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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (55 page)

BOOK: La casa de Riverton
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Poco después murió su padre, y por su cabeza dejaron de rondar pensamientos relacionados con Robbie Hunter. Al recibir la noticia, Hannah sintió que el ancla que la afirmaba a tierra se había roto, que la habían arrojado desde aguas tranquilas a una tempestad, y estaba a merced de olas caprichosas e imprevisibles. Era ridículo, por supuesto, no había visto a su padre durante largo tiempo. Él se había negado a recibirla desde que se casó, y ella no había logrado persuadirlo de que depusiera su actitud. Pero, de todos modos, mientras su padre estuvo vivo se sintió ligada a algo, a alguien fuerte y sólido. Ya no. Sentía que él la había abandonado. Es cierto que a menudo peleaban, era parte de su peculiar relación, pero Hannah siempre supo que ella era su preferida. Y se había ido sin decirle una palabra. Sus noches se llenaron de sueños sobre océanos tenebrosos, barcos que naufragaban, implacables olas marinas. Y durante el día volvió a rumiar acerca de las visiones de la espiritista sobre tinieblas y muerte.

Se decía a sí misma que tal vez todo cambiaría cuando Emmeline se instalara de forma permanente en la casa del número diecisiete. Después de la muerte de su padre quedó decidido que Hannah sería una especie de guardiana de su hermana. Teddy opinaba que era necesario vigilarla, teniendo en cuenta el episodio con el cineasta. Cuanto más lo pensaba, más se entusiasmaba Hannah con la perspectiva de acoger a Emmeline en su casa. Tendría una aliada, alguien que la comprendería. Estarían despiertas hasta tarde, conversando y riendo, compartiendo secretos como hacían cuando eran más jóvenes.

Sin embargo, Emmeline llegó a Londres con otra idea. Era una ciudad en la que se sentía a sus anchas y se arrojó de lleno a la vida social que tanto la atraía. Cada noche asistía a fiestas de todo tipo —animadas con artistas de circo, reuniones en las que todos los invitados debían vestirse de blanco o disfrazarse de criaturas del fondo del mar…—, eran tantas que Hannah había perdido la cuenta. Participaba en sofisticadas búsquedas del tesoro que involucraban el robo de recompensas, desde el platillo de un mendigo a la gorra de un agente de policía. Bebía y fumaba en exceso y consideraba que la noche había sido un fracaso si al día siguiente no figuraba su nombre en las páginas de sociedad del periódico.

Una tarde, Hannah encontró a Emmeline reunida con un grupo de amigos en la sala de estar. Habían movido los muebles, que estaban contra las paredes, y la costosa alfombra berlinesa de Deborah estaba enrollada junto a la chimenea. Una joven con un vestido de
chiffon
verde claro, a quien Hannah jamás había visto, estaba sentada sobre la alfombra y fumaba displicentemente, dejando caer las cenizas al suelo, mientras miraba cómo Emmeline trataba de enseñar a bailar el
shimmy
a un joven con rostro infantil y dos pies izquierdos.

—No, no —decía Emmeline riendo—, tienes que girar cuando cuente tres, Harry querido, y no dos. Vamos, cógete de mis manos y te lo mostraré. —Se acercó al gramófono para hacer sonar otra vez la canción.

Hannah avanzó bordeando las paredes. La naturalidad con que Emmeline y sus amigos habían invadido la sala —su sala, después de todo— la había sorprendido tanto que no recordaba el motivo por el cual estaba allí. Mientras ella simulaba buscar algo en el escritorio, Harry se desplomó en el sofá.

—Basta, Emme, vas a matarme.

Emmeline también se dejó caer en el sofá, junto a él, y le rodeó los hombros con el brazo.

—Como quieras, Harry, pero si no aprendes los pasos, no esperes que baile contigo en la fiesta de Navidad. El
shimmy
es el ritmo de moda y pienso bailarlo toda la noche.

—Y toda la mañana —agregó la chica del vestido de
chiffon
.

Tenía razón, pensó Hannah. Cada vez era más frecuente que las veladas nocturnas de su hermana concluyeran en reuniones matutinas. No contenta con bailar toda la noche en el Berkley, ella y sus amigas habían adquirido el hábito de seguir la fiesta en casa de alguna de ellas. Los sirvientes comenzaban a murmurar. Unos días antes, mientras limpiaba el vestíbulo, la nueva criada había visto llegar a Emmeline a las seis de la mañana. Por fortuna, Teddy y Deborah lo ignoraban. Hannah se había asegurado de que así fuera.

—Jane afirma que esta vez Clarissa habla en serio —dijo la joven vestida de
chiffon
.

—¿Realmente crees que seguirá adelante con esa idea? —preguntó Harry.

—Lo sabremos esta noche —contestó Emmeline—. Clarissa ha amenazado con cortarse el pelo desde hace meses. Sería una tontería, con esa estructura ósea; su cráneo va a parecer el de un sargento alemán —agregó riendo.

—¿Llevarás ginebra?

—O vino. Da igual. Clarissa tiene pensado vaciar todas las botellas en la bañera para que la gente pueda llenar allí sus copas —le explicó Emmeline a Harry.

