Despertados por Juan Fajardo, fuertemente abrigados contra el frío y fortalecidos por varias tazas de café muy caliente preparado por la mujer del pitero, iniciaron a las tres y media de la madrugada la última etapa de su laboriosa caminata hacia el Cerro de los Ánsares.
Iban delante, lado a lado, seguidos por Fajardo, dos de los carboneros de la noche anterior, montados en mulos y provistos de sendas lámparas de queroseno que, colgadas de un palo sujetado con correas al flanco de cada animal, alumbraban la vereda con suficiente claridad para poder evitar tropiezos con obstáculos imprevistos.
Cruzaron por cuatro o cinco largos corrales separados por trechos de arenal y, hora y media después, alcanzaron el borde del último espacio verde. El guarda les explicó que delante de ellos se extendía, en la oscuridad, un páramo de inmensas dunas de arena.
El silencio era absoluto, menos el cercano tronar del mar. Escuchándolo, a Patrick le vino a la memoria una vieja balada irlandesa aprendida con los jesuitas de Galway. Evocaba con nostalgia, desde el exilio, el resonar de las olas atlánticas sobre una playa presidida por la luna y las estrellas.
Fajardo les dijo que les tocaría pronto ir subiendo entre las dunas y que dentro de poco llegarían a un declive con los restos de una atalaya. Allí se quedarían los carboneros, al cuidado de los animales y para preparar el desayuno —que prometía de mucho postín—, mientras ellos cubrían a pie el último tramo.
Alcanzado aquel paraje empezaron la subida al Cerro de los Ánsares. Fajardo llevaba una de las lámparas de queroseno. Agradecían sus abrigos y bufandas y las botas forradas de lana, recomendadas semanas atrás por Palencia y sin las cuales ya habrían tenido los pies ateridos.
El Cerro de los Ánsares era en realidad un conjunto de dunas que, ocupando varios kilómetros cuadrados, bajaban en pendiente suave hacia las marismas. El cobertizo, abierto el día anterior por los hombres de Fajardo en la cresta de una de ellas, y disfrazado por matas de arbustos secos, iba a permitir que, totalmente ocultos, pudiesen apreciar por una amplia rendija, con la nueva luz del día, la vasta extensión arenosa que se abría ante ellos.
Serían las seis de la mañana cuando llegaron hasta allí. Las estrellas ya iban perdiendo su brillantez y se presentía el amanecer. Fajardo apagó la lámpara y todos se metieron dentro del hueco.
Araceli se colocó al lado de Patrick y, aprovechando la oscuridad, le cogió enseguida la mano.
—¡Ya estamos! ¡Lo hemos conseguido! —dijo Machado Núñez, rebosando satisfacción—. ¡Gracias, Juan! ¡Y qué suerte hemos tenido con el tiempo! Con tal de que no se levante el foreño y nos huelan los muy pícaros.
—Es el viento que viene del mar —explicó Palencia a Boyd—. Los ánsares tienen el olfato muy fino, como seguramente sabes, y si soplara el foreño podrían olernos y alejarse.
Fajardo había traído consigo una petaca de plata, regalada por un naturalista alemán en señal de agradecimiento por las atenciones del guarda durante una visita a Doñana unos años atrás. Anticipando el frío, la había llenado de aguardiente.
—Un pequeño trago nos vendrá muy bien —dijo, pasándola primero a Araceli.
Al sorber el fogoso licor, Boyd recordó el que le había hecho probar Paul Angulo un mes antes en Hendaya. Desde entonces, ¡cuántas cosas le habían ocurrido!
Por la rendija del escondite todos miraban hacia el este, donde, teñido de un débil rubor, ya clareaba el cielo.
—Dentro de nada se va a realizar su sueño, Patrick —le dijo Machado padre—. No sabe cuánto me alegro. Ahora lo que nos toca es callar, escuchar y esperar.
Poco después les llegó desde el corazón de las marismas una sorda conmoción que no tardó en convertirse en tumultuosa algarabía.
—¡Son ellos! ¡Ya vienen! —susurró Palencia.
Patrick se dio cuenta de que le latía furiosamente el corazón. Araceli le agarró con fuerza el brazo.
Ya se elevaba sobre los montes lejanos el disco amarillo del sol, y descubrieron, maravillados, que desde su improvisado escondite en la arena se atalayaba una vasta extensión de dunas, marisma y lagunas.
De repente sonaron muy cerca unos roncos graznidos y vieron ir directamente hacia ellos un pequeño grupo de ánsares que se posaron a unos quince metros de su escondite y, mientras los intrusos retenían la respiración, empezaron enseguida a comer arena. A tan corta distancia se apreciaba su gran tamaño, la belleza de su plumaje marrón y el color rosáceo de sus patas.
Era la vanguardia de un ejército de gansos, miles y miles de ellos, que fueron llegando a las dunas, graznando ruidosamente, en grupos cada vez más numerosos.
