Estaba guapísima. Llevaba un pequeño sombrero azul marino coronando su masa de cabello negro, recogido en un lustroso moño con profusión de rizos, una falda verde y, bajo la capa, una apretada chaqueta de terciopelo negro sobre un corpiño blanco. Le costó un esfuerzo ocultar su aturdimiento al darle la mano.
Camino del vapor les contó con pelos y señales su conversación con Solís Campuzano… y el descubrimiento de que Gago había estado charlando con él una semana antes en Castilleja y le había puesto al tanto de su excursión a Doñana. Todos estaban de acuerdo en que Gago sabía mucho más de Montpensier y Solís de lo que quería aparentar.
Celedonio Palencia los esperaba delante del barco en el muelle de la Torre del Oro y los saludó ruidosamente al ver llegar el coche. Por su aspecto jovial y desenfadado, Boyd tuvo la impresión de que haría enseguida buenas migas con el naturalista.
Nada más efectuada la presentación, Palencia se deshizo en elogios de Torrijos y sus compañeros, y tuvo palabras sentidas para el padre de Patrick.
—Sé por mis amigos —añadió, indicando a los Machado— que usted no sólo comparte nuestro amor a la naturaleza sino nuestros sentimientos republicanos. Me alegro. Yo no soy tan militante como ellos, es verdad, pero he contribuido con mi granito de arena a la causa, ¿no es así, Antonio?
—Por supuesto —asintió Machado Núñez—. Tú eres de los cabales.
Luego subieron todos al vapor, cuya chimenea ya echaba humo, y se instalaron en el salón.
Media hora después alcanzaban las afueras de Sevilla, y la Giralda, recortada contra un cielo azul despejado de nubes, parecía cada vez más pequeña.
—¡Don Juan! —dijo Araceli, escudriñando las riberas del río.
—¿Cómo? —preguntó Machado Álvarez.
—Sí. Lo oí en la representación. La quinta de don Juan está sobre el Guadalquivir a una legua de Sevilla. ¡Tan sobre el río que el gran pícaro se escapa tirándose desde una ventana al agua! Estoy tratando de localizar la finca. ¡Por el momento nada! ¡Tampoco veo el veloz bergantín en que se va a ir corriendo a Italia!
Todos se rieron de la ocurrencia.
No tardaron los dos catedráticos de ciencias naturales en desplegar sus conocimientos de la flora y la fauna del delta del Guadalquivir. Y de la insólita variedad de hábitats que caracterizaba el Coto de Doñana, entre ellos las largas hileras de dunas movedizas que, empujadas tierra adentro por los vientos del Atlántico, amenazaban sin cesar las marismas y que un día, casi seguramente, las ahogarían definitivamente.
—¿Y doña Ana? —preguntó Patrick—. ¿Quién era?
—Ana de Mendoza —contestó Palencia—. Fue dueña del Coto a finales del siglo XVI. Allí siempre han ido los aristócratas españoles a abatir ciervos y a dedicarse a sus pasatiempos amorosos.
Rebasadas Coria y La Puebla del Río, cuando ya hacía más calor, se instalaron fuera. Celedonio Palencia quiso saber más acerca de las investigaciones de Patrick sobre el asesinato de Prim, de las cuales le habían puesto en antecedentes los Machado.
Boyd le hizo un resumen breve.
—Yo coincidía a veces con Montpensier en Sanlúcar —explicó el naturalista, después de escucharle atentamente—. Como sin duda sabe usted, tenía por costumbre pasar allí unos meses cada verano en su palacio, que es un pastiche neomudéjar horrendo, o por lo menos a mí me lo parece. Tengo que decir que jamás mostró el menor interés por mi persona. Supongo que estaba al tanto de mis ideas republicanas.
Patrick le preguntó cuándo vio por última vez en Sanlúcar al duque. Palencia dudó un instante.
—Antes del asesinato de Prim, desde luego —dijo—, o sea en el verano del 70. Sí, porque después se fue a Francia y desde entonces no ha vuelto. Recuerdo que lo vi con Solís, en la entrada del palacio.
—¿Con Solís? —inquirió Patrick.
—Sí, sí —contestó Palencia—. Solís acompañaba a menudo al duque en Sanlúcar, como era natural siendo su ayudante. Era su brazo derecho. Además le voy a decir una cosa. Cuando se enteró en Sevilla de que le iban a detener se fue sin pensárselo dos veces a Inglaterra. Supongo que esto lo sabe usted, señor Boyd.
—Sí, sí, claro.
—Lo que quizás no sepa es que se fue de incógnito en un vapor sevillano, bastante más grande que éste, el
Velázquez
, que hacía escala en Sanlúcar antes de seguir hasta Londres. No bajó del barco, pero subió a verle uno del pueblo que le ayudaba, el ayudante del ayudante, digamos, un tal Pedro González, y Solís le entregó unos papeles para ponerlos a salvo. Esto por lo menos es lo que dice la gente, me imagino que con conocimiento de causa.
Patrick tenía la sensación de haberse puesto pálido. De repente su investigación adquiría un rumbo nuevo e inesperado.
