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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (25 page)

En Burgos, mientras comía presurosamente en la cantina, hojeó
La Correspondencia
del día anterior. En Cartagena seguían mandando los cantonalistas —se había producido un combate entre la flota rebelde y unos buques leales—, y en distintos puntos del norte y del noreste las facciones adictas a don Carlos de Borbón continuaban campando por sus respetos, quemando estaciones de ferrocarril, atemorizando a la población y hostigando a las tropas del gobierno. A todo esto, en Estados Unidos, donde habían salvado la vida por milagro tres «aeronautas» al desplomarse en llamas su globo, otro intrépido piloto de altura acababa de anunciar que muy pronto daría el salto, en el suyo, desde Viena a Nueva York. «El mundo se acelera a un ritmo trepidante —pensó Patrick—, el espacio se achica, el hombre moderno se enorgullece de su poder inventivo, la ciencia avanza a paso de gigante. Esto es imparable. Pero la naturaleza humana no cambiará nunca, seguro. Siempre habrá fanáticos, ambiciosos, mentirosos y envidiosos. Y gentes capaces de asesinar fríamente. A un Lincoln, por ejemplo. O a un Juan Prim y Prats.»

Renunciando a tales divagaciones sacó, decidido, su cuaderno —ya era el tercero— y se puso a repasar los muchísimos apuntes acumulados durante las últimas semanas de su investigación.

Tercera parte

Capítulo 1

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Hotel de las Cuatro Naciones, domingo, 19 de octubre de 1873.

A mi llegada al hotel —eran ya las once de la noche— me esperaba un sobre con remite de Ricardo Muñiz. Dentro había una nota de mi buen amigo y aliado, y un recorte de
La Época
que había encontrado entre sus papeles. Se trata de la respuesta de Felipe Solís Campuzano a los que considera «groseros ataques» contenidos en el segundo pasquín de López.

No se me había ocurrido buscar tal respuesta, de modo que una vez más estoy en deuda con Muñiz.

Fechada «Londres, 8 de septiembre de 1871», la carta se publicó en
La Época
el 23 de aquel mes. En ella Solís niega tajantemente ser el «F. S.» de la comunicación que le atribuye López, en la cual se habría tratado de un giro de cinco mil pesetas para facilitar la llegada a la capital de los asesinos a sueldo.

Solís no acepta tampoco que López fuera amigo, y mucho menos amigo íntimo, de Juan Prim. Afirma, en cambio, que él sí lo fue —algo que no me esperaba—, cuando se preparaba la Revolución y después. Y que, fracasadas varias candidaturas al trono, entre ellas la de Fernando de Portugal, Prim «no veía más solución, ni otra candidatura para sacar adelante la Revolución, que la del duque de Montpensier».

Al leer esto me tuve que frotar los ojos. Nadie me ha dicho nunca, ni he leído jamás, que pudo haber un momento en que Prim, aunque fuese secretamente, cambiara de opinión y, renunciando a su anterior inquina contra el duque, se inclinara por él.

Aquel propósito se vino abajo, según alega a continuación el hoy ex ayudante del candidato al trono, cuando, en el famoso lance ocurrido el 12 de marzo de 1870, Montpensier mató en duelo a Enrique María de Borbón, hermano del marido de la reina Isabel, que le había insultado en la prensa. El incidente dio lugar a un ignominioso destierro forzoso de un mes y a un brusco cambio de planes de Prim.

Claro, no iba a ser fácil que los españoles tuviesen como rey a un señor que acababa de matar a un pariente suyo por una ridícula cuestión de pundonor.

No sé qué creer. ¿Realmente optó Prim finalmente por Montpensier? ¿Es todo un invento de Solís? ¿Dónde están las pruebas?

El coronel cuenta luego que, ya sospechando de la sinceridad de López, alias Jáuregui, rompió con él de manera irrevocable en septiembre de 1870. Dice que nunca más volvió a verle y que tampoco contestó los mensajes que el sujeto le enviaba desde el Saladero. Termina la que insiste que será su última respuesta a López manifestando que no se ha ausentado de España para evitar su responsabilidad en relación con un crimen con el que nada tuvo que ver, sino para evitar el innecesario sufrimiento a que le iba a someter el juez. «Llevo tres meses huyendo, separado de mi familia —escribe—, y con una infame nota sobre mí, por la delación de un preso que no puede tener en ley derecho a ser testigo de crédito por las circunstancias que reúne.»

Es un documento de cierto peso.

Me muero por conocer al amigo de Paul Angulo en el juzgado, Horacio Pérez, pero lo voy a dejar hasta pasado mañana, así nuestro furibundo revolucionario tendrá tiempo de sobra para anunciarle mi visita. Entretanto iré a saludar a Muñiz.

Capítulo 2

Diario de Patrick Boyd. Madrid, Café Imperial, lunes, 20 de octubre de 1873.

