dejarlo.

—¿Qué?

—No vayas a Riverton —pidió Robbie, que se había sentado y aferraba las muñecas de Hannah. Estaba más guapo que nunca—. Huye conmigo.

—No hablas en serio —repuso Hannah desconcertada—. Estás bromeando.

—Nunca he hablado más seriamente.

—¿Hablas de desaparecer, sencillamente?

—Sencillamente desaparecer.

Durante un momento ella se quedó pensativa, en silencio. Por fin dijo:

—No puedo. Lo sabes.

Él la soltó bruscamente, se levantó de la cama y encendió un cigarrillo.

—Hay muchos motivos. Emmeline…

—Al diablo con Emmeline.

—Ella me necesita.

—Yo te necesito.

Ella sabía que era cierto. Que la necesitaba terriblemente.

—Ella estará bien —aseguró Robbie—, es más fuerte de lo que crees.

Hannah suspiró.

—No es tan simple. Soy responsable de ella.

—¿Quién ha dicho eso?

—David, mi padre. Es algo tácito.

Robbie se había sentado frente a la mesa. Fumaba. A Hannah le pareció que había adelgazado. Se preguntó por qué no lo había notado antes.

—Teddy y su familia me encontrarían. Y me lo harían pagar de por vida —alegó Hannah y se estremeció.

—Yo no lo permitiría.

—No los conoces.

—Podríamos ir a un lugar remoto, donde nunca se les ocurriera buscarnos. El mundo es muy grande.

Robbie parecía tan frágil allí sentado. Solo. Ella era todo lo que tenía. Hannah se puso de pie detrás de él y lo abrazó. Él apoyó la cabeza en su vientre.

—No puedo vivir sin ti —declaró Robbie—. Antes preferiría morir.

Sus palabras eran tan sinceras que hicieron temblar a Hannah, quien, al mismo tiempo, se sintió culpable por alegrarse.

—No digas eso.

—Es verdad.

—Estás tratando de disgustarme.

—Necesito estar contigo —reconoció sencillamente Robbie—. Sin ti, moriré.

—Déjame pensarlo —le pidió Hannah. Sabía que cuando Robbie se empecinaba, lo mejor era no discutir con él.

Hannah dejó que él planificara la gran huida. Robbie dejó de escribir poesía. En su cuaderno sólo anotaba las posibilidades que iban surgiendo en su mente. Ella incluso lo ayudaba a veces. Se decía que era un juego, como los que solían jugar. Eso le hacía feliz, y además, a veces, a ella también le despertaba curiosidad imaginar los lugares donde podrían vivir, las cosas que podrían ver, las aventuras en las que podrían participar. Un juego que jugaban en su mundo secreto.

Ella no sabía, no podía saber, adonde conduciría todo aquello.

Si lo hubiera sabido —me confesó después— lo habría besado por última vez, habría dado media vuelta y se habría marchado, tan rápido y tan lejos como fuera posible.

Capítulo 22

El principio del fin

Como he dicho muchas veces: antes o después los secretos encuentran el modo de salir a la luz. Hannah y Robbie consiguieron guardar los
suyos
durante bastante tiempo, desde finales de 1922 hasta comienzos de 1924. Pero como todos los amores imposibles, el suyo estaba destinado a terminar.

Los sirvientes habían comenzado a murmurar. Caroline, la nueva criada, fue quien encendió la mecha. Era una fisgona que había servido en la casa de la infame lady Penthrop (de quien se rumoreaba que se había liado con la mitad de los caballeros más codiciados de Londres). Le habían permitido dejar su puesto con una brillante recomendación y una importante suma de dinero, obtenidas después de que sorprendiera a su ama en una situación muy comprometida. Pero, irónicamente, en casa de los Luxton nadie pidió sus referencias. Su reputación era conocida y fue su talento para espiar, más que la eficiencia con que hacía sus tareas, lo que motivó la elección de Deborah.

Para quien sabe mirar, siempre hay señales. Y Caroline sabía cómo hacerlo. Papeles con extrañas direcciones rescatados del fuego antes de que se consumieran, ardientes notas guardadas en un cuaderno, bolsas de compras que no contenían más que antiguas entradas de teatro. Y no era difícil alentar a los demás sirvientes a hablar. En una oportunidad invocó el fantasma del Divorcio y les recordó que si se producía un escándalo era probable que todos ellos perdieran su empleo. Así logró que estuvieran especialmente comunicativos.

Ella sabía que no debía hacerme preguntas, y finalmente tampoco necesitó hacerlo. Descubrió por sí misma el secreto de Hannah. Me siento culpable por ello, debí estar más atenta. Si mi mente no hubiera estado ocupada con otras cosas, habría descubierto lo que Caroline tramaba y habría alertado a Hannah. Pero me temo que por entonces yo no era una buena doncella, cumplía negligentemente mis responsabilidades para con Hannah. Estaba distraída, había sufrido una desilusión. Desde Riverton habían llegado noticias de Alfred.

Finalmente, una noche en que asistirían a la ópera, Deborah entró en el dormitorio de Hannah. Yo la había ayudado a ponerse una enagua de seda francesa, ligeramente rosada, y estaba rizando el cabello alrededor de su cara cuando oí que alguien golpeaba la puerta.

—Estoy casi lista, Teddy —gritó Hannah poniendo los ojos en blanco para que yo la viera en el espejo. Teddy era religiosamente puntual. Yo sujeté con una horquilla un bucle especialmente rebelde.

La puerta se abrió y Deborah irrumpió en la habitación, con un impresionante vestido de seda roja con mangas en forma de alas de mariposa. Se sentó en el borde de la cama y cruzó las piernas, haciendo revolotear la seda roja.

Hannah me miró. Este tipo de visitas no eran usuales.

—¿Ansiosa por ver
Tosca
? —preguntó Hannah.

—Enormemente. Adoro Puccini —contestó Deborah. Luego tomó de su bolsito una polvera con espejo, se retocó los labios hasta que parecieron un perfecto ocho y verificó que no quedaran restos de maquillaje en las comisuras—. Es triste que los amantes tengan una separación tan trágica.

—Las óperas no suelen tener final feliz.

—No, y me temo que tampoco las historias de la vida real.

Hannah guardó silencio y permaneció a la expectativa.

—Como comprenderás —continuó Deborah, mirando su espejito mientras se cepillaba las cejas—, me importa un bledo saber con quién compartes tu cama cuando el tonto de mi hermano no te vigila.

Hannah y yo nos miramos. La sorpresa me volvió torpe y dejé caer una horquilla al suelo.

—Lo que me preocupa son los negocios de mi padre.

—No comprendo cuál es la relación entre los negocios de tu padre y yo —respondió Hannah. Su voz intentaba parecer despreocupada, pero pude advertir que su respiración estaba agitada.

—No te hagas la tonta —advirtió Deborah, cerrando ruidosamente su polvera—. Sabes que eres parte de todo esto. La gente invierte en nuestras empresas porque representamos lo mejor de los dos mundos: nueva tecnología y enfoques empresarios sumados a la garantía que implica el linaje de tu familia. Progreso y tradición a la vez.

—¿Tradición progresista? —exclamó Hannah—. ¡Qué curioso, siempre sospeché que Teddy y yo formábamos una pareja armoniosamente incompatible!

—Muy ocurrente. Tú y los tuyos os habéis beneficiado tanto como nosotros con la unión de nuestras familias, después de la desastrosa gestión de tu padre con su herencia.

—Mi padre hizo todo lo que pudo —afirmó Hannah con las mejillas encendidas.

Deborah levantó las cejas.

—¿Y lo mejor que supo hacer fue llevar su empresa a la ruina?

—Papá perdió su empresa porque se incendió. Fue un accidente.

—Por supuesto —se apresuró a decir Deborah—. Un desafortunado accidente. No obstante, no tenía muchas alternativas, ¿verdad? No tenía más opción que vender a su hija al mejor postor, —Deborah rió. Se acercó a Hannah y me obligó a apartarme para quedarse de pie detrás de ella. Luego se inclinó sobre su hombro para hablarle—. No es un secreto que él no quería que te casases con Teddy. ¿Sabes que una noche vino a ver a mi padre? Sí, le dijo que sabía cuáles eran sus intenciones y que podía olvidarse, porque tú nunca aceptarías. —Deborah se irguió y esbozó una sonrisa sutilmente triunfal al ver que Hannah apartaba la vista de ella—. Pero lo hiciste. Porque eres una chica inteligente. Traicionaste a tu padre, pero sabías tan bien como él que no tenías otra opción. Hiciste lo correcto. ¿Dónde estarías ahora si no te hubieras casado con mi hermano? ¿Con tu poeta?

Yo estaba de espaldas al guardarropa. No podía salir de la habitación, pero habría deseado estar en cualquier otro lugar. Vi que las mejillas de Hannah habían perdido su rubor. Su cuerpo estaba rígido, como si se preparara para recibir un golpe que podía llegar desde cualquier dirección.

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