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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (57 page)

—Oh —se limitó a decir Hannah—. ¿Emmeline lo sabe?

Robbie se encogió de hombros.

—No hay razón alguna para que ella imagine otra cosa. No le he dado motivos.

—Mi hermana es una romántica. Tiene mucha facilidad para establecer vínculos.

—Entonces tendrá que deshacerlos.

En ese momento Hannah sintió compasión por Emmeline, pero también experimentó otra sensación. Se odió a sí misma cuando comprendió que era alivio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Robbie. Sin que ella hubiera advertido sus movimientos, lo tenía muy cerca.

—Me preocupa Emmeline —confesó Hannah, dando un paso hacia atrás—. Ella cree que sus sentimientos son más profundos.

—¿Qué puedo hacer? Ya le he dicho que no es así.

—Debe dejar de verla —sugirió serenamente Hannah—. Dígale que no le interesan esas fiestas. Seguramente no le costará demasiado. Usted mismo me ha dicho que le aburre conversar con sus amistades.

—Así es.

—En ese caso, si no siente nada por Emmeline, sea honesto con ella. Por favor, señor Hunter. Termine con esa relación. De otro modo, ella resultará herida y no puedo permitirlo.

Robbie miró a Hannah. Alargó un brazo y, muy suavemente, ordenó un mechón de su cabello que se había soltado. Ella se quedó petrificada, sin tener conciencia de nada. Sólo podía ver sus ojos oscuros, pensar en la tibieza de su piel, la suavidad de sus labios.

—Lo haré. Inmediatamente. —Robbie estaba cada vez más cerca. Hannah podía percibir el ritmo de su respiración—. Pero entonces ¿cómo haré para verla a usted? —inquirió suavemente.

Después de esa conversación las cosas cambiaron. Por supuesto. Tenían que cambiar. Lo implícito se había vuelto explícito. Hannah comenzaba a salir de las tinieblas. Se estaba enamorando de Robbie, aunque al principio no lo comprendía. Le parecía imposible, pero nunca había estado enamorada, no tenía con qué comparar ese sentimiento. Se había sentido atraída por algunos hombres, había sentido esa súbita, inexplicable excitación que una vez le despertara Teddy. Pero encontrar atractivo a un hombre y disfrutar de su compañía no era lo mismo que estar irremediablemente enamorada.

Los encuentros ocasionales que ella tan ansiosamente esperaba, los breves diálogos con Robbie cuando él iba a buscar a Emmeline ya no eran suficientes. Hannah deseaba verlo en otro lugar, a solas, donde pudieran hablar libremente. Donde no existiera siempre la posibilidad de que otra persona interrumpiera su compañía.

La oportunidad surgió una tarde, a principios de 1923. Teddy estaba en los Estados Unidos, en un viaje de negocios, Deborah pasaba el fin de semana en el campo y Emmeline había salido con sus amigos. Iría a escuchar un recital de poesía de Robbie. Hannah tomó una decisión.

Cenó a solas en el comedor, después se sentó en la sala de estar, tomó su café y se retiró a su habitación. Cuando fui a ponerle su camisón, estaba en el baño, sentada en el borde de la tina. Llevaba puesta una delicada enagua de satén que Teddy le había traído de uno de sus viajes al continente y tenía un objeto de color negro en la mano.

—¿Le gustaría darse un baño, señora? —pregunté. Si bien no era lo habitual, tampoco era extraordinario que se bañara después de la cena.

—No —contestó.

—¿Le traigo su camisón?

—No —volvió a decir—. No voy a acostarme, Grace, voy a salir.

Su respuesta me confundió.

—¿Cómo dice, señora?

—Que voy a salir. Necesito tu ayuda.

Hannah no quería que los otros sirvientes se enteraran. Me explicó con toda naturalidad que eran espías de Deborah y que no deseaba que su esposo y su cuñada, ni tampoco Emmeline, estuvieran al tanto de que ella había salido. Debían creer que se había quedado en casa.