Muñiz tan simpático y servicial como siempre. Le describí mis dos sesiones con Paul, que le interesaron mucho, y le agradecí el recorte de
La Época
. «Me ha salido otro —me dijo, cogiendo una carpeta—. Es que cada día encuentro algo nuevo.» Se trataba de una carta del preso Esteban Sáenz, uno de los riojanos detenidos en relación con la tentativa fallida contra Prim, publicada en el mismo diario el 15 de octubre de 1871. En ella declara que fue engañado infamemente por López —con la promesa de obtener un buen dinero— para calumniar a Solís «y envolverlo en una trama infernal».

¡Quien está envuelto en una trama infernal soy yo! ¿Cómo la voy a poder desenmarañar?

Capítulo 3

—Le esperaba.

Fue lo primero que le dijo Horacio Pérez a Patrick Boyd en la puerta de su casa, situada en la cuarta planta de un destartalado inmueble de la empinada calle del Ave María, una de las vías más concurridas del barrio popular y obrero de Lavapiés.

—El viernes me llegó un telegrama de Paul —siguió el funcionario de Justicia—. Me ha dicho quién es usted, que es de toda confianza, y que le atienda como si de él se tratara. De modo que aquí me tiene a su disposición. Me alegro mucho de conocerle. Pase, por favor.

Era de mediana estatura, tirando a gordo, con ojos marrones, pelo negro rizado con alguna entrada y expresión afable. Explicó que vivía con su madre, viuda desde hacía dos años. Patrick intuyó enseguida que se llevarían bien y que el amigo de Paul podría ser su tabla de salvación.

Pérez quería saber en qué estado de ánimo había encontrado a Paul. Patrick le aseguró que pletórico de vitalidad, pero amargado con la realidad española y poco esperanzado ante el futuro de la República.

—Cuando le conocí en 1870 yo tenía veintiocho años —dijo, invitándole a sentarse a su lado en el salón escasamente amueblado—. Fue cuando volvió del exilio y fundó
El Combate
. Nosotros vivíamos entonces cerca de la plaza de los Mostenses, donde estaba la redacción, y, como yo era muy republicano, muy antimonárquico, los fui tratando poco a poco y llegamos a tener amistad. Incluso participé con ellos en algún rifirrafe con la partida de la porra. Eran tipos formidables, sobre todo Paul, claro.

Patrick le contó el asombro que le había ocasionado en Sevilla su lectura de algunos números del periódico, por la extremada virulencia que segregaban.

—Sí, sí,
El Combate
era tremendo —reconoció Pérez.

—¿Es verdad que Paul escribió allí que había que matar a Prim en la calle como a un perro?

—Se ha dicho, incluso se ha dicho mucho, pero es falso. Si lo hubiera hecho, si hubiera escrito aquello, vamos, si se hubiese publicado, constaría la cita en el sumario con todas las demás consideradas delictivas y que allí están copiadas. Y le puedo asegurar que no está. Lo que sí es verdad es que
El Combate
propuso que en su día, una vez triunfante la sublevación, un tribunal del pueblo debería juzgar a Prim y a los suyos, por lo que Paul consideraba su traición. Pero, insisto, el diario nunca, nunca preconizó el asesinato, como tal, del general. Nunca.

—¿Y cuántos folios tiene ya el sumario?

—Pues unos ocho mil, verso y recto, o sea unas dieciséis mil páginas.

—¡Dieciséis mil!

—Tenga en cuenta que son tres años de actuaciones constantes y que muchísimas personas han sido indagadas, con no sé cuántos careos, ruedas de presos, ampliaciones y rectificaciones…

—¿Cuándo entró usted en el juzgado?

—Hace dos años y pico, en septiembre del 71, justo cuando cambiaron el primer juez por otro.

Boyd deseaba saber dónde se encontraban los juzgados, para irse situando. Pérez le explicó que en el Palacio de Justicia, ubicado en el antiguo convento de las Salesas. Todavía se estaba arreglando el edificio, añadió, y era un caos, con escombros y legajos por doquier. Los funcionarios hacían lo que podían, pero era muy difícil trabajar con eficacia en tales condiciones.

—¿Y es cierto que Paul logró colocarle, utilizando su red de influencias, para que usted pudiera seguir desde dentro la causa y tenerle informado al respecto?

—Sí, es verdad, aunque le imploro que esto quede entre nosotros, en ello va mi vida. —Luego, bajando instintivamente la voz, añadió—: Es que todo esto es muy peligroso para mí. En los juzgados hay muchos enemigos de la República y de la libertad, espiando y controlando. La judicatura no ha cambiado apenas nada desde antes de «La Gloriosa». La vieja guardia, ya sabe usted. Tengo que andar con pies de plomo. Si me pillasen…

—No le comprometeré, le doy mi palabra.