Una «fiesta de bebidas», pensó Hannah. Estaba al tanto de la existencia de esa clase de festejos. Teddy solía leerle los artículos del periódico mientras desayunaban. Y recordaba que al encontrar esa noticia había bajado el periódico meneando la cabeza en señal de desaprobación y había dicho:

—Escucha esto. Otro de esos festejos. Esta vez en Mayfair.

Dicho lo cual, le había leído el artículo, palabra por palabra, describiendo con sumo placer los nombres de los que se habían colado sin estar invitados, los adornos indecentes y las numerosas intervenciones de la policía. Teddy se preguntaba por qué las fiestas de los jóvenes ya no eran como las de su época, cuando en los bailes se ofrecía una cena, los sirvientes eran los encargados de llenar las copas de vino y las muchachas tenían su carné de baile.

Las palabras de Teddy la horrorizaron, sugerían que ella ya no se contaba entre los jóvenes. Y aunque sintió que Emmeline era una especie de sacrílega que danzaba sobre las tumbas de los difuntos, no se lo dijo.

Hannah hizo todo lo necesario para asegurarse de que Teddy no supiera que su hermana acudía a esa clase de fiestas, y menos aún, que las organizaba. Se volvió experta en inventar excusas sobre las actividades nocturnas de Emmeline.

Pero esa noche, cuando subía la escalera para dirigirse al estudio de Teddy, con la intención de darle una ingeniosa explicación, una verdad a medias, sobre la devoción de Emmeline por su amiga Clarissa, advirtió que su esposo no estaba solo. Las voces de Teddy y Deborah le llegaron a través de la puerta cerrada. Estaba a punto de irse, decidida a volver más tarde, cuando oyó el nombre de su padre. Entonces, conteniendo la respiración, se quedó para escuchar.

—Fuera cual fuera tu opinión sobre ese hombre, deberías sentir pena por él —señaló Teddy—. Murió de un ataque cerebral antes de cumplir cincuenta años.

—¿Ataque cerebral? Yo diría que fue la bebida —replicó Deborah. Hannah escuchaba con los labios apretados—. Sin duda durante algún tiempo hizo todo lo posible por destruir su hígado. Lord Gifford me contó que uno de los sirvientes lo encontró cuando fue a llevarle el desayuno, hundido entre las almohadas, con una botella de whisky vacía a su lado. El lugar apestaba a alcohol, parecía una destilería.

Mentiras, pensó Hannah indignada.

—¿Es cierto eso?

—Eso dice lord Gifford. Los sirvientes trataron de ocultarlo, pero él les recordó que como defensor de la familia necesitaba conocer los hechos para poder cumplir con su deber.

Hannah oyó el chorro del jerez vertiéndose en las copas y el entrechocar de los cristales.

—Todavía estaba vestido —murmuró maliciosamente Deborah—, la habitación era un caos, había papeles por todas partes. —Luego rió—. Esto te encantará: ¿sabes qué tenía sobre las rodillas?

—¿Su testamento?

—Una fotografía. Una de esas fotografías antiguas y formales que solían hacerse a finales del siglo pasado, donde posaban la familia y los sirvientes.

Hannah advirtió que Deborah había enfatizado las últimas palabras, pero no pudo comprender el motivo. Sabía a qué tipo de fotografías se refería, aquellas que constituían un rito obligado para su abuela. No le parecía extraño que su padre, en los últimos tramos de su vida, encontrara consuelo observando los rostros de sus seres queridos.

—Lord Gifford tuvo dificultades en encontrar el testamento de Frederick —continuó Deborah.

—Supongo que finalmente lo encontró —se apresuró a decir Teddy—. Y que su contenido concuerda con lo previsto.

—Así es. Cumplió con lo prometido.

—Excelente.

—¿Vas a vender esa propiedad?

Hannah oyó un ruido: Teddy se acomodó en su sillón antes de responder.

—No creo. Siempre he fantaseado con la idea de tener una casa en el campo.

—Podrías presentarte a un escaño por Saffron. Los campesinos tienen devoción por su amo.

Hannah contuvo el aliento. Se oyeron pasos. Después de un instante, Teddy declaró:

—¡Por Dios, Dobby, eres un genio! Llamaré inmediatamente a lord Gifford. —Teddy parecía exultante. Desde el otro lado de la puerta se oyó como llamaba por teléfono—. Le pediré que consiga apoyo para mi candidatura.

Hannah se alejó de la puerta. Había oído suficiente.

Esa noche no habló con Teddy. Afortunadamente, Emmeline llegó a las dos de la madrugada, una hora relativamente decorosa. Hannah estaba en su cama, todavía despierta, cuando oyó que su hermana entraba en casa. Se dispuso a dormir, cerró los ojos y trató de no pensar en lo que había dicho Deborah acerca de su padre y la manera en que había muerto, acerca de su desdicha, su soledad, las tinieblas que lo acechaban. De no pensar en las cartas que intentó escribirle y nunca logró completar.