Me preocupó que saliera sola de noche, y que le ocultara algo así a Teddy, y peor aún, a Deborah. Y me pregunté adonde iría, y si se atrevería a decírmelo. A pesar de todo, acepté ayudarla. Por supuesto. Me lo había pedido.

No hablamos mientras la ayudé a ponerse el vestido que ya había elegido: seda celeste, el escote bordeado con flecos que le rozaban los hombros desnudos. Hannah se sentó frente al espejo y observó cómo le sujetaba el cabello mientras jugueteaba con la cadena de su relicario y se mordía el labio. Después me alcanzó una peluca de cabello negro y corto que Emmeline había usado unos meses antes para un baile de disfraces. Me sorprendió, no solía usar pelucas. En cuanto la tuvo puesta retrocedí para mirarla. Era otra persona, se parecía a Louise Brooks.

Entonces tomó un frasco de perfume Chanel número 5 —otro de los regalos que Teddy le había traído de París el año anterior—, pero cambió de idea. Dejó el perfume en su lugar y se miró en el espejo. Fue entonces cuando vi el pedazo de papel sobre su tocador. «Recital de Robbie,
El gato callejero
, Soho, sábado, 10 de la noche». Nuestras miradas se encontraron en el espejo. Ella tomó el papel, lo metió en su bolso y lo cerró. ¿Cómo no lo había adivinado? ¿Qué otra persona podía ser motivo de tanta precaución, de tanto nerviosismo, de tanta excitación?

Me adelanté para asegurarme de que los sirvientes estuvieran abajo. Luego le dije al señor Boyle que había visto una mancha en el cristal de la ventana del vestíbulo. No era cierto, pero no podía correr el riesgo de que algún miembro del servicio oyera que la puerta de entrada se abría sin motivo.

Volví a subir y le hice una seña a Hannah, que estaba en uno de los descansillos de la escalera. Abrí la puerta y ella salió. Se volvió hacia mí y me sonrió.

—Tenga cuidado, señorita —pedí, acallando mis malos presentimientos.

Ella asintió.

—Gracias por todo, Grace.

Hannah desapareció en la oscuridad de la noche, con los zapatos en la mano para no hacer ruido.

Al doblar la esquina Hannah consiguió un taxi y le pidió que la llevara al club donde Robbie leería sus poemas. Estaba tan excitada que le costaba respirar. Taconeó un par de veces sobre el suelo del automóvil para cerciorarse de que todo aquello era real.

No le había resultado difícil conseguir la dirección del lugar. Emmeline tenía un diario íntimo donde guardaba artículos, avisos e invitaciones. Un trabajo innecesario, porque en cuanto dijo el nombre del club el chófer no precisó de mayores instrucciones. El Gato Callejero era uno de los clubes más famosos del Soho, un lugar de reunión de artistas, traficantes de droga, magnates y encumbrados miembros de la aristocracia, aburridos y ociosos, deseosos de librarse de los grilletes que les imponía su noble cuna.

El conductor detuvo el taxi y le aconsejó que tuviera cuidado. Hannah pagó y bajó. Él meneó la cabeza. Al volverse hacia él para darle las gracias, vio reflejado en el automóvil negro el cartel de neón rojo con el nombre del club y sintió un escalofrío.

Jamás había visitado un lugar como aquél. Se detuvo a observar la fachada de ladrillo, el cartel luminoso y la multitud de gente que reía mientras salía a la calle. A eso se refería Emmeline cuando hablaba de los clubes. En tugurios como ése pasaba las noches junto a sus amigos. Hannah tembló, y entró con la cabeza gacha, sin permitir que el hombre del guardarropa se llevara su abrigo.

