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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (54 page)

BOOK: La casa de Riverton
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La puerta se abrió. Boyle traía la bandeja con el té. La dejó en la mesa, cerca de Hannah, y retrocedió unos pasos.

—Señor Hunter —continuó Hannah al ver que el mayordomo permanecía en la sala observando a Robbie—, Boyle me ha dicho que usted quiere devolverme algo.

—Sí.

Mientras Robbie buscaba en su bolsillo, Hannah le hizo un gesto al mayordomo para indicarle que todo estaba en orden y que podía retirarse. Cuando la puerta se cerró, el visitante sacó algo envuelto en una tela raída, con un cordel desgastado. A Hannah le pareció imposible que aquello pudiera pertenecerle. Al observarlo más detenidamente comprendió que era una vieja cinta, alguna vez blanca, ahora ocre. Robbie abrió el envoltorio con dedos temblorosos y le ofreció el contenido.

Hannah sintió un nudo en la garganta. Era un libro diminuto. Se inclinó para cogerlo, tomándolo con sumo cuidado. Observó la tapa, aunque sabía de sobra cuál era el título.
Viaje a través del Rubicón
.

La invadió una oleada de recuerdos. Las correrías en los jardines de Riverton, la excitación de la aventura, los secretos a media voz en el cuarto de los niños.

—Le entregué esto a David para que le diera suerte.

Robbie asintió.

—¿Por qué se lo apropió?

—No lo hice.

—David jamás se lo habría cedido.

—No, desde luego, y no lo hizo. Yo soy tan sólo su mensajero. Él quería que usted lo recuperara. Lo último que dijo fue «llévaselo a Nefertiti». Y eso he hecho.

Hannah evitó mirar a Robbie. Ese nombre, su nombre secreto. Él no la conocía lo suficiente. Apretó entre sus dedos el pequeño libro, cerró los ojos y se recordó a sí misma valiente, indómita y llena de proyectos. Alzó la cabeza para mirarlo.

—Hablemos de otra cosa.

Robbie asintió con un gesto suave y volvió a guardar el envoltorio en su bolsillo.

—¿De qué hablan dos personas que se reencuentran en una circunstancia como ésta?

—Hacen preguntas acerca de sus actividades habituales —sugirió Hannah, guardando el minúsculo libro en su escritorio—. Del rumbo que ha tomado su vida.

—En ese caso, podría preguntarle: ¿a qué se ha dedicado en los últimos tiempos, Hannah? Aun cuando tengo evidencia suficiente del rumbo que ha tomado su vida.

Hannah se irguió, sirvió una taza de té, la sostuvo en su mano algo temblorosa y se la pasó a su invitado.

—Estoy casada con un caballero llamado Theodore Luxton, seguramente ha oído hablar de él. Es empresario, trabaja junto a su padre. Dirigen algunas compañías, al menos eso creo.

Robbie la observaba sin dar indicios de que el nombre de Teddy le resultara familiar.

—Vivo en Londres, como sabe —continuó Hannah, tratando de sonreír—. Es una ciudad maravillosa, ¿no cree? Hay infinidad de cosas que visitar y hacer. Gente interesante. —La voz de Hannah sonaba insegura. Robbie la distraía. Mientras ella hablaba, él la observaba con la misma desconcertante intensidad con que había escrutado el Picasso, en la biblioteca, muchos años atrás—. Señor Hunter —exigió con cierta impaciencia—, me veo obligada a pedirle que deje de mirarme de ese modo. Es casi imposible…

—Tiene razón —señaló suavemente Robbie—. Ha cambiado. Su expresión es triste.

Hannah quiso responderle, asegurarle que se equivocaba. Que en todo caso, la tristeza que él percibía era la consecuencia de haber resucitado el recuerdo de su hermano. Pero algo en la voz de Robbie se lo impidió. Algo que la hacía sentir transparente, frágil, vulnerable. Sintió que no se conocía a sí misma tanto como él la conocía. No era una sensación agradable, pero comprendió que lo mejor era no discutir sobre el asunto.

