Palencia explicó luego que, aunque lo lamentaba, tendría que regresar a Sanlúcar inmediatamente después de la visita a las dunas para ocuparse de un colega suizo que le acababa de anunciar su intempestiva llegada a la comarca. Era una lástima, pero no había más remedio que atenderle porque le debía unos cuantos favores.
—Qué pena que no haya podido venir Benito —siguió—. Nos habría entretenido con sus cosas de Tarteso. Por cierto, tengo algo que quiero mostraros y que él no ha visto todavía. Algo muy especial.
Salió del comedor-biblioteca y volvió con una pequeña caja en la mano. Se sentó otra vez a la mesa y la abrió.
—Es una placa de bronce con una imagen de Astarté —dijo, sacándola—. La diosa fenicia de la fecundidad y del amor.
—Y de la navegación —matizó Machado Núñez, mirándola con gran interés—. Astarté tenía un templo importante en Cádiz.
—Es cierto —ratificó Palencia—. Como el buen gaditano que eres, ¿cómo no lo ibas a saber? —Le pasó la pieza y siguió—: La encontró un carbonero cerca de Hinojos hace unos meses. Por suerte me enteré y se la pude comprar.
—¿Hinojos? —preguntó Boyd.
—Es un pueblo situado en la linde de la marisma por la parte de Villamanrique de la Condesa —explicó Araceli—. No lejos de nuestra finca.
—A la diosa la acompañan dos aves, una a cada lado —dijo Palencia—. A ver si usted nos da su opinión de ornitólogo al respecto, señor Boyd.
Patrick, cogiendo la placa con ambas manos, la contempló embelesado.
—No hay la menor duda —sentenció—. La de la derecha es un pato real. Y la de la izquierda un ánsar.
—¡Bravo! ¡De acuerdo! —exclamó Palencia—. A mi juicio demuestra que los ánsares de Islandia llevan invernando en el Coto desde hace miles de años.
—¡Qué pelo más hermoso lleva! —exclamó Araceli, cogiendo la pieza y acariciando la cabeza de la diosa.
—Sí, y un collar precioso —dijo Palencia—. Son flores de loto, las flores sagradas de Egipto y de la India.
—¿Y cuántos años puede tener? —preguntó Machado Álvarez, intrigado.
—Bueno, no sé, tal vez dos mil quinientos, ¡debe de ser de la época de Argantonio, el último rey de los tartesios!
—Se dice, y yo lo creo —interpuso Machado Núñez— que la Virgen del Rocío es Astarté con un ligero disfraz.
—Yo también lo creo así —respondió Palencia—. Hay imágenes de Astarté con una tórtola blanca entre las manos. ¡Te das cuenta, Antonio! ¡La Blanca Paloma, la Virgen del Rocío! Yo estoy convencido. Astarté, bajo la advocación de la Virgen de la Blanca Paloma, es la diosa tutelar de Doñana… ¡y de los ánsares que vienen a visitarnos cada otoño e invierno desde Escandinavia!
Cuando Araceli se despidió de Patrick le miró a los ojos y esbozó un apenas perceptible encogimiento de hombros. Patrick, devolviendo la mirada, recordó lo de Napoleón y su famoso: «Esta noche no, Joséphine».
Luego se fueron todos a dormir.
—¡Nos quiere llevar consigo a la mar! —exclamó Araceli, realmente alarmada.
Así parecía. Se había puesto a soplar el levante y el Guadalquivir, espoleado por la marea baja e impaciente por fundirse en un impetuoso abrazo con el océano, les empujaba con bravura. Los cuatro remeros, sorprendidos por la fuerza del oleaje tan de repente crecido, necesitaban de su larga experiencia para mantener el rumbo del falucho, que, rebasada la mitad de la corriente, ya se iba aproximando al embarcadero.
Llegados a su destino, donde les esperaban con los animales Juan Fajardo y otro guarda, el alivio fue general.
La palidez de Machado Álvarez corría pareja con la de Araceli. De hecho, sólo Celedonio Palencia y Patrick Boyd habían disfrutado la travesía. El primero porque la tripulación le ofrecía todas las garantías, y Boyd por tener la mirada tan clavada en el otro lado del río que apenas se había enterado de que podía haber un problema.
—¡Creí que nos íbamos a pique! —prorrumpió Machado padre, ya en tierra—. ¡Vaya manera de empezar nuestra aventura! Me pregunto si a Goya y a la duquesa de Alba les pasó algo parecido.
—¿Cómo? —dijo Patrick.
—¿Ah, no lo sabía? Sí, hombre. El Coto pertenecía entonces al marido de la duquesa, no recuerdo cómo se llamaba, y ella lo heredó a su muerte. Goya, que ya era su amante, la visitó en Sanlúcar. Y cruzaron el río.
—En el verano de 1796 —dijo Palencia.
—¿En 1796 fue? Bueno, te creo. Vivieron su idilio en el palacio de Doñana, donde mañana pasaremos la noche. Se dice que allí pintó sus dos majas.
Patrick miró a Araceli, que ya se reponía del susto. Escuchaba atenta y se dibujaba en sus labios una leve sonrisa.
Cargadas maletas y provisiones en los amplios cerrones de los mulos, y montados los excursionistas a caballo, penetraron, guiados por Fajardo, en la densa selva de pinos piñoneros que había observado Patrick desde el vapor.
«Palencia tenía razón —pensaba—. Desembarcar aquí es dejar atrás el mundo conocido y entrar en otro absolutamente virgen, primitivo.»
Iban en fila india por una vereda arenosa que dificultaba el tránsito de las bestias y hacía imposible que caminasen al trote. Detrás de Fajardo y el otro guarda, con los mulos, cabalgaba Celedonio Palencia, a quien de vez en cuando dirigía el primero alguna observación. Le seguía Machado padre. Luego venían Araceli —montada a la inglesa sobre una hermosa bestia ojizarca—, Boyd y, ocupando el último puesto de la caravana, Machado hijo.
Araceli había cambiado el traje del día anterior por un atuendo ecuestre con toque jerezano y llevaba alrededor del cuello un pañuelo de seda roja anudado a lo bandolero. Boyd nunca había visto a una amazona tan atrayente. ¡Y pensar que le acompañaba en ésta su visita iniciática a Doñana! Apenas cabía mayor felicidad.
Le sorprendía sobremanera la densidad y el verdor del sotobosque, una maraña de lentiscos, jaras, brezos, retama y cantueso todavía mayormente en flor y que, al roce de los animales, desprendían un intenso aroma acre que le recordaba el que envolvía a Araceli la noche de Franconetti.
Entre el matorral revoloteaban, moteados por los rayos de sol filtrados por las ramas de los pinos, mariposas variopintas, abejas y otros insectos.
A Patrick le parecía mentira que fuera noviembre.
Juan Fajardo desmontaba a intervalos y se ponía de rodillas para examinar una traza detectada en la arena por su experimentada mirada. «Por aquí acaba de cruzar un lince cazando», sentenció en una de tales paradas. Paradas que agradecían todos porque les permitían estirar un poco los miembros y beber agua del botijo que llevaba el guarda en una de sus alforjas.
—Qué pena que no lo viéramos —comentó Machado Núñez—, el animal más hermoso y menos conocido de España. ¡Y yo, queridos amigos, tengo el orgullo de haber sido el primer científico en señalar públicamente su presencia en Doñana!
En un claro del bosque despacharon con ganas, a mediodía, la merienda que les había preparado su anfitriona en Sanlúcar.
Tuvieron que caminar tres horas más hasta alcanzar el otro lado de los pinares. Llegados hasta allí constataron que se extendía delante de ellos un desierto donde no crecía nada, a no ser que fueran unos espartos, del cual sobresalían los esqueletos de árboles ahogados por la arena.
Patrick se quedó impresionado ante aquella transición tan brutal de espeso bosque a despiadado yermo sahariano.
Juan Fajardo les había explicado que una de las singularidades del Coto era la rapidez con que se hacía de noche, con apenas unos minutos de crepúsculo que, según les aseguró ahora, mientras contemplaban la desolación que se acababa de abrir ante sus ojos, sobrevendría en treinta o cuarenta minutos. Mejor cruzarla sin más demora, recomendó, para llegar todavía con luz a su meta.
Así lo hicieron.
El poblado, de seis o siete chozas cónicas de enea, rodeado de una improvisada empalizada de tablas, estaba ubicado en medio de un espacio de pinos y breña cuyo flanco oeste no era ni más ni menos que la abrupta pendiente de una enorme duna de cinco o seis metros de altura. Como imagen de destrucción inexorable Patrick no había visto nunca nada comparable. Daba igual que el proceso de estrangulación de todo el corral pudiera durar un año o dos o cinco, su sentencia de muerte estaba escrita y la primera víctima iba a ser un majestuoso pino alrededor de cuyo recio tronco ya iba subiendo el nivel de la arena.
Los habitantes del poblado —unos diez carboneros y piñoneros y, en algún caso, su familia—, llevaban semanas esperando con ilusión a los excursionistas, sobre todo por la noticia de que entre ellos venían unos marqueses acompañados de un inglés.
Uno de los carboneros tenía fama en el Coto por su destreza con el pito y el tambor y, avisado por Juan Fajardo, había preparado para los visitantes, con sus dos hijas, un pequeño recibimiento con música y danza. Mientras el padre agarraba el instrumento de madera con la mano izquierda y le daba al tambor con la derecha, las muchachas, esgrimiendo con garbo las castañuelas, bailaron unos fandangos.
—No lo saben —le susurró Araceli a Patrick—, pero son sacerdotisas de Astarté, patrona de las marismas.
Patrick asintió, sonriendo, y dijo:
—Sí, a lo mejor tienes razón.
Aunque había caído la noche con la precipitación anunciada por Fajardo, los últimos rescoldos solares todavía encendían de rojo y morado el cielo bajo del poniente.
Terminado el concierto, el guarda los llevó a las chozas que se habían preparado para su descanso: una para Machado padre y Palencia, otra para Patrick y Machado Álvarez y la tercera para Araceli.
En el centro de cada una ya ardía, en una tina metálica redonda que hacía las veces de chimenea, un fuego de leña cuyo humo se escapaba en espirales por el agujero practicado en el techo del primitivo habitáculo de enea. Sobre una mesa crepitaba un candil. Un par de sillas, un cántaro de agua y un sencillo armario casi completaban el humilde mobiliario.
—¡Ahora sí hemos dejado atrás el mundo actual! —le dijo Patrick a Machado hijo mientras desplegaban sobre sendos catres, provistos de mantas de lana, su ropa para la mañana siguiente y algún artículo de aseo—. ¡Es la primera vez que paso la noche en un poblado de la Edad de Piedra!
En otro corral cercano un ciervo bramaba su despedida al día. Entre los pinos que rodeaban el lugar ensayaba una lechuza sus primeras estridencias nocturnas.
La cena, compartida por todos alrededor de una hoguera de ramas secas de enebro y otras plantas aromáticas, no pudo ser más bulliciosa. La mujer del pitero había dispuesto para la ocasión una gran olla de conejo, y Palencia sacó de sus alforjas varias botas de vino tinto. Hubo risas y anécdotas marismeñas y hasta accedió a cantar una de las hijas del músico.
Machado padre y Celedonio Palencia se retiraron luego, así como los ribereños. Patrick les rogó a Antonio y Araceli que se quedasen con él un poco más al lado del fuego, que ya se iba apagando. Les quería comunicar su inquietud en relación con Pedro González y los papeles de Solís. ¿No debería volver a Sanlúcar con Palencia después de ver los ánsares? ¿No sería una insensatez no aprovechar inmediatamente aquella pista, teniéndola tan cerca? ¿No decía el refrán español que pájaro en mano vale cien volando?
Lo disuadieron. González podía esperar una semana y, además, sería mejor que Celedonio preparara antes el terreno. ¿Para qué perder el resto del periplo por el Coto, incluso, quizás, una visita a la capilla de la Virgen del Rocío, cuando unos días después, de regreso a Sevilla, podría coger el tren de Jerez y luego seguir en coche desde allí a Sanlúcar, trayecto más rápido que el fluvial?
Patrick se dejó convencer a regañadientes.
Cuando se despidieron, la mirada de Araceli, al darle la mano, le decía, imperiosa, que le esperaba y que no le faltara.
Entregado ya Machado a un profundo sueño, Boyd se levantó. Hacía un frío intenso pese a que habían echado más leña a la tina antes de acostarse. Se puso la manta alrededor de los hombros y salió de la choza.
Se paró un momento en la puerta. Colgaba en el cielo despejado, entre estrellas relumbrantes, el tenue cuerno de la luna menguante. «Dentro de unos días —reflexionó—, sería nueva.»
En el silencio de la noche se oía claramente el batir del mar sobre la playa. En la lejanía ululaba insistente algún animal nocturno.
Sorteó con cautela los escasos metros que le separaban de la choza de su amante y empujó la puerta.
Araceli había dejado el candil encendido sobre la mesa, cerca de la cama. El fuego casi se había extinguido. Estaba dormida, debajo de varias capas de mantas, la cara medio oculta por su mata de pelo negro. Patrick aproximó un poco más la llama vacilante y la estuvo contemplando unos minutos. «¡Que hermosa es!», pensó. Luego se arrodilló a su lado y le empezó a besar tiernamente los párpados mientras le susurraba al oído:
—Araceli, Ara del Cielo, Araceli…
Ella se incorporó bruscamente, y, dándose cuenta de que era él, le echó los brazos alrededor del cuello y le buscó ávidamente los labios.
—Estaba soñando —dijo—. ¡Me iba contigo en un barco, un velero!
—¡Nos escapábamos! —murmuró Patrick, apretándola con toda su fuerza contra el pecho—. Es lo que vamos a hacer, tú y yo, nos vamos a escapar y vamos a vivir nuestra vida, la vida que nos pertenece. Pese a todos y a todo. Te lo juro.
—Éramos tan felices —siguió Araceli—. Había otras parejas, abrazadas y alegres. El velero corría veloz e íbamos a dejar atrás para siempre las miserias de esta sociedad.
Patrick se tendió a su lado y la siguió estrechando entre los brazos mientras la cubría de besos apasionados.
—Necesitaba estar contigo a solas esta noche, aunque sólo fuera media hora —dijo Araceli, acariciándole la cara. Se calló un momento, luego añadió—: Quiero que me digas qué vamos a hacer. No puedo seguir así, con la duda, me moriré.
Le contestó que nada más volver a Madrid lo pondría todo en marcha, que ya se lo había dicho, que había que proceder con suma prudencia, que le quedaban nueve o diez semanas de investigación, tiempo suficiente para ultimar los pormenores de la huida, que tuviera paciencia; en fin, que confiara en él…
Araceli le dijo que se pusiera de pie un momento. Luego apartó las mantas.
—Ven aquí, niño —le pidió—, luego te vas y dormimos un poco antes de ir a ver a tus gansos.
Poco después, mientras volvía sobre sus pasos, Boyd percibió cerca un ligero carraspeo. ¿Dentro de una de las chozas o fuera? No lo pudo precisar, pero tuvo de repente la sensación, o quizás sólo la sospecha, de que su visita a Araceli no había pasado desapercibida para algún morador de aquel poblado de la Edad de Piedra.