El lugar era diminuto, apenas más que una habitación, los cuerpos que se apiñaban en su interior entibiaban el ambiente. El aire olía a humo y a ginebra. Hannah se quedó cerca de la entrada, junto a una columna, y recorrió el local con la mirada, tratando de encontrar a Robbie.

Estaba sobre el escenario, si podía denominarse así al pequeño rincón que quedaba libre entre el gran piano y la barra. Sentado en un banco, con un cigarrillo entre los labios, fumaba perezosamente. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla. Iba vestido con el pantalón de su traje negro y una camisa blanca, con el cuello desabotonado. Tenía el cabello despeinado. Hojeaba un cuaderno.

Frente a él estaban sus oyentes, sentados en torno a pequeñas mesas redondas, en taburetes junto a la barra, o de pie, apoyados en las paredes.

Hannah distinguió a Emmeline, sentada entre sus amigos. Fanny estaba con ella, era la señora del grupo. El matrimonio la había desilusionado. Una institutriz algo tediosa se había apropiado de sus hijos, su esposo pasaba el día pensando en qué nuevo alimento le haría daño. No eran demasiadas las cosas que pudieran despertar su interés. ¿Quién podía culparla por buscar diversión junto a sus antiguos amigos? Ellos la toleraban porque verdaderamente quería divertirse, y porque era mayor y podía solucionarles todo tipo de problemas. Era especialmente hábil para convencer dulcemente a la policía que los acosaba durante sus rondas nocturnas.

En esa mesa todos bebían cócteles en copas de Martini. Uno de ellos extendió una línea de polvo blanco sobre la mesa. En otra ocasión, Hannah se habría preocupado por su hermana, pero esa noche estaba en paz con el mundo entero.

Hannah se acercó más a la columna, aunque no era necesario que se molestara. Todos estaban tan entretenidos que no tenían oportunidad de mirar hacia atrás. El tipo del polvo blanco le susurró algo a Emmeline y ella rió libremente, sin moderación, dejando a la vista la blancura de su cuello.

Por el leve movimiento del cuaderno, Hannah percibió que a Robbie le temblaban las manos. Dejó el cigarrillo en un cenicero que estaba en la barra y comenzó a leer, sin más preámbulos, un poema que hablaba de historia, misterio y recuerdos. «La niebla inconstante».

Era uno de los favoritos de Hannah. Ella lo observaba. Era la primera oportunidad en que se podía permitir que sus ojos recorrieran ese rostro, ese cuerpo, sin que él lo supiera. Y lo escuchaba. Se había conmovido al leer esos versos, pero al oírlos de labios de Robbie pudo apreciar sus sentimientos más profundos.

Cuando concluyó, el auditorio aplaudió. Alguien gritó, se oyeron risas y él detuvo sus ojos en ella. Su rostro permaneció inmutable, pero supo que la había mirado, reconociéndola a pesar de su disfraz.

Por un instante estuvieron a solas.

Robbie volvió a buscar en su cuaderno, pasó algunas páginas y se detuvo en el poema siguiente.

Y le habló a ella. Un poema tras otro. Sobre lo conocido y lo ignorado, la verdad y el sufrimiento, el amor y el deseo. Ella cerró los ojos, y con cada palabra sintió que las tinieblas desaparecían.

El recital llegó a su fin y todos aplaudieron. Los camareros de la barra entraron en acción. Prepararon cócteles americanos y sirvieron copas. Los músicos tomaron asiento en el escenario y comenzaron a tocar jazz. Algunos de los presentes, alcoholizados y sonrientes, improvisaron una pista de baile entre las mesas. Hannah vio que Emmeline le hacía una seña a Robbie para que se sentara junto a ella. Robbie le señaló su reloj. Ella hizo un gesto exagerado para mostrar su decepción, pero de inmediato uno de sus compañeros la invitó a bailar.

Robbie encendió otro cigarrillo, se puso la chaqueta y guardó el cuaderno en el bolsillo interior. Le dijo algo a un hombre que estaba detrás de la barra y atravesó el salón en dirección a Hannah.