—Esto es tremendo —dijo—. Me consta que en el juzgado de Madrid que entiende en la causa no tomaron en cuenta para nada el palacio del duque en Sanlúcar, sólo San Telmo. Y ahora resulta, por lo que usted nos dice, que Solís dejó documentos en el pueblo cuando huyó a Londres.
—Y el tal Pedro González, ¿sigue allí? —preguntó Machado Álvarez.
—Sí, sí —contestó Palencia—. No le he hablado de esto nunca, pero lo puedo hacer.
—Debieron de ser papeles muy importantes —dijo Patrick—, tal vez comprometedores para Solís o incluso Montpensier.
—Quizás —aventuró Machado Núñez— contenían la prueba de que, en relación con lo de Prim, Solís había actuado a las órdenes del duque, no por iniciativa propia, y quería guardarlos en lugar seguro por si acaso los necesitara para su defensa más adelante.
—De todos modos habrá que tratar de aclararlo —terció su hijo.
—Iré a tantear a González esta misma tarde —dijo Palencia—. Veremos qué dice.
—¡Se lo ruego! —le imploró Patrick.
El barco ya se iba aproximando a las marismas.
De repente Patrick sintió los primeros graznidos.
—¡Ánsares! —gritó, echando mano a su telescopio de bolsillo. Y luego—: ¡Ya los veo! ¡Mis primeros ánsares andaluces!
Todos aplaudieron, aunque Araceli anunció que de ornitología ella no entendía nada y que, por ello, no lograba comprender la emoción que dichas aves suscitaban en Patrick.
—La comprenderá usted cuando los veamos de cerca en las dunas —dijo Boyd, mirándola a los ojos con una sonrisa.
Ya avistados los ánsares inaugurales de la expedición, Machado padre anunció que le parecía llegado el momento de acometer la merienda que les había preparado su mujer.
La propuesta fue debidamente celebrada.
Entre los manjares que rápidamente se fueron sacando de la cesta no había olvidado Cipriana Álvarez introducir unas botellas de vino tinto con sus copas correspondientes. Con todo ello la conversación y el entusiasmo de los excursionistas cobraron nuevos bríos.
Una hora después el Guadalquivir, ya casi una inmensa laguna, describió una amplia curva y apareció delante de ellos, en el horizonte, una colina coronada por un castillo. Sanlúcar.
—Ya casi estamos —dijo Celedonio Palencia—. Mire, señor Boyd, el pueblo a nuestra izquierda. Es Bonanza.
—Su amigo Peter Falkland y yo atravesamos el río desde allí —le dijo Machado Núñez a Boyd—. Me imagino que se lo ha contado. Es la mejor ruta para llegar al palacio de Doñana. Pero la nuestra es distinta y hay que embarcar más abajo.
—Qué nombre más poético, ¿no? —dijo Palencia—. «Bonanza.» ¡El buen tiempo que necesitan los marineros! El puerto ha crecido en importancia. Aquel vapor verde es inglés, es de Liverpool. Conozco al capitán. Viene aquí a cargar manzanilla, que por lo visto tiene ahora gran predicamento entre los compatriotas de usted, señor Boyd.
Pero Patrick tenía los ojos fijos en la otra ribera. Palencia le siguió la mirada.
—Es un bosque inmenso de pinos piñoneros —dijo—. Mañana lo cruzaremos de sur a norte. Es otro mundo, ya verá, sin telegramas ni periódicos ni coches ni tranvías. Por unas horas dejaremos atrás la civilización y el confort y volveremos a la vida primitiva. En Doñana manda y corta la madre naturaleza, y a quien no le guste, mejor quedarse en casa. Ya le digo, es otro mundo.
Como para confirmar sus palabras cruzó entonces el río, en dirección al corazón del Coto, una inmensa ave rapaz, moviendo despacio las alas.
Patrick la siguió con su telescopio y anunció:
—Un águila imperial, la más grande de Europa. ¡Cómo se nota que hemos llegado!
Veinte minutos después el barco los depositaba en el muelle de Sanlúcar de Barrameda.
Celedonio Palencia vivía con su mujer Enriqueta en una casona del Barrio Alto sanluqueño, heredada de sus padres. La rodeaban numerosas bodegas de manzanilla, y el perfume del vino impregnaba el ambiente.
El naturalista quería que sus invitados disfrutaran sin perder tiempo la impresionante vista de Doñana que se obtenía desde el tejado plano del vetusto inmueble.
Era ciertamente espectacular. Se apreciaba toda la desembocadura del Guadalquivir, la larguísima playa virgen que, lamida por el Atlántico, se extendía casi hasta Huelva, las múltiples hileras de dunas motejadas de zonas verdes —corrales, explicaba Palencia—, el denso y oscuro pinar que cubría toda la parte meridional del Coto y, más allá, la inmensa expansión de marisma, con sus lagunas y lucios, que, difuminada entre una tenue bruma, se perdía en la lejanía.
Patrick había sacado su telescopio y hacía un somero reconocimiento previo del territorio.
—Las puestas de sol en Sanlúcar son fabulosas —dijo Palencia—. Tengo entendido que fueron una de las razones principales que le indujeron a Montpensier a venir aquí.
