—Sí, señor, el mismo —contestó el guardia—. A cambio me dieron aquí un puesto. Se lo iba a decir ahora mismo porque —y bajó la voz— yo sé quién es usted y el propósito que lleva. Yo hice todo lo que pude por prevenir al general Prim del peligro que corría. Y no me quiso escuchar.
—Lo sé —contestó Boyd, notando que le tamborileaba el corazón—. Dígame dónde le puedo ver.
—Libro este jueves —dijo Ciprés—. Si quiere, le espero a las siete de la tarde, más o menos, en la plaza del Progreso, al pie de la estatua. ¿Le parece?
Boyd no podía creer su suerte. No se le había ocurrido la posibilidad de localizar a Ciprés, creyéndolo en Zaragoza o en algún otro punto lejos de la capital. Y ahora, sin ningún esfuerzo por su parte, resultaba que no sólo estaba en Madrid, sino de servicio en las prisiones militares.
Además no podía ser casualidad que Ciprés estuviera de guardia en el pasillo de López precisamente la mañana de su visita. Alguien le había avisado, como él mismo le había dado a entender. Todo ello llevaba gato encerrado.
La casa del amigo de López se encontraba en la planta baja de un viejo inmueble de la Ribera de Curtidores, no lejos de donde vivía Horacio Pérez. Cuando se presentó Boyd allí aquella tarde le preguntó una mujer de voz ronca quién era y qué quería. Le explicó que traía una nota de don José López para el señor Hinojosa. Hubo un silencio, luego otra voz, ahora masculina, le pidió que se la pasara debajo de la puerta antes de abrir, «ya que con los tiempos que corren uno tiene que tomar sus precauciones…».
Comprobada la autenticidad de la nota, Hinojosa le franqueó la puerta y le invitó a sentarse a la mesa que ocupaba el centro del pequeño salón mientras buscaba el documento.
Una hora después, a la luz de una lámpara que olía mal, Boyd había leído dos o tres veces la declaración de García Mille, que ocupaba once folios, y apuntado lo que más le interesaba.
No había tardado en darse cuenta de que, si no se encontraba ante una falsificación en toda regla, lo cual no se podía excluir, se trataba de una puesta en limpio por otra mano (pero no la de López) del informe del preso. Lo indicaba su tono más bien literario, su ortografía correcta y el hecho de no tener ni una sola tachadura.
El escrito ampliaba la versión que daba
El Acusador
del papel desempeñado por José María Pastor en el asesinato de Prim. Relataba la fuga del presidio de Ceuta de García Mille y otros diez presos a cambio de ponerse incondicionalmente a las órdenes de Pastor en Madrid; su llegada a la capital en noviembre de 1870 tras largas y complejas peripecias; las tropelías y robos que cometieron los conjurados en la capital mientras se preparaba el atentado; los conciliábulos en que se perfilaron los detalles de éste y en los cuales participaron, además de Pastor y los fugados de Ceuta, cinco personas que decían representar a los elementos republicanos acaudillados por Paul Angulo; la exclusión de García Mille, por decisión de los demás, de la lista de los que iban a disparar contra el general; lo ocurrido la noche del 27 de diciembre cuando volvieron los autores del crimen a casa de Pastor, denotando su culpabilidad «el color lívido de sus rostros» y «la poca fijeza de sus miradas»; el pormenorizado relato del crimen suministrado a García Mille por uno de los asesinos, Joaquín Fenellosa, que alegaba que habían tomado copas previamente en la taberna de la calle del Turco; la coincidencia de García Mille en las prisiones militares de San Francisco con José López, y su determinación de contarle a éste la verdad de su participación en los hechos.
Boyd se levantó de la mesa decepcionado. El documento no contenía nada que no se hubiera publicado ya en
El Acusador
. Y no ofrecía ninguna garantía de autenticidad. Como mínimo, habría que contrastarlo con las declaraciones de García Mille en el sumario. Pediría mañana la colaboración de Antonio Pérez. Agradeciéndole al matrimonio su amabilidad, salió a la calle con la convicción de que apenas valía la pena hablar ya más con López, de quien era imposible sacar nada en claro.
En el hotel le esperaba debajo de la puerta de su habitación un sobre sin remite. Lo abrió en el acto. La nota que había dentro decía: «Ya se lo advertimos antes. Deje este asunto. Si no, ya sabe lo que le espera».
Bajó presuroso a la recepción para preguntar quién le había dejado el sobre. Allí negaron todo conocimiento del asunto.
—Tenemos muchos huéspedes parando en el hotel —dijo el gerente—, y además viene bastante gente al restaurante. No sé quién pudo haber sido, quizás uno de ellos.
Otra vez en su habitación, Patrick consultó, ansioso, su diario. El primer anónimo le había llegado el 12 de octubre, hacía unas tres semanas. Casi lo había olvidado.
«No sólo saben que estoy en el Cuatro Naciones sino en qué habitación —pensó, preocupado—. Esto se está poniendo serio.»
Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, tarde del martes, 4 de noviembre de 1873.