Ella, a punto de desfallecer, lo veía acercarse lentamente. Sintió vértigo, como si hubiera estado de pie al borde de un precipicio, azotada por el viento, sin otra alternativa más que dejarse caer.

Sin decir una palabra, él la tomó de la mano y la condujo hacia la puerta.

Eran las tres de la mañana cuando Hannah bajó por la escalera de servicio de la casa del número diecisiete. Yo la estaba esperando, como había prometido. Con el estómago atenazado por los nervios. Llegó más tarde de lo que me esperaba. La oscuridad y la inquietud se habían aliado para llenar mi cabeza de escenas horripilantes.

—Gracias a Dios —exclamó Hannah, deslizándose a través de la puerta que yo había abierto—. Temía que lo hubieras olvidado.

—Por supuesto que no, señora —dije ofendida.

Hannah recorrió inadvertida la sala de los sirvientes y entró de puntillas en la zona principal, con los zapatos en la mano. Cuando comenzó a subir la escalera para ir hacia el segundo piso reparó en que yo la seguía.

—No es necesario que me acompañes, Grace, es muy tarde. Además, deseo estar sola.

Asentí, me detuve y me quedé al pie de la escalera, con mi camisón blanco, como una niña desorientada.

—Señora… —dije rápidamente.

Hannah se volvió para responderme.

—¿Qué, Grace?

—¿Fue agradable la velada?

Hannah sonrió.

—Oh, Grace. Mi vida ha comenzado esta noche.

III

Nunca se encontraron en su casa. Por lo que Hannah sabía, Robbie no tenía un hogar. Se veían en lugares prestados, en los que él estaba de paso. Eso aumentaba la sensación de aventura. Para ella, resultaba emocionante refugiarse en otras casas, en la vida de otras personas. Los momentos de intimidad en lugares extraños tenían algo delicioso.

La manera de arreglar los encuentros era muy simple. Cada vez que Robbie iba a buscar a Emmeline, aprovechaba la espera para entregar secretamente a Hannah una nota con la dirección, la hora, el día. Hannah la leía con disimulo, y asentía en señal de acuerdo. A veces no podía cumplir con lo acordado: Teddy requería su presencia en un acto político o Deborah le pedía su colaboración en alguno de sus comités. En esas ocasiones, no tenía manera de decírselo, y sufría al imaginarlo esperándola en vano.

Pero en la mayoría de los casos lograba inventar excusas: que almorzaría con una amiga, o que iría de compras. Nunca desaparecía durante demasiado tiempo. Estaba muy atenta. Más de dos horas de ausencia podían despertar sospechas. El amor le impuso la necesidad de ser astuta y pronto se volvió experta. Si inesperadamente veía a un conocido en algún lugar inusual, lo esquivaba velozmente. Un día se topó con lady Clementine en Oxford Circus. Ella le preguntó dónde estaba su chófer y Hannah le respondió que, dado que el clima era tan agradable, había sentido deseos de salir a caminar. Pero lady Clementine no había nacido ayer. Entrecerró los ojos, asintió y le recomendó a Hannah que tuviera cuidado, la calle tenía ojos y oídos.

Después de aquel episodio, Hannah se aseguró de volver a casa con alguna compra —un sombrero, un par de guantes, una entrada para una exposición—, cualquier cosa que sirviera para demostrar dónde había estado, y por qué llegaba más tarde de lo esperado.

Y de ese modo podían encontrarse. Ella salía de la casa del número diecisiete para acudir al lugar indicado en la nota más reciente, con la precaución de no cruzarse con alguno de los espías de Deborah. Unas veces la cita era en una zona conocida; otras, tenía que viajar hasta lejanos suburbios londinenses y buscar la calle y luego la casa o el apartamento. Después de asegurarse de que nadie la observaba, conteniendo la respiración, tocaba el timbre.

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