—Se lo ruego. Hasta ahora no ha habido ningún problema. Soy muy discreto, hago bien lo que me encargan. Y claro, puedo consultar a veces el sumario, pretextando, si hace falta, que necesito algún dato para mi trabajo. Poco a poco he logrado sacar copias de algunas de las declaraciones más importantes, que le podré pasar.

Patrick le volvió a jurar que no le comprometería.

Le pareció necesario preguntarle si estaba absolutamente convencido de que Paul no estuvo la noche del crimen en la calle del Turco. Pérez dijo que sí, que estaba convencido, que Paul no era un asesino… ni un mentiroso.

—Los indicios contra él son fuertes, como él mismo me ha reconocido. Por eso necesito más información. Pero primero, si no le importa, me gustaría que me comentara lo que dice el sumario de la tentativa de noviembre, si tiene tiempo ahora y puede…

—Por supuesto.

Patrick le contó que había leído la versión que daba López de los hechos en
El Acusador
. ¿Conocía el periodiquillo? Le contestó que sí, que lo vio cuando salió y que además se lo hizo llegar a Paul.

—Me interesaría mucho saber si lo que dice López allí coincide con la documentación que obra en la causa. ¿Cómo fue la detención de aquellos sujetos?

Pérez encendió un cigarrillo y ofreció otro al irlandés.

—Todo empezó con un guardia civil —dijo—. Un guardia civil de nombre Celestino Rabanal, que alquilaba habitaciones en su casa de la calle del Barrio Nuevo, número 1, que sale de la plaza del Progreso. López residía en Barcelona y solía parar en la casa de Rabanal cuando venía aquí a Madrid. A finales de octubre o principios de noviembre del 70 llevó allí consigo a su cuñado, el hermano de su mujer, un catalán, Tomás Carratalá, y luego a tres paisanos suyos de La Rioja Baja: Ruperto Merino (también pariente suyo), Esteban Sáenz y Martín Arnedo. Todo esto me lo sé casi de memoria.

—Me parece que López no menciona a Carratalá en
El Acusador
—dijo Patrick.

—¿No? Qué raro, porque en el sumario está. Bueno, los riojanos no tenían un duro. Sáenz era un campesino analfabeto y los otros dos habían estado en la cárcel por estafa o robo. Rabanal, al fin y al cabo guardia civil, empezó a oler algo raro, a sospechar de ellos.

—López habla en
El Acusador
de otra casa de huéspedes donde a veces paraba.

—Es cierto. Estaba a dos pasos, en la calle del Duque de Alba, número 9. Frente a la redacción de
El Imparcial
. Y hasta allí se mudó López, efectivamente, unos días antes de la tentativa, con Carratalá, diciendo que necesitaban más espacio para recibir visitas y dejando a los riojanos en casa del guardia civil.

—¿Y las detenciones?

—El 15 de noviembre los agentes prendieron a Sáenz y Arnedo en casa del Rabanal. Estaban todavía acostados. Merino no estaba, había pasado la noche con una putilla en otra casa de la misma calle y allí lo detuvieron. Y a López y Carratalá en la casa de Duque de Alba. Entre unos y otros les ocuparon un revólver de nueve tiros y una ametralladora con una caja de cartuchos metálicos, un macabro puñal con cuatro filos y un petardo. Los llevaron al Saladero y el juez los incomunicó.

—¿Y qué dijeron en sus declaraciones?

—Negaron cualquier participación en una tentativa contra Prim.

—Esto no es lo que dice López en
El Acusador
—reaccionó Patrick—, sino que todos reconocieron su participación menos él.

—Pues no fue así. Los agentes habían encontrado el petardo envuelto en unas camisas de Carratalá, pero él negó haberlo visto nunca. Como el armario estaba siempre abierto, dijo, otra persona fácilmente pudo haberlo introducido allí. Luego, ¿por qué habían venido a Madrid? ¡Para conocerlo!, dijeron. ¡Por simple curiosidad, para pasear! ¡Ellos que no tenían un duro! En cuanto a López, dijo que había llegado a la capital en busca de una habitación para traer a su familia. Negó haber vivido nunca en casa de Rabanal, lo cual fue una torpeza porque había estado numerosas veces, incluso con su mujer, y no faltaban testigos. Admitió que el revólver era suyo, dijo que para su defensa personal. Juró que no conocía a Merino, Arnedo y Sáenz, cuando eran vecinos de la misma localidad riojana, sólo a Carratalá, por ser su cuñado. Alegó ser republicano de toda la vida y haber luchado a favor de la libertad en septiembre del 68, incluso haber sido en aquella época el «ángel custodio» de Prim, nada menos. ¡Cómo iba él a participar en un atentado contra el general, dijo, siendo su amigo del alma! Pero luego pasó algo que le hizo dar otra versión de los hechos.

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