Acabo de tener otra sesión con Horacio Pérez en casa de su prima. Atendiendo mi petición de información sobre Pastor, ha estado releyendo las declaraciones de María Josefa Delgado.
Son de extraordinario interés. Resulta que era viuda, que tenía entonces cincuenta y dos años y que, en su primera indagatoria, explicó que trabajaba como criada de un cura anciano y achacoso. Dijo que para socorrer a aquel pobre hombre, que estaba sin recursos, estuvo pidiendo limosna en la calle cada noche durante los últimos meses de 1870. Y que la del 27 de diciembre lo hizo primero en la puerta del Congreso, de la cual vio salir a dos señores que subieron a un coche tirado por un caballo blanco. Declaró que desde el Congreso ella fue andando bajo la nieve hacia la esquina de Turco con Alcalá, con la esperanza de recoger en aquel punto algún dinerito más, y que allí constató con sorpresa que estaba parado en la calle, mirando hacia el Congreso, el coche con el caballo blanco que había visto partir diez minutos antes desde la entrada del mismo. Tenía dos señores dentro, pero le dijo al juez que no estaba segura, dada la oscuridad de la noche, de si eran los mismos.
Al poco rato, siguió contando, entró desde la calle de Alcalá un segundo coche, tirado por un caballo oscuro, que se situó al lado del primero. Salieron de él dos señores que se pusieron a hablar con los del otro. Por allí había otros individuos, además, esperando algo. Uno de ellos, bajito y delgado, con capa y hongo, le dio una moneda y le dijo con voz bronca que «se marchara porque hacía mala noche y ya llevaba para su puchero».
En ese momento, siempre según la mujer, se cambiaron unos silbidos entre los coches, como avisando de algo, y llegó deprisa por Turco una berlina tirada por dos caballos, que se tuvo que parar bruscamente al encontrar la calle cortada.
Dijo haber presenciado luego el atentado.
Lo más tremendo del caso es la declaración posterior en que, según ha comprobado Horacio, alegó que quien le dio la limosna, diciéndole que se fuera, era José María Pastor.
¿Cómo le conocía? Pastor negó al principio ante el juez, cuando ella le identificó en una rueda de presos, haberla visto nunca. Pero después, en un careo, no tuvo más remedio que admitir que, cuando era jefe de Orden Público, la había utilizado como espía.
El juez no sabía si creer lo que le había dicho María Josefa Delgado y mandó, primero, a por el cura para quien decía trabajar. Y el cura no sólo confirmó que, en efecto, era criada suya, sino que la noche de autos le había mostrado una leve herida producida en el lugar del crimen por una bala al parecer rebotada.
Pérez dice que Pastor, en una de sus declaraciones, llama a la Delgado «vieja alcahueta» y se queja de que el juez le haya hecho caso. Pero es indudable que ella le conocía. ¿Quizás le denunció por algún rencor almacenado desde los días en que trabajaba para él? ¿O realmente lo vio en Turco? ¡Quién sabe! Como dice Horacio, esto es una novela, pero una novela en que, mezclados con los elementos de ficción, hay otros reales, verídicos, históricos, por muy inventados que parezcan. ¿Cómo distinguir entre ellos? ¿Cómo separar los hechos de los cuentos chinos y de las fantasías?
Tengo que localizar a María Josefa Delgado. Le pediré a Pérez que haga todo lo posible en este sentido. Es evidente que se trata de un testigo clave.
A las siete en punto de la tarde del 5 de noviembre, habiendo sorteado el impertinente escrutinio de la vieja cancerbera apostada en el cajón de la entrada al número 16 de la calle de San Marcos, Patrick Boyd llamó a la puerta del piso indicado por Araceli en su nota.
Hubo un silencio que le pareció eterno, luego percibió pasos rápidos y el inconfundible frufrú de una falda sedosa.
—¿Quién es?
—Yo.
Unos momentos después, en un arrebato mutuo incontenible, y sin apenas terciar palabra, los dos hacían frenéticamente el amor sobre la cama hacia la cual Araceli, decidida a todo, lo arrastró apenas cerrada la puerta y después de arrojarse en sus brazos.
Al poco tiempo, ya desnudos bajo las mantas, se entregaron a un enlace más moroso, puntuado por los suspiros de Araceli y, en el culmen de su goce, un alarido que a Patrick le pareció salido de lo más hondo de las entrañas.
—Ya sabía que serías así —murmuró ella, desfallecida—. Mi niño, mi amor. Nada más verte en Silverio sabía que eras el hombre que esperaba.
—Yo también te reconocí enseguida —dijo Patrick, volviendo a besarla alocadamente—. ¡Hermosa bestia que eres! ¡Y mandona!
—Cuando Antonio me dijo que eras hijo de Robert Boyd ya intuí que ibas a ser mi rey. Ya te esperaba. Me parecía que no podía ser casualidad que fueras a aparecer en aquel momento en que te necesitaba tanto.
—¿Sabes lo que dice Shakespeare? «Los viajes terminan cuando se encuentran los amantes.»