Aquella tarde, mientras los Machado, Araceli y Patrick daban una distendida vuelta por la población —parando un buen rato delante del cercano palacio del duque, con su ostentoso pórtico neomudéjar—, Palencia fue en busca de Pedro González, que vivía cerca del río, en el barrio de Bajo de Guía.
Cuando volvió expuso ante el grupo el resultado de la consulta. Después de las generalidades de rigor, le había preguntado si era verdad lo que se decía en el pueblo, o sea que Solís le había enviado un mensaje, antes de embarcar en Sevilla, pidiéndole que subiera a verle cuando llegara el
Velázquez
. Sí, era cierto, había contestado González. ¿Y también que el coronel le entregó unos papeles? Sí, también: un sobre grande lacrado que debía guardar en un lugar seguro hasta que se lo pidiera. A la pregunta de si lo tenía todavía, había contestado que no, que cuando Solís salió de la cárcel a finales del año pasado fue en persona a recogerlo.
—No creo que González me dijera toda la verdad —puntualizó Palencia—, noté algo en sus ojos, en su mirada. No confiaba en mí, claro, ¿cómo iba a confiar?, aunque me conoce y me aprecia. ¿Vino realmente aquí Solís a recoger el sobre? Si fue así lo hizo de una manera muy sigilosa, sin que nadie le viera ni lo comentara, lo cual es muy difícil.
El naturalista le prometió a Boyd que seguiría indagando, que iría a ver a González otra vez dentro de algunos días. Patrick le rogó encarecidamente que lo hiciera, añadiendo que él podría volver la semana siguiente, antes de regresar a Madrid, para que le viesen juntos.
Los excursionistas cenaron alegremente alrededor de la mesa rústica que ocupaba el centro del amplio comedor de la casona, en realidad casi más biblioteca que comedor, pues sus paredes estaban cubiertas de estanterías rebosantes de libros, así como de objetos adquiridos o encontrados por Palencia en sus viajes y excursiones a lo largo de los años.
En cuanto a la anfitriona, se reveló tan esmerada cocinera como Cipriana Álvarez (Patrick nunca había probado las famosas acedías de la localidad). No podía faltar la excelente manzanilla, tratándose de donde se trataba, y completaba el ambiente cálido, propicio para las expansiones, una chimenea bien surtida de leña de olivo.
En uno de los pocos espacios libres entre las estanterías colgaba un gran plano del Coto. Terminada la cena, Palencia se dirigió hacia el mismo.
Había llegado el momento de detallar la ruta del día siguiente.
—Es una copia del plano hecho por mi buen amigo Wilson —explicó primero—. Es un fanático de Doñana, como yo. Un inglés muy inglés, muy raro, un gran naturalista y también un cazador empedernido. Viene aquí cada otoño y alquila una casa en Jerez. Este año ha traído consigo unas culebrinas mortíferas, que monta en una lancha, y un rifle con balas express (me dijo que así se llaman), capaces de abatir un tigre a ciento cincuenta metros. A lo mejor le vemos allí. ¡O le oímos!
El naturalista explicó luego lo que había decidido con el guarda Juan Fajardo, que les iba a servir de guía. Cruzarían el río a las diez de la mañana, lo que les daría tiempo suficiente para alcanzar su destino con luz solar todavía. En la otra ribera les estaría esperando Fajardo con los caballos y mulos. Sería una dura caminata de unos catorce kilómetros.
—Enriqueta nos va a preparar una merienda estupenda —dijo, volviéndose a su esposa.
—Por supuesto que sí, cariño —replicó ella, sonriendo—. Para que no desfallezcáis en el camino, que mucho camino va a ser.
—Al final de la masa forestal hay como dos avanzadillas paralelas de pinar separadas por un arenal —continuó Palencia, apuntando el lugar con el dedo índice—. Seguiremos por la de la izquierda, la más cercana a la playa, hasta arribar a un paraje con una torre vigía muy antigua, que se llama Zalabar, casi ahogada por la arena, dicen que es de tiempos de los fenicios. Allí cerca están las chozas de los carboneros y piñoneros donde cenaremos y dormiremos. Bueno, donde dormiremos hasta las tres de la madrugada, porque hay que estar en el cerro una hora antes del amanecer y quedan todavía cuatro kilómetros de camino.
—Sí, claro, hay que estar antes —convino Machado padre—. Los ánsares son criaturas extremadamente cautelosas. Si sospechan algo no acudirán a arenar en su querencia preferida, y todo nuestro esfuerzo habrá sido inútil.
—¡Porque esfuerzo nos va a costar llegar hasta las chozas y luego al cerro! —remachó Palencia, riéndose—, y el cuerpo lo va a notar, sí señor. ¡Espero que usted no se haya olvidado de traer su atuendo campero, señora marquesa!
—¡Ya lo he sacado de la maleta, todo revisado y comprobado, capitán! —contestó Araceli, sonriendo—. No creo haber olvidado nada. Por lo menos nada esencial.
Patrick, mirándola con ojos hechizados, pensaba: «Me mata, me la llevo conmigo a Londres, pase lo que pase».