—Bien, señor Hunter —indicó poniéndose de pie—, debo agradecerle que haya venido a devolverme el libro.

Robbie también se puso de pie.

—Hice una promesa.

—Le pediré a Boyle que lo acompañe.

—No se moleste. Conozco el camino.

Al abrir la puerta, Emmeline irrumpió como un remolino de seda rosa y cabello rubio. En sus mejillas resplandecía la dicha de la juventud y de tener una vida social en el círculo de los privilegiados. Se dejó caer en el sofá y cruzó las piernas. Hannah se sintió súbitamente vieja, y extrañamente desvaída, como una acuarela que por descuido queda bajo la lluvia hasta que sus colores se diluyen.

—Uff, estoy extenuada —anunció Emmeline—. ¿Ha quedado un poco de té?

En ese momento miró a su alrededor y advirtió que Robbie estaba allí.

—¿Recuerdas al señor Hunter, Emmeline? —preguntó Hannah.

Emmeline parecía desconcertada. Se inclinó hacia adelante y apoyó el mentón en su mano. Sus grandes ojos azules parpadeaban mientras observaba al visitante.

—El amigo de David —agregó Hannah—, lo conocimos en Riverton.

—Robbie Hunter —evocó Emmeline, sonriendo con deleite mientras dejaba caer su mano sobre el regazo—. Por supuesto, lo recuerdo. Me debe un vestido. Quizás esta vez no sienta la imperiosa necesidad de hacerlo jirones.

Ante la insistencia de Emmeline, empeñada en que era inconcebible dejarlo marchar tan pronto, Robbie se quedó a cenar. Por lo tanto, esa noche el inesperado visitante compartió la mesa con Teddy, Deborah, Emmeline y Hannah en el salón comedor de la casa del número diecisiete.

Hannah se sentó a un lado de la mesa, Deborah y Emmeline frente a ella, Teddy y Robbie en las cabeceras. Ambos parecían unas curiosas estatuas sujetalibros en un estante de biblioteca: Robbie, el arquetipo del artista desilusionado. Teddy, después de cuatro años de trabajo junto a su padre, una caricatura del poder y la prosperidad. Aún era un hombre apuesto —Hannah había podido comprobar que las esposas de algunos de sus colegas trataban de seducirlo, con escaso resultado—, pero tenía la cara más llena y el cabello canoso. Las mejillas habían adquirido el tinte rosado que suele conferir una vida opulenta. Teddy se apoyó en el respaldo de su silla.

—Y bien, señor Hunter, cuéntenos a qué se dedica. Mi esposa dice que no es empresario. —Era evidente que Teddy no concebía que existieran otras opciones.

—Soy escritor —declaró Robbie.

—Ah, escritor. ¿Escribe para
The Times
?

—Lo hice, además de para otras publicaciones.

—¿Y ahora?

—Escribo para mí. —Teddy sonrió—. Imaginé estúpidamente que sería más fácil complacerme a mí mismo.

—Puede considerarse afortunado —exclamó Deborah—, se permite dedicar su tiempo al ocio. Yo no sabría quién soy si no corriera todo el día de un lado a otro.

Deborah comenzó a monologar sobre un baile de máscaras que había organizado poco tiempo antes, dedicándole al invitado sonrisas voraces.

Hannah advirtió que trataba de seducirlo y miró a Robbie. Era apuesto, aunque en su estilo, lánguido y sensual. No era en absoluto el tipo de hombre que solía atraer a Deborah.

—¿Escribe libros? —preguntó Teddy.

—Poesía —respondió Robbie.

Teddy alzó las cejas histriónicamente y recitó:

—«Qué fastidio es detenerse, oxidarse sin brillo en lugar de resplandecer en el ejercicio».

Hannah sintió vergüenza ajena ante la inoportuna cita de Tennyson.

Robbie la miró y sonrió. Luego recitó:

—«Como si respirar fuera vivir».

—¿Sus versos tienen alguna similitud con los de Shakespeare? Es un autor al que siempre he admirado —comentó Teddy.

—Me temo que no puedo compararme con él —afirmó Robbie—. No obstante, sigo intentándolo. Es mejor morir en acción que consumirse en la desesperación.

—Exactamente —coincidió Teddy.

Hannah seguía observando a Robbie. De pronto, algo que había vislumbrado se definió con nitidez y respiró profundamente. Había descubierto quién era el hombre que estaba sentado a su mesa.

—Usted es R. S. Hunter.

—¿Quién? —preguntó Teddy, mirando alternativamente a Hannah y a Robbie. Por fin su mirada se dirigió a Deborah, pidiendo explicación. Ella alzó afectadamente los hombros.

—R. S. Hunter —repitió Hannah, sin dejar de observar a Robbie. No pudo contener la risa—. Tengo una antología de sus poemas.

—¿La primera o la segunda versión?


Progreso y desintegración
.

Hannah ignoraba que existiera otra recopilación.

—Ah —exclamó entonces Deborah, con ojos asombrados—, vi un artículo en el periódico. Usted ganó ese premio.


Progreso
… es la segunda antología —explicó Robbie sin apartar la vista de Hannah.

—Me gustaría leer la primera. Por favor, dígame cuál es el título, señor Hunter, para que pueda comprarla.

—Con mucho gusto le daré mi ejemplar. Me lo sé de memoria. Entre nosotros, el autor me resulta bastante aburrido.

Los labios de Deborah dibujaron una sonrisa. En sus ojos surgió una expresión familiar. Estaba evaluando a Robbie, repasando la lista de personas a las que podría impresionar si lo presentaba en alguna de sus veladas. Por el modo en que fruncía los labios, le asignaba un gran valor. Hannah sintió que quería arrebatarle algo que le pertenecía.

—¿
Progreso y desintegración
? —preguntó Teddy guiñando un ojo a Robbie—. ¿No será usted un socialista, verdad, señor Hunter?

Robbie sonrió.

—No, señor, no tengo posesiones para redistribuir ni deseo de obtenerlas.

La respuesta hizo reír a Teddy.

—Señor Hunter, me temo que le divierte burlarse de nosotros.

—Me estoy divirtiendo, pero no es mi intención burlarme de ustedes.

Deborah intentó que su sonrisa fuera seductora.

—Un pajarito me ha contado que usted no es el vagabundo que intenta parecer.

Hannah miró a Emmeline, que se cubría la cara para ocultar la risa. No era difícil determinar la identidad del pajarito al que había aludido Deborah.

—¿De qué hablas, Dobby? —preguntó Teddy—. Dilo de una vez.

—Nuestro huésped se ha estado burlando de nosotros —afirmó Deborah con tono triunfal—. Él no es el señor Hunter sino lord Hunter.

Teddy la miró desconcertado.

—¿Cómo? ¿De qué hablas?

Robbie hizo girar el pie de su copa entre los dedos.

—Es cierto que soy hijo de lord Hunter. Pero no uso el título.

Teddy apartó la vista de su plato de carne asada y miró a Robbie. Era incapaz de comprender que alguien renegara de un título. Él y su padre habían luchado tenazmente para que Lloyd George los honrara nombrándolos nobles.

—¿Está seguro de que no es socialista? —volvió a demandar.

—Basta de política —interrumpió de pronto Emmeline, poniendo los ojos en blanco—. Está claro que Robbie no es un socialista. Es uno de nosotros y no lo hemos invitado para que se aburra mortalmente. —A continuación miró fijamente a Robbie y apoyó el mentón en la palma de la mano—. Cuéntenos por dónde ha viajado, Robbie.

—¿Últimamente? Por España.

—España —repitió Hannah para sí—. Qué maravilla.

—Qué primitivo —señaló Deborah entre risas—. ¿Para qué demonios fue a ese país?

—Para cumplir una promesa hecha hace largo tiempo.

—¿Estuvo en Madrid? —quiso saber Teddy.

—Pasé por allí camino de Segovia.

—¿Para qué fue a Segovia?

—Para conocer el Alcázar.

Hannah sintió que se le erizaba la piel.

—¿Ese fuerte antiguo y derruido? —preguntó Deborah con una amplia sonrisa—. No puedo imaginar algo peor.

—Oh, no —refutó Robbie—. Fue algo inolvidable. Mágico. Como ingresar en un mundo diferente.

—¿Podría ser más explícito? —pidió Deborah.

Robbie vaciló. No encontraba las palabras adecuadas.

—Sentí que podía ver el pasado. Cuando llegaba la noche y estaba solo, casi podía oír los murmullos de los muertos. Antiguos secretos rondaban por allí.

—Qué morboso —opinó Deborah.

—¿Por qué se marchó de España? —preguntó Hannah.

—Sí, ¿qué lo trajo de vuelta a Londres, señor Hunter? —quiso saber Teddy.

Robbie miró a Hannah. Sonrió, y se dirigió a Teddy.

—Sospecho que fue la divina providencia.

—Un largo viaje —declaró Deborah con esa voz seductora que Hannah le conocía—. Usted debe de tener algo de gitano.

Robbie sonrió, pero no dijo nada.

—O eso o, por el contrario, nuestro invitado tiene cargo de conciencia —afirmó Deborah inclinándose hacia Teddy, y bajando jocosamente la voz—. ¿Es eso, señor Hunter? ¿Es usted un fugitivo?

—Sólo escapo de mí mismo, señorita Luxton —declaró Robbie.

—Según vaya envejeciendo deseará establecerse en un lugar —sentenció Teddy—. Yo tenía espíritu aventurero. Me gustaba conocer el mundo, coleccionar objetos y acumular experiencias. —Por el modo en que apoyó las palmas sobre el mantel, a cada lado del plato, Hannah supo que su esposo iba a dar un sermón—. Pero en el transcurso de su vida adulta el hombre asume cada vez más responsabilidades. Adquiere hábitos. Lo imprevisto, si bien solía estimularlo cuando era joven, comienza a irritarlo. Yo adoraba París, pero esa ciudad va camino de la ruina. No hay respeto por las tradiciones. Basta con ver el modo en que se visten las mujeres. —Teddy meneó la cabeza—. Yo no permitiría bajo ningún concepto que mi esposa tuviera esa apariencia.

Hannah no se atrevió a mirar a Robbie. Sin apartar la vista de su plato, jugueteó con la comida y dejó el tenedor.

—Sin duda viajar nos permite comprender otras culturas —afirmó Robbie—. En el lejano Oriente conocí una tribu cuyos hombres tallan los rostros de sus mujeres con diversos diseños.

—¿Con un cuchillo? —preguntó espantada Emmeline.

Teddy, cautivado por el comentario, tragó un bocado de carne sin masticar.

—¿Por qué hacen algo así?

—Las esposas son consideradas meros objetos de placer, que sus esposos se complacen en exhibir. Creen que tienen el derecho de decorarlas como les parezca adecuado.

—Bárbaros —espetó Teddy meneando la cabeza. Luego le hizo una seña a Boyle para que volviera a llenar su copa—. Y se preguntan por qué es necesario que nosotros los civilicemos.

Después de aquella noche, Hannah no volvió a ver a Robbie durante varias semanas. Pensó que había olvidado la promesa de prestarle su libro de poesía. Sospechaba que era propio de él seducir a sus anfitriones haciendo promesas vanas y luego desaparecer sin haberlas cumplido. Ella no estaba ofendida, tan sólo descontenta consigo misma por haber tomado en serio sus palabras. No debía seguir pensando en ello.

No obstante, quince días después, mientras visitaba una pequeña librería de Drury Lane, en la sección H-J —allí estaban los libros de los autores cuyo nombre empezaba con esas letras— encontró un ejemplar de la primera antología de poemas y lo compró. Después de todo, había admirado sus poemas mucho antes de comprender que él era un hombre capaz de hacer promesas vanas.

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