—Es verdad. He dado el paso y ya no hay vuelta atrás. A grandes males, grandes remedios. Tengo treinta años, mi matrimonio no me hace feliz, quiero vivir mi vida auténtica antes de que sea demasiado tarde. Y quiero vivirla contigo. Ver el
Tenorio
me lo confirmó. ¡Pobre Inés, pobre garza enjaulada! Tú también te diste cuenta, ¿no fue así, mi amor?
—Claro. No olvidaré jamás aquella mirada tuya. Me dijo más que mil palabras.
Araceli se incorporó. Su morenez contra el blancor de las almohadas, y la lozanía de sus pechos, le recordaron de pronto a Patrick un óleo,
Odaliscas turcas
, admirado unos años atrás en una exposición londinense. Le había provocado la reflexión de que, en la Inglaterra puritana de la reina Victoria, los únicos a quienes se les permitía desvelar públicamente los encantos del cuerpo femenino eran unos pocos pintores consagrados por la Real Academia y, por ende, intocables.
—Pero no te he explicado nada todavía —dijo Araceli—. El piso es de una íntima amiga mía de Jerez, Rebeca Peralta. Estuvimos juntas en las monjas y nos queremos una barbaridad. Enviudó pronto y lleva una vida bastante bohemia. Le hablé de ti y le pedí que me dejara la casa. Soy una mala mujer, ¿verdad?
—¡Eres malísima y te quiero! —dijo Patrick, besándola.
—Benito cree que estoy con ella. Como él iba esta noche al teatro de la Zarzuela, que a mí no me gusta nada, pude disponer todo para verte. Pero tengo que estar en el hotel antes de que vuelva.
Rememorando el comentario de Paul Angulo en Hendaya sobre la libertad sexual francesa, se le ocurrió a Patrick preguntarle si había leído
Madame Bovary
. Dijo entre beso y beso que sí, que había devorado la novela dos años antes y que le había afectado mucho.
—Lo que tú no sabes —siguió, acariciándole la cara después de meterse otra vez debajo de las mantas— es que yo tuve una institutriz francesa y pasé tres meses en Burdeos a los diecisiete años con unos bodegueros amigos de mi padre. Hablo bastante bien francés y lo leo, claro.
—¿Y qué es lo que más te llamó la atención de
Madame Bovary
?
—El terrible aburrimiento de Emma al tener que vivir con aquel pobre médico cuya conversación, recuerdo la frase, era «tan plana como la acera de una calle». —Patrick se rió otra vez y la besó en la boca—. Me identifico mucho con la pobrecita —continuó Araceli—. ¡Y ahora soy tan adúltera como ella! Benito no es Charles, desde luego, no tiene su banalidad, yo no le desprecio, pero es un hombre que nunca ha necesitado trabajar, que no sabe lo que son los ideales, y que de republicano, por supuesto, no tiene nada de nada. Todo lo contrario. Somos incompatibles. Pero no es mala persona y me deja bastante libre. Aunque —añadió— si me viera ahora otro gallo cantaría.
Se puso seria de repente y se incorporó otra vez.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo.
Patrick, incorporándose también, la rodeó con sus brazos. Le parecía imposible que estuviesen allí juntos, hablando casi como amigos de toda la vida.
—Tenemos que ser prudentes, debemos disimular y, sobre todo, evitar que se despierten las sospechas de Benito. Calculo que me quedan más o menos dos meses de investigación, luego volveré a Londres. Tiempo suficiente para que podamos ir pensando en todo. No te preocupes, yo me encargo. Entretanto, ya te digo, prudencia y disimulación.
Esperó un momento antes de proseguir. Dudaba si ponerle al tanto de los dos anónimos. Decidió hacerlo.
La reacción de Araceli fue de espanto.
—¿Quién puede ser? ¿O quiénes? —preguntó demudada, escudriñándole ansiosamente la cara en busca de respuesta.
—Yo creo que Pastor, pero no estoy seguro. Hay mucho interés en que no se sepa la verdad. A lo mejor hay otros detrás, yo qué sé, algún cómplice de Solís por ejemplo… Lo malo es que bastante gente ya sabe lo que estoy haciendo. Pero tú no te preocupes —repitió—, a mí no me va a pasar nada, estoy tomando mis precauciones y ando con los ojos bien abiertos.
Araceli le apretó contra ella con toda su fuerza, como si no fuera a soltarle nunca.
—¡No quiero que te pase nada! —Luego, recordando otra vez a Benito, añadió—: ¿Qué hora es?
Patrick consultó su reloj.
—Casi las nueve.
—Maldito sea. No me queda mucho tiempo.
Patrick se tendió otra vez a su lado.
—¡Prométeme que me llevarás contigo a Londres cuando termines! —imploró Araceli.
—Te lo prometo.
Hicieron otra vez el amor.
—Pasado mañana volvemos a Sevilla —dijo Araceli después, ya en calma el cuerpo y como asombrada de lo que le ocurría—. No te voy a poder ver otra vez antes, es imposible. Escríbeme como siempre a la lista de correos, pero, por si acaso, a nombre de mi criada. Se llama María Dolores García.