En la soledad del dormitorio que Deborah había decorado para ella, mientras oía los ronquidos de Teddy, que llegaban desde la habitación contigua, y los ruidos nocturnos de la ciudad que atravesaban su ventana, soñó con aguas tenebrosas, barcos abandonados flotando hacia playas desiertas mientras, a lo lejos, se oían sus sirenas solitarias.

II

Robbie regresó. No dio explicaciones acerca de los motivos de su ausencia. Sencillamente, se sentó en el sillón de Teddy, como si el tiempo no hubiera pasado, y le entregó a Hannah su primer volumen de poesía. Ella estuvo a punto de decirle que ya había comprado un ejemplar cuando él sacó otro libro del bolsillo de su abrigo. Era pequeño, con tapas de color verde.

—Para usted —declaró, extendiendo su brazo hacia ella.

Hannah sintió que sus latidos se aceleraban cuando vio el título: era el
Ulises
de Joyce, que estaba prohibido.

—Pero ¿dónde lo ha…?

—Un amigo en París.

Hannah recorrió con sus dedos la cubierta del
Ulises
. Conocía el tema de la novela: la agonizante relación física de un matrimonio. Había leído —en realidad, Teddy le había leído— las críticas publicadas en el periódico. Su esposo había dicho que se trataba de un libro indecente y ella había asentido, para manifestar su acuerdo. Lo cierto es que el tema le resultaba extrañamente conmovedor, pero podía adivinar cuál habría sido el comentario de Teddy si lo hubiera confesado. Probablemente la habría tomado por chiflada, obligándola a consultar con un médico. Tal vez tuviera razón.

Sin embargo, aun cuando la posibilidad de leer la novela le resultaba estimulante, no podía definir la sensación que le provocaba el hecho de que Robbie se la hubiera regalado. ¿Pensaría que ella era una mujer para quien esos temas eran algo común? O peor aún, ¿se estaba riendo de ella? ¿Creía que era una mojigata? Estaba a punto de preguntárselo cuando él añadió, con suma sencillez y delicadeza:

—Lamento la muerte de su padre.

Antes de que pudiera decir una sola palabra acerca del
Ulises
, Hannah descubrió que estaba llorando.

Nadie prestó demasiada atención a las visitas de Robbie. No al principio. En verdad, nada sugería que Hannah y él tuvieran una relación indecorosa. Hannah habría sido la primera en negarlo. Todos sabían que Robbie había sido amigo de su hermano, que había estado con él hasta el final. Si bien su aspecto tenía algo fuera de lo común, algo poco honorable —Boyle seguía insistiendo en ello— parecía lógico atribuirlo a las cruentas experiencias vividas durante la guerra.

Era imposible prever en qué momento llegaría Robbie, pero Hannah comenzó a esperar sus visitas, a anhelarlas. Algunas veces lo recibía a solas, en otras ocasiones Emmeline o Deborah la acompañaban. No le molestaba. Para ella, Robbie era su tabla de salvación. Hablaban de libros, de viajes. De ideas extravagantes y lejanos lugares. Él parecía saberlo todo sobre ella. Era casi como tener a David en casa otra vez. Descubrió cuánto necesitaba de su compañía, se inquietaba cuando sus visitas se espaciaban, ninguna otra cosa lograba entretenerla.

Si Hannah no hubiera estado tan preocupada, tal vez habría advertido que las visitas de Robbie no sólo despertaban su interés. Habría observado que Deborah pasaba cada vez más tiempo en casa. Pero no lo hizo.

Para su sorpresa, un día, estando todos en el salón, Deborah dejó a un lado sus crucigramas y declaró:

—Estoy organizando una fiesta para la semana próxima, señor Hunter. He estado tan ocupada que ni siquiera he tenido tiempo de conseguir un compañero de baile —apuntó, sonriente, exhibiendo su blanca dentadura y sus labios pintados de rojo.

—Dudo que tenga dificultades para conseguirlo —contestó Robbie—. Seguro que hay montones de hombres esperando la oportunidad de introducirse en las fiestas de la alta sociedad.

—Por supuesto —aseguró Deborah, sin comprender la ironía de Robbie—, pero de todos modos temo que ya no me quede tiempo para invitarlos.

—Seguramente lord Woodall aceptará —sugirió Hannah.

—Lord Woodall está de viaje —se apresuró a decir Deborah—. Y no puedo ir sola —agregó, dirigiendo una sonrisa a Robbie.

—Según dice Emmeline, ahora la última moda es ir sin pareja.

Deborah fingió no haber oído las palabras de Hannah y pestañeó seductoramente mirando a Robbie.

—A menos que… —insinuó, meneando la cabeza con una timidez que no concordaba con su personalidad—. No, por supuesto…

Robbie no dijo una palabra.

Deborah frunció los labios.

—A menos que usted acepte ser mi compañero, señor Hunter.

Hannah contuvo la respiración.

—¿Yo? —exclamó Robbie—. No, no, imposible.

—¿Por qué no? —preguntó Deborah—. Podríamos pasar una estupenda velada.

—No sé comportarme en sociedad. Sería un pez fuera del agua.

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