—¡Dios mío! —le susurró Araceli a Patrick, apretándole la mano—. ¡Ahora entiendo! ¡Si Gago viera esto!
«Machado padre tenía razón —pensó Boyd—, es el mayor espectáculo ornitológico del mundo.»
Sabía que sólo iba a durar una hora y que los ánsares necesitaban poco tiempo para ingerir la arena que garantizara su digestión durante los siguientes diez días, después de lo cual volvían sin demora a las marismas. No había que perder detalle, pues, de la inaudita escena que se desarrollaba ante sus ojos, toda vez que nada garantizaba que llegasen otras bandadas al mismo sitio.
Los gansos iban y venían, engullendo la arena y estirando el cuello para facilitar su paso al estómago. Algunos se acercaron casi al borde del cobertizo, sin sospechar la proximidad del peligro humano. Cualquier ruido —una tos, por ejemplo— habría significado la espantada.
Patrick se preguntaba dónde habían nacido las espléndidas criaturas que tenía delante. ¿Islandia, Spitzenburg, Noruega? Interrumpió sus pensamientos la llegada de unos grupos tan densos que toda la cresta de la duna donde se ocultaban estaba pronto cubierta de gansos, cada uno entregado a la urgente tarea de ir purgando su sistema digestivo.
Tres cuartos de hora después el espectáculo había acabado y apenas quedaba un ánsar en toda la extensión del cerro.
Los excursionistas esperaron unos minutos más, por si acaso, y abandonaron su escondite.
A Patrick le había sobrecogido lo que acababa de presenciar, y no dejaba de darles las gracias a los Machado y a Palencia, así como a Juan Fajardo, por haberle organizado la visita, que les aseguraba no olvidaría jamás.
En cuanto a Araceli, reconocía no haber presenciado nunca nada comparable. Había valido la pena con creces. ¡De allí en adelante iba a ser del gremio ornitológico!
Después de admirar el panorama de las marismas, que ahora, bañado de sol, se apreciaba en todo su esplendor desde aquella cumbre arenosa, emprendieron el regreso al punto de partida de su subida por las dunas.
Allí les esperaba, atendida por los carboneros, una hoguera de ramas secas entre cuyas brasas, sobre una parrilla, chisporroteaban chuletas de jabalí y, con ellas, salchichas y chorizos traídos al efecto de su casa por el previsor Palencia. No se hicieron de rogar y acometieron como lobos el típico desayuno del Coto, en el que nunca faltaba el acompañamiento de la bota.
Comentaron, mientras comían, y casi con tanta algazara como la de las bandadas de gansos en su retorno a las marismas, la casi increíble escena de la cual habían sido privilegiados testigos.
Antes de que Celedonio Palencia volviera sobre sus pasos con los dos carboneros, Patrick le rogó otra vez que hiciera todo lo posible por averiguar cuanto antes si Pedro González le había dicho la verdad acerca del sobre dejado en sus manos por Solís, y si era cierto que el coronel había regresado en persona a Sanlúcar a recogerlo.
El naturalista se comprometió a enviarle un mensaje a la Fonda de Londres avisándole del resultado de sus pesquisas. Estaría allí a su llegada, que no se preocupara.
Luego, tras despedirse cariñosamente de todos y congratularse por el éxito de la excursión, montó su caballo y se fue despacio cuesta abajo con los carboneros hasta desaparecer tras unos retamares.
Patrick, contemplando el arenal desierto, tuvo la intuición de que hacía muy mal en no acompañarle.
Otra vez ensillados, Juan Fajardo les explicó que la travesía que les esperaba era de nueve kilómetros y que les llevaría, después de cruzar más arriba la zona de dunas, a un camino por el cual podrían transitar ya con más facilidad hasta llegar al Palacio de Doñana.
Fue para todos un alivio dejar atrás aquellos inmisericordes parajes fronterizos entre el océano y las marismas. Ya tenían el cuerpo cansado, y la vista de la inmensa llanura húmeda que ahora se extendía ante ellos, salpicada de lagunas y lucios con sus bordes poblados de densa vegetación, actuó sobre su ánimo con la fuerza de una medicina tonificante.
Hacia el mediodía desmontaron para comer lo que quedaba del desayuno, más un queso manchego y algunas manzanas que Palencia había tenido la precaución de incluir entre las provisiones. Para beber recurrieron a otro botijo de agua fresca traído por Fajardo desde el poblado.
—«Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados…”.»
Apoyado contra el tronco de un grueso pino, con los ojos semicerrados y las manos dobladas sobre las rodillas, Machado Álvarez se había acordado, mientras el sol de noviembre le calentaba la cara, del famoso discurso del hidalgo sobre la Edad de Oro. Y no pudo resistir la tentación de entonar las primeras palabras del mismo, grabadas desde hacía años en su memoria.
—Lo releí hace algunos meses —explicó—. Es uno de los textos literarios más hermosos que conozco.
—El primer discurso comunista de la historia —terció su padre—, dirigido, claro, a la clase obrera. Quiero decir, a unos cabreros.
—Sí, porque, según don Quijote, se ignoraban en aquellos míticos tiempos las palabras tuyo y mío, y todas las cosas eran comunes, compartidas. En un ambiente de paz y concordia, sin jueces corrompidos, vendidos a los políticos.
Araceli, perdida en sus propios pensamientos, no decía nada. Patrick le sonrió.
—La ironía de Cervantes es sublime —reflexionó Machado Núñez—. Los cabreros no entienden nada de lo que les está diciendo don Quijote, por supuesto. Y la censura no captará la crítica que se filtra entre líneas de la España de entonces, con su Inquisición, su intolerancia y la expulsión de los moriscos.
—Estará usted muy fatigada —le dijo Patrick a Araceli, que seguía sin decir nada.
—Sí, es verdad —concedió, mirándole breve pero intensamente mientras giraba su parasol—. He disfrutado pero es mucho andar. ¡Y mucho picar de moscas y otros bichos!
Al poco rato de reemprender la marcha el camino subió por una suave pendiente a una veta —así la designaba Fajardo— que serpenteaba, como una plataforma alargada, en medio de densos carrizales.
—Allí no se puede entrar —dijo el guarda—, está lleno de tremedales que te engullen en un pispás. Ha desaparecido gente incauta. Dentro hay manchas de bosque muy espeso donde se meten los animales y se sienten seguros.
Una hora después Fajardo notó con sorpresa que delante de ellos se levantaba hacia el cielo una densa columna de humo negro.
Paró el caballo y se quedó perplejo, como dudando de la evidencia de sus ojos. Luego exclamó:
—¡Me cago en la Virgen! ¡Es una batía, están quemando el carrizal para que salga la caza!
—¿Qué hacemos? —preguntó Machado Núñez, algo inquieto—. ¿Nos volvemos atrás?
El guarda dijo que no hacía falta. ¿No veía don Antonio el pequeño alcor que se erguía un poco más allá? Arriba había restos de un antiguo refugio, donde estarían al abrigo del fuego, que además no duraría mucho tiempo. Luego podrían continuar.
En las entrañas del cenagal se habían desencadenado el pánico y el alboroto. Huían sobre sus cabezas bandadas de pájaros emitiendo gritos de alarma, se oían gimoteos y berridos y el insistente chapoteo de pasos presurosos entre los charcos.
Sonaban los disparos de los cazadores, acompañados de ladridos de perros.
De repente salieron de la espesura pantanosa ocho o nueve ciervos que cruzaron a todo correr delante de ellos y, sorteando de un salto la pendiente, se perdieron entre las junqueras al otro lado del camino.
Les siguió una piara de jabalíes despavoridos.
—Por mí es el inglés ese —sentenció Juan Fajardo—. El amigo de don Celedonio.
Los caballos se habían puesto nerviosos. El de Machado Núñez relinchaba y daba indicios de querer desbocarse. Su hijo se acercó para intentar ayudarle a controlar mejor al animal.
Viendo el terror que expresaban las facciones de Araceli —réplica del que le había asaltado cuando cruzaban el río el día anterior—, Patrick se juntó con ella.
Fajardo, consciente de ser ya no sólo el guía del grupo sino su líder y defensor, exclamó:
—¡Vamos al refugio, rápidos!
Partieron al trote hacia el alcor.
El humo del carrizal incendiado se hacía cada minuto más denso y las detonaciones crepitaban más cerca.
Nunca se pudo comprobar de qué escopeta, ni de dónde, partió la bala que, entrándole por la sien izquierda justo antes de que la pequeña caravana alcanzara su destino, fulminó a Patrick Boyd.
El proyectil, que hubiera podido contribuir a la aclaración de lo ocurrido, no se encontró, pues a la víctima se le había salido por la otra sien para perderse en los insondables entresijos del paular.
El juez encargado del caso llegó a la conclusión de que se había tratado de un malhadado rebote, y excluyó, tajante, cualquier posibilidad de homicidio.
Pero hubo muchos en todo el contorno que no se lo creyeron.
Edward McKinley, informado de la tragedia por la embajada británica en Madrid, llegó a Sevilla diez días después del sepelio de Patrick Boyd y leyó en la Fonda de Londres, con frío en el corazón, los cuadernos de apuntes de sus dos meses y medio en España. No le convenció para nada la versión oficial de la muerte de su amigo, y le parecía evidente que, detrás de ella, se escondiera la mano de quien o quienes querían impedir que siguiera con sus pesquisas. ¿De Solís Campuzano? ¿De José María Pastor, quien —como demostraban las últimas entradas del dietario— ya preocupaba intensamente a Boyd y era el probable inspirador de los anónimos? ¿Quizás de un marido ultrajado y, por más señas, adicto